En verano de 1837, tras cuatro años de lucha, la contiende civil que asolaba partes de España desde la muerte de Fernando VII en 1833 parecía abocada a prolongarse indefinidamente, sin que ninguno de los dos bandos lograse una ventaja significativa. Don Carlos y sus partidarios no habían logrado consolidar su influencia más allá de sus reductos en el País Vasco y Navarra, excepto en zonas del interior de Cataluña, Valencia y Aragón. Los ejércitos de la regencia, por su parte, habían fracasado en su intento de subyugar el foco carlista del norte. El pretendiente y la reina regente, María Cristina, se hallaban ante sendos dilemas. Esta, amedrentada por la posibilidad de un conato revolucionario, entró en negociaciones secretas con su rival, quien, por su parte, precisaba a toda costa aliviar el peso de la guerra sobre las provincias que le eran leales. De resultas de ello, aun con la oposición de sus principales generales, el pretendiente dispuso una gran expedición militar, la Expedición Real, como demostración de fuerza, que lo llevaría a través de Aragón, Cataluña, Valencia y Castilla, territorios donde su presencia debía insuflar vigor a la causa carlista, hasta la capital del reino, donde esperaba que la regente se echase a sus brazos. La realidad fue muy distinta: tras una ardua marcha –jalonada por cinco batallas campales– a través de zonas hostiles y asoladas, en la que las estancias en territorios amigos solo aliviaron breve y parcialmente las penurias de la tropa, don Carlos halló un Madrid hostil y dispuesto a defenderse. A la postre, la expedición, reducida a la mitad de sus efectivos, regresó derrotada al País Vasco y Navarra. El fracaso sembró en el seno del Ejército carlista del Norte la semilla de las disensiones que conducirían a su derrota, al tiempo que desplazó el foco de las operaciones hacia Cataluña y el Levante, donde Ramón Cabrera, el Tigre del Maestrazgo, se convertiría en el terror de los isabelinos.
1837. El año decisivo de la Primera Guerra Carlista por Julio Albi de la Cuesta
En la primavera de 1837, tras cuatro años de combates, la evolución de los acontecimientos en la zona liberal y en la carlista hizo creer tanto a doña María Cristina como a don Carlos que era llegado el momento de poner fin a la guerra, dando un paso audaz. Tras los sucesos de La Granja, la regente estaba dispuesta a una transacción con don Carlos. Grandes sectores del liberalismo moderado, amedrentados por los excesos del progresismo triunfante, coincidían en los deseos de poner término a la guerra civil. De otro lado, las que se denominaban “provincias leales” al pretendiente rozaban el agotamiento, mientras que la población se resentía de lo que parecía una guerra interminable, sin horizonte alguno.
Las tropas de la Expedición Real por Julio Albi de la Cuesta
La situación del campo carlista en la primavera de 1837, las negociaciones en curso, unidas a la “fiebre” por lanzar tropas al interior de España, solo podían desembocar en un resultado: se montaría una gran expedición que, confiando en que “bastaba la presentación de una boina para levantar provincias enteras”, llevaría a don Carlos a Madrid. Los efectivos totales sumaban 10 780 infantes y 1200 caballos. Suponían, pues, el grueso del ejército, sin bien la expedición partió sin acémilas de intendencia, sin armeros, ni fraguas de campaña, ni pontones, con escasez de municiones, sin calzado de repuesto y con solo 2000 reales. A pesar de todo, empezó su andadura repleta de esperanzas. Una alocución del 20 de febrero ratificó la impresión general de que se emprendía el camino hacia un final victorioso de la guerra.
La ilusión de las primeras victorias. Huesca y Barbastro por Daniel Aquillué Domínguez
Cuando la Expedición Real partió de Estella, lo hizo hacia el este, buscando la oportunidad de girar al suroeste, cruzando el caudaloso Ebro. En paralelo, por el sur, la siguieron desde su marcha las fuerzas isabelinas al mando del general Manuel Iribarren, virrey de Navarra, quien comandaba el Ejército de la Ribera. El 24 de mayo, día en que la Expedición Real se hallaba en la ciudad de Huesca, Irebarren pasó al ataque. El resultado fue una sonora derrota liberal que hizo cundir el pánico en Zaragoza. Marcelino Oráa, jefe del Ejército del Centro, reunió todos los efectivos disponibles, formando un contingente considerable con el que marchó a interceptar a la Expedición Real. El 2 de junio de 1837 los dos ejércitos chocaron en la batalla de Barbastro, una rotunda victoria carlista. El 7 de junio la fuerza del pretendiente cruzó el Cinca y se internó en Cataluña.
La Expedición Real en Cataluña por Antoni Sánchez Carcelén (Universitat de Lleida)
No exento de adversidades –la derrota en la batalla de Gra– y penalidades –miseria y hambre–, el tránsito de la Expedición Real por el principado estimuló el auge del carlismo catalán. El advenimiento de don Carlos a Solsona permitió superar la fase de la guerra de guerrillas y, bajo el mando de Antonio de Urbiztondo, conquistar importantes poblaciones como Berga, Gironella, Prats de Lluçanès y Ripoll. En buena medida, la razón principal de la llegada de don Carlos a tierras catalanas la debemos hallar en el estado incierto de las negociaciones que mantenían los carlistas con la reina regente María Cristina.
La Expedición Real desde el cruce del Ebro hasta su aproximación a Madrid por Antonio Caridad Salvador (Universidad de Valencia)
En junio de 1837 la Expedición Real avanzaba por Cataluña hambrienta y rendida de cansancio ante el acoso de las columnas enemigas. Para escapar de una nueva derrota y continuar su camino hacia Madrid, el jefe de la misma, Vicente González Moreno, pensó en atravesar el Ebro y unirse a las huestes de Ramón Cabrera, que controlaba buena parte de los antiguos reinos de Valencia y Aragón. El general Marcelino Oráa, comandante liberal en Valencia y Aragón, no recibió la noticia del cruce del Ebro hasta el 5 de julio, lo que le sorprendió con sus fuerzas completamente dispersas. A pesar de la victoria isabelina en Chiva el 15 de julio, la Expedición Real se cobró la revancha el 24 de agosto en Villar de los Navarros y prosiguió su camino hacia Madrid.
Madrid y su sociedad ante la guerra por Antonio Manuel Moral Roncal (Universidad de Alcalá)
Desde el comienzo de la Primera Guerra Carlista, lo que podríamos llamar la “ciudad oficial” de Madrid era claramente isabelina. ¿Liberal? Poco a poco lo fue siendo, pues no podemos olvidar que, en un principio, muchos funcionarios y militares se mantuvieron fieles a las disposiciones sucesorias de Fernando VII, reconociendo como legítima heredera a su hija Isabel II, pero no por ello se sintieron ligados a los postulados del liberalismo. Más adelante, conforme los Gobiernos moderados de la época del Estatuto Real fueron cediendo el testigo del poder a los progresistas, muchos de aquellos se convirtieron –a fuerza de fernandinos e isabelinos– en defensores de un sistema constitucional.
La retirada. De las puertas de Madrid a Aranzueque por Daniel Aquillué Domínguez
El gran punto de inflexión de la primera guerra civil carlista se produjo el 12 de septiembre de 1837 a las puertas de la capital de España. Tras esquivar a sus persecutores, la Expedición Real se presentó a las mismísimas puertas de Madrid. Sin embargo, emprendió una retirada que degeneró en una huida por la supervivencia. En los mandos carlistas, Arias Tejeiro y González Moreno opinaban que antes de entrar en la ciudad había que derrotar al ejército de Espartero. No era para menos, pues suponía un peligro inminente. Se inició, entonces, una semana de movimientos y contramovimientos de ambos contendientes entre Alcalá de Henares, Guadalajara y Mondéjar que culminarían con la llamada batalla de Aranzueque el 19 de septiembre. Los carlistas, batidos, desorganizados y acosados por las pujantes fuerzas liberales, emprendieron una ardua retirada de regreso al norte.
Balance y consecuencias de la Expedición Real. Hacia el fin de la guerra en el norte por Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera (Universidad CEU San Pablo)
Sin las disensiones introducidas en el bando carlista tras la Expedición Real, sin las voces de transacción dinástica que a partir de la misma se popularizaron, el Convenio de Vergara no hubiera tenido lugar, y no es imposible que la guerra civil de los siete años hubiera tenido un resultado distinto. No fueron militares, sino políticos, los objetivos de la Expedición Real, y por ello sus consecuencias se hicieron también notar mucho más en el ámbito político que en el castrense del carlismo. La debacle del Ejercito del Norte carlista de 1838 a 1839, provocada por las disputas internas y las intrigas entre facciones, se produjo en el momento en que las armas legitimistas se encontraban en pleno auge en Levante y Cataluña.