El 23 de julio de 1896, Andrés Bonifacio proclamó, en lo que se conoció como el grito de Balintawak, el comienzo de la insurrección filipina contra el poder colonial español. La rebelión no surgió de lugares remotos, sino de Manila y sus territorios circundantes, de manos de hombres ilustrados, como José Rizal, y pequeños funcionarios, como Andrés Bonifacio y Emilio Aguinaldo. A lo largo de estas páginas explicaremos cómo se extendió hasta poner en jaque al gobernador Blanco, qué fue el Katipunan y quiénes lo formaron, como tomó la ofensiva el gobernador Polavieja para conseguir derrotar a un enemigo que se mostró decidido, capaz de construir inmensas fortificaciones de campaña que a menudo hubo que tomar por medio del frío acero de las bayonetas y cómo el gobernador Primo de Rivera, el tercero en doce meses, pondría punto y final a esta primera fase de la Guerra de Filipinas. Un final engañoso y un acuerdo de paz que pronto se vería frustrado y que engendraría una guerra aún peor que terminaría por enajenar el archipiélago de manos de ambos contendientes, españoles y filipinos, al calor de la reciente ambición imperial estadounidense desatada con la Guerra de Cuba.
Las Filipinas españolas en el siglo XIX por Miguel Luque Talaván (Universidad Complutense de Madrid)
La situación de Filipinas durante el siglo XIX vino determinada tanto por la influencia de los procesos constituyentes peninsulares como por la situación del archipiélago, marcada por el despegue económico, la influencia de Manila como urbe y la complejidad poblacional, con comunidades –igorrotes, sultanatos malayo-mahometanos– enfrentadas a España. La base de la organización administrativa de las islas Filipinas descansaba sobre la Gobernación y Capitanía General, desde la cual se vertebró todo el sistema político-institucional hispano-filipino hasta 1898. Como máxima autoridad de la administración se encontraba la figura del gobernador y capitán general (gobernador general desde 1875). Cargo que fue adquiriendo cada vez mayor responsabilidad dadas las complejas circunstancias que rodeaban el territorio: largas distancias entre el archipiélago y la Península, constantes amenazas e inseguridad frente a fuerzas externas, necesidad de defensa permanente, obligación de tomar medidas que garantizasen la estabilidad política y la lealtad de las islas.
El Katipunan y las fuerzas armadas revolucionarias por José María Fernández Palacios (Universidad Complutense de Madrid y Asociación Española de Estudios del Pacífico)
La sociedad secreta Kataastaasang Kagalanggalang Katipunan ng mga Anak ng Bayan (“Soberana y Venerable Asociación de los Hijos del Pueblo”), conocida como Katipunan, constituyó la derivación final, independentista y partidaria de la acción directa, de la actividad asociativa y reivindicativa desarrollada durante la segunda mitad del siglo XIX por los sectores reformistas ilustrados hispano-filipinos. Descubierta su existencia en agosto de 1896, el Katipunan fue el núcleo sobre el que se organizaron las primeras fuerzas armadas revolucionarias que iniciaron la rebelión contra el gobierno español de Filipinas, lucha que fue continuada a partir de la Convención de Tejeros de marzo de 1897 bajo el liderazgo de Emilio Aguinaldo y en la que los independentistas ya contaban con una estructura de gobierno provisional que fue sustituyendo a la asociación katipunera en la dirección de la guerra. El Katipunan se estructuró en tres niveles: consejos populares que actuaban a escala municipal y eran dependientes de los consejos provinciales, a su vez subordinados a un Consejo Supremo. Cada uno de estos escalafones jerárquicos reproducía la misma estructura, con un presidente, un secretario, un fiscal, un tesorero y el denominado guardia del templo.
El Ejército español en Filipinas por Luis E. Togores (Universidad CEU San Pablo)
Además de las amenazas exteriores, este islario sufrió siempre una resistencia nativa a la presencia española, débil pero constante. Las campañas en Mindanao y Joló contra los piratas moros se repetían un año tras otro sin lograr nunca una victoria definitiva; y el carácter peculiar del país moro convertía aquellas regiones en una frontera marítima abierta que obligaba a la colaboración constante del Ejército y de la Armada. La aparición de las cañoneras de vapor supuso una ayuda fundamental que permitió a los capitanes generales de Manila –como Clavería, Urbiztondo y Norzagaray y más tarde Malcampo y el marqués de Novaliches– acosar a los piratas. Estas actuaciones serían continuadas con mayor fuerza por generales como Moriones, Terreros, Weyler o Blanco hasta finalizar el siglo XIX. Los moros no eran el único frente abierto con el que tenían que bregar las siempre escasas tropas de la colonia, que también tenían que encargarse del permanente problema de los tulisanes (bandidos), de las operaciones contra los igorrotes en el interior de Luzón, de vigilar la isla de Negros (en las Bisayas) y de las insurrecciones de los sangleyes (chinos) y los tagalos, al tiempo que guarnecían las Carolinas y las Marianas.
La campaña de la División Lachambre por Fernando Puell de la Villa (Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado)
Tras sufrir las tropas españolas diversos reveses a manos de los insurrectos del Katipunan en los inicios Guerra de Filipinas, el Gobierno de Antonio Cánovas del Castillo consideró necesario sustituir al teniente general Ramón Blanco y Erenas, marqués de Peña Plata, por el del mismo empleo Camilo García de Polavieja y del Castillo, y reforzar la guarnición del archipiélago con varios contingentes expedicionarios. Las exitosas operaciones que Polavieja encomendó a la división mandada por el general Lachambre durante el invierno de 1897 lograron sofocar totalmente la insurrección en el distrito de Cavite, donde se había iniciado el alzamiento y que constituía el principal núcleo revolucionario. Cuando quedó sometida la parte más productiva y poblada del distrito y los insurrectos fueron acorralados en su abrupta zona sur con recursos muy limitados, Polavieja solicitó más tropas peninsulares para actuar en la región central de Luzón, donde se había refugiado Emilio Aguinaldo. Cánovas se las negó y Polavieja presentó la dimisión y fue sustituido por Fernando Primo de Rivera.
Memoria de Filipinas. El soldado español en la guerra colonial por Manuel Montero (Universidad del País Vasco)
No resultan optimistas, pero las cartas que escribieron a casa los soldados enviados a la Guerra de Filipinas no transmiten el aire agónico de quienes estaban en Cuba por las mismas fechas (véase “El Ejército español en Cuba” en Desperta Ferro Contemporánea n.º 21). Algunos cuentan momentos durísimos, pero en conjunto no desprenden aquella sensación de aislamiento, temor a enfermedades o inquietud por la marcha de la guerra interminable. Quizás se debió a que en la Guerra de Filipinas las tropas no estaban tan dispersas y a que la estancia de la mayoría fue menos prolongada. Ahora bien, no disponemos de relatos de los soldados escritos durante la guerra con Estados Unidos y cuando tocaba la repatriación, que se realizó en condiciones muy penosas. Hasta comienzos de 1898 los soldados entendían que el ejército combatía con dificultades pero no dudaban de la victoria. Por lo demás, sentían que se movían en un mundo exótico, con el que apenas tenían contacto. En Manila estaban los españoles, que les apoyaban con fervor, y el resto resultaba desconocido, peligroso y hostil.
El asalto a Pérez Dasmariñas por Pablo González-Pola de la Granja (Universidad CEU San Pablo)
El estudio del ataque a Pérez Dasmariñas nos permite analizar con detalle la estrategia implementada por el general Polavieja y los planeamientos tácticos que tuvo que diseñar, a veces sobre la marcha, el general Lachambre. Se trata de un excelente ejemplo de lo que fue la guerra contra los insurrectos filipinos y una adaptación de lo que se había aprendido en la Guerra de Cuba, salvo que, entre otras cosas, el filipino era mucho más combativo que el cubano, el empleo de la caballería fue mucho más restrictivo, por las condiciones del terreno, y la artillería sí se empleó a fondo para preparar el terreno de los infantes. Pronto comprobó el general en jefe el pánico que sentían los tagalos a verse rodeados en el combate y por eso muchas de las acciones intentaban apoyarse en los flancos a toda costa e incluso tomar la retaguardia antes de lanzar el ataque frontal.
Los conflictos filipinos, revolución y guerra interna por Jorge Chauca García (Universidad de Málaga)
La Guerra de Filipinas anterior a la injerencia estadounidense en 1898 fue un conflicto interno. Obedeció a peculiares tensiones endógenas del Imperio español que, sin embargo, son de larga data. José Rizal así lo apuntó en sus esfuerzos literarios a favor de la inconclusa reforma y readaptación del viejo engranaje a los tiempos presentes. Tarea pendiente sin duda. No obstante y a pesar de todo se trató de una lucha doméstica, como había acontecido en la América continental decenios atrás, sin el peso internacional del posterior e inmediato Desastre. Esta “guerra interna”, por su naturaleza, se nos presenta en oposición a la ulterior guerra hispano-norteamericana. La contienda tagala fue un enfrentamiento civil entre agentes en secular contacto, con sus encuentros y desencuentros, pero con un conocimiento mutuo acumulado por la convivencia y que al menos nominalmente formaban parte de la misma sociedad, si bien desde comunidades diversas. Una revuelta interna en sus orígenes y actores, sostenida en diferentes proporciones y grados de implicación por los nativos, cuya lealtad –por convicción, interés o necesidad– fue cambiante y no unívoca.
La campaña de Primo de Rivera y la paz de Biak na Bató por Roberto Blanco Andrés (Consejo Superior de Investigaciones Científicas)
Instalado en Malacañang, palacio del gobernador en Manila, los primeros meses de su mandato se caracterizaron por la alternancia de medidas de atracción y la exhibición de músculo militar. La zanahoria y el palo. Entre las primeras se encontraba la prórroga del indulto de Polavieja fechado a 23 de marzo hasta el 17 de mayo. Entre las segundas la inmediata activación de las operaciones bélicas. El principal objetivo que traía Primo en su cartera era rematar la Guerra de Filipinas tras la brillante actuación de su predecesor. Y, a la vista del calendario, no se retrasó en su empeño. El 30 de abril encabezó en persona una acción combinada en dos áreas del Cavite insurrecto: la suroeste, con tropas comandadas por Rafael Suero, y la sureste, a cargo de las brigadas de los generales Vicente Ruiz Sarralde y José Pastor. Una doble pinza que contaría con cobertura naval costera y una línea meridional de contención para cerrar el paso a los rebeldes a cargo de la brigada de Nicolás Jaramillo.
Y además, introduciendo el n.º 37: Gottfried von Banfield. El Águila de Trieste por Andrea Casarrubea
Aunque el frente italiano de la Gran Guerra ha sido considerado habitualmente un teatro secundario, en él actuaron aviadores de casi todos los países beligerantes, y aunque no cabe duda que todos ellos merecen ser estudiados, muy pocos han dejado un recuerdo de encanto caballeresco como el de Gottfried von Banfield, el Águila de Trieste. Habilidoso, bien parecido y con una valentía rayana en la temeridad, Banfield fue un paradigma del “caballero de los cielos”. Tal y como su apellido nos revela, los antepasados de nuestro protagonista no eran austriacos. “Los Banfield –escribió– han sido parte de la nobleza del sur de Irlanda desde el siglo XVII, a pesar de ser de origen normando y de que, a diferencia de muchos irlandeses, eran luteranos”. En torno a 1830, el rey de Baviera ofreció a Thomas, el bisabuelo paterno de Gottfried, el puesto de tutor de inglés en la corte de los Wittelsbachs. En 1835 este se casó, en Viena, con una encantadora austriaca y su primer hijo, Richard Mitis, sería el padre de Gottfried.