jenízaros en batalla de Lepanto Giorgio Vasari

La batalla de Lepanto (fragmento) (ca. 1572-1573), fresco de Giorgio Vasari (1511-1574) en la Sala Regia del Palacio Apostólico del Vaticano. En la batalla de Lepanto, el 7 de octubre de 1571, se enfrentaron los dos cuerpos de élite de la época por antonomasia, los tercios españoles y los jenízaros otomanos.

El siglo XVI fue, ante todo, el siglo de dos imperios: el español y el otomano. La monarquía de los Habsburgo y la Sublime Puerta eran dos imperios en expansión y los únicos con recursos, estructuras y hombres capaces de lidiar con el otro por el dominio del mundo. La hegemonía mundial, pese al descubrimiento de América por los españoles y a la apertura de la Ruta a la India por los portugueses, se seguía dirimiendo en el Mediterráneo y no en el Atlántico y la rivalidad entre tercios españoles y jenízaros turcos era prueba de ello.

No sería sino hasta el siglo XVII cuando la aguja de la brújula global girase en dirección a los océanos Atlántico e Índico, momento en el que Holanda e Inglaterra cobran verdadera importancia. Hacia 1571, a pesar de las opiniones contrarias, Holanda e Inglaterra eran potencias secundarias y marginales; las cuales jamás hubieran podido enfrentarse por sí solas a los Habsburgo españoles. Lo mismo sucedía con Francia, una Francia que había sido derrotada vez tras vez por los españoles; expulsada de Italia, constreñida por la alianza dinástica de los Habsburgo y sumida en conflictos religiosos internos; y que, consciente de que ya no podía disputar la hegemonía a la Monarquía Hispánica, había pasado a ser aliada de la Sublime Puerta.

Es así que en 1571 solo había dos verdaderos Imperios en el globo: la Monarquía Hispánica y el Imperio otomano, y ambos chocaban en el Mediterráneo.

Pero ¿con qué recursos contaban? Puede que la llamada Monarquía Hispánica se estuviera extendiendo por Europa y América en aquel momento y, a la vez, poniendo pie en Asia y Filipinas, o que contara con puntos de apoyo en África, como Melilla. Sin embargo, el Imperio otomano también se extendía por tres continentes: Asia, Europa y África, desplegando sus fronteras desde Argelia a Irán y desde Rusia a Yemen.

No obstante, el poder de un imperio no solo se mide por su extensión geográfica, por su población, o por el poder de sus ejércitos, sino sobre todo por su capacidad financiera. Y en ese sentido vital y central, el Imperio otomano de Selim II superaba con creces a la monarquía imperial de Felipe II. Mientras que este último lograba ingresar anualmente, por vía ordinaria y extraordinaria, unos 4 200 000 ducados, y las rentas ordinarias de Selim II le aseguraban unos 4 400 000 ducados –cantidades muy similares por cierto–, Felipe II acumulaba en la década de 1560 un déficit anual de unos 5 800 000 ducados, y Selim II, por su parte, contaba con un superávit de 1 400 000. Y eso marcaba la diferencia. Gran diferencia, puesto que los turcos al contar con un tesoro repleto de reservas monetarias podían afrontar con confianza grandes y largas campañas, además de poner en guerra cada vez a más barcos, con el fin de cubrir pérdidas y ampliar conquistas. Por lo tanto, la Monarquía Hispánica tenía que cuidarse de entrar en guerra y de ser así, tenía que medir muy bien su esfuerzo y hacerlo a base de endeudarse.

Todo el mundo conoce al ejército de Felipe II: los famosos tercios de infantería española y las coronelías italianas, reforzados con mercenarios alemanes, valones, irlandeses, etc. Pero ¿Cómo era el ejército turco? Y, sobre todo, ¿cómo era su cuerpo de élite: los jenízaros? Porque si existieron dos cuerpos de élite en la Edad Moderna esos fueron precisamente los tercios españoles y los jenízaros turcos. Ninguna otra infantería podía hacerles sombra en el siglo XVI.

El ejército turco desde sus orígenes hasta 1571

Todo comenzó a mediados del siglo XIII cuando un clan turco, los Kayi de la tribu de los Oguz, abandonó sus estepas centroasiáticas para huir de los mongoles refugiándose en lo que hoy es la Turquía asiática. Su joven jefe, Ertogrul, conducía a su pueblo por la meseta anatólica cuando se encontró ante una reñida batalla. ¿Qué debía hacer? Ertogrul decidió combatir, ¿pero por quién? Decidió apoyar al bando que parecía estar perdiendo la batalla y fue así como salvó la jornada para el señor del sultanato de Rum, el estado musulmán más importante de Asia menor. El sultán, agradecido, concedió tierras a Ertogrul para que asentara a su pueblo nómada. Las tierras estaban en la frontera con los bizantinos, los romanos, y muy cerca de la actual ciudad de Ankara. Un detalle importante que es necesario recordar es que los otomanos iniciarían su historia como un pueblo fronterizo que combatiría para sobrevivir y para expandir el islam. Su señor sería un Ghazi, un guerrero de la fe. Y, en efecto, lo fue. Ertogrul batalló hasta el final de su vida y arrebató señoríos y tierras, tanto a rivales turcos como a los bizantinos y otro tanto harían su hijo Osmán, de ahí lo de Osmanlíes u otomanos, y su nieto, Orján.

Para mediados del siglo XIV ya habían arrebatado a Bizancio prácticamente la totalidad de Asia Menor Occidental y comenzaban a adentrarse en Europa. Pronto se abrirían paso hacia Serbia y Bulgaria y reducirían Bizancio a Constantinopla. A la altura de 1396 los otomanos eran ya tan poderosos que controlaban casi todos los Balcanes. Asimismo, aniquilaron en el campo de batalla, Nicópolis, a una de las últimas cruzadas lanzadas por la Cristiandad. Solamente la aparición de otro gran imperio turco, el de Tamerlán, detuvo su avance, pues en 1402 el sultán otomano Bayaceto, vencedor de Nicópolis, fue derrotado y hecho cautivo en la batalla de Ankara.

Pero, sorprendentemente, el Imperio otomano se rehizo de la debacle y tan solo cuarenta y dos años después de la pavorosa derrota de Ankara, ya estaba listo para enfrentar a la última gran cruzada, la de Varna, y derrotarla en 1444. Nueve años más tarde, Mehmet II, el conquistador, tomaba Constantinopla y la cristiandad temblaba. Siguió haciéndolo: Trebisonda, Morea, Negroponte, etc., todos los estados o posesiones cristianas situadas en Oriente, fueron cayendo una tras otra y, en 1480, un ejército turco desembarcó en Otranto, el tacón de la bota de Italia.

jenízaros turcos otomanos  Codex Vindobonensis

Soldados jenízaros. Codex Vindobonensis 8626 (ca. 1575-1599), de Heinrich Hendrowski, conservado en la Biblioteca Nacional de Austria

Esto fue solo el comienzo: entre 1512 y 1518, Selim I conquistó Siria, Palestina, Egipto y sustanciales partes de Arabia e Irak. En 1521 Solimán el Magnífico tomó Belgrado y al año siguiente conquistó Rodas, cuyos caballeros acogidos por Carlos V, pasaron a Malta. Los turcos tampoco se detuvieron entonces: en 1526, Solimán venció a Hungría en la batalla de Mohács y tres años más tarde, 1529, los sipahis y jenízaros turcos levantarían sus tiendas ante las puertas de Viena.

Los ejércitos turcos no solo avanzaban hacia el oeste: el janato tártaro de Crimea era vasallo de la Sublime Puerta y el norte de África, hasta Argel y más allá, se fue también sometiendo a Solimán. Tan solo la resistencia del reino de Marruecos, aliado a España, frenaría en 1558 la expansión norteafricana de los turcos; derrotándolos en Wadi al-Laban, evitando así que el Imperio otomano se plantara en el estrecho de Gibraltar y se asomara al Atlántico. Para 1571, y pese al fracaso cosechado en Malta en 1565, el Imperio otomano era la potencia militar y naval más fuerte del Mediterráneo y, por ende, del mundo. Tras arrebatar Chipre a los venecianos, someter por completo a Irak y lidiar con los rusos en lo que hoy es Ucrania, parecían invencibles. Únicamente una alianza, armada por el Papado y capitaneada por Felipe II, parecía capaz de frenar su expansión.

¿Cómo fue posible semejante expansión? Al Imperio otomano se le ha denominado imperio de la pólvora. Su adopción, desde la segunda mitad del siglo XIV, de la tecnología militar basada en la pólvora, justifica en parte ese sobrenombre. Y aunque es cierto que la artillería turca era de gran calidad y que sus compañías de arcabuceros eran diestras y temibles, lo cierto es que no fue la superioridad tecnológica, sino la logística, la que le dio sus grandes victorias en los siglos XV y XVI. El Imperio otomano se caracterizaba por contar con un ejército permanente sostenido por el tesoro central y por contar con una red logística excepcional que permitía fabricar, recoger y trasladar, con gran eficiencia, ingentes cantidades de armas, abastecimientos y equipo militar a cientos de kilómetros de los lugares de producción y almacenamiento. La gran calidad de la pólvora, los cañones, los arcabuces, los equipos militares, etc. otomanos eran destacables y de hecho hasta 1700, los turcos se mantuvieron a la par que los europeos en la carrera tecnológica militar y naval, superándolos en campos tales como la ingeniería, la minería y la producción manufacturera. Todo ello facilitaba al ejército otomano recursos realmente superiores en cuanto a cantidad y calidad respecto a aquellos con los que podía contar cualquier otro ejército de la época.

En un mundo regido por el ritmo de las cosechas y del clima, esa superioridad logística, sumada al superávit fiscal del que ya hablamos y a la cuidadosa y afinada administración otomana, marcaban la diferencia y permitían al Estado turco movilizar más hombres y poner en el campo de batalla una cantidad mayor, mejor adiestrada, armada y aprovisionada que la que ninguna otra potencia pudiera disponer. En efecto, mientras que los Habsburgo podían llegar a movilizar ejércitos de hasta 50 000 hombres, solo con algunas excepciones pudieron mover más tropas; el Imperio otomano podía llegar a proyectar hacia cualquier punto de sus dilatadas fronteras a más de 70 000 soldados experimentados. Y llegado el caso, como ocurrió en 1526, 1529, 1541, 1593 o 1630, podía superar con creces esa cifra y aumentarla hasta 108 000 efectivos.

¿Cómo se estructuraba y desplegaba la fuerza?

El sultán disponía de cuatro tipos de fuerzas: fuerzas regulares, permanentes; la infantería jenízara y la caballería de los seis regimientos permanentes de sipahis, denominados alti bölük, todos ellos acantonados en Constantinopla y en determinadas plazas estratégicas.

Estas tropas dependían directamente del sultán, de quien recibían su paga trimestral, por lo cual eran llamadas Kapu Kulu, esto es: servidores de la puerta y también, Hunkar Kulu: siervos del sultán. Constituían una fuerza excepcionalmente bien equipada, pagada y adiestrada que hacia 1571 se aproximaba a los 30 000 hombres, contando en ella a los artilleros, ingenieros, pagadores, médicos, músicos, armeros y demás personal no combatiente. Estas tropas profesionales eran el nervio de los ejércitos otomanos y constituían un tercio, como mucho, del total de un ejército turco en campaña. Como ejemplo, en 1541 en Hungría, en campaña, las tropas regulares ascendían a 15 612 hombres de los que 6350 eran jenízaros, 3700 eran sipahis alti bölük, 1650 artilleros y 4100 obreros, sirvientes, armeros, médicos, etc.

Las fuerzas permanentes no profesionales, llamados timariots o timariotas, eran fuerzas de caballería, sipahis. Pero, aunque debían de estar siempre preparados para prestar servicio si el sultán así se lo demandaba, solo eran movilizables en tiempos de guerra y para una campaña o campañas determinadas, volviendo tras su finalización a las propiedades que habían recibido del sultán y por las cuales estaban obligados a prestar servicio militar. Los timariots eran grandes propietarios que vivían de sus rentas, con las cuales se equipaban, armaban y montaban. Acudían a prestar servicio acompañados de hasta una docena de sirvientes que, llegado el caso, también combatían. Este sistema permitía al Estado otomano disponer de unos 100 000 soldados bien armados y con experiencia. Ahora bien, aunque muchos timariots participaban durante su vida en una, dos, tres o más campañas, evidentemente no se trataba de tropas regulares dedicadas en exclusiva al ejercicio de las armas. Eran, por lo tanto, una buena caballería y solían formar el grueso de los ejércitos turcos, pero no tenían la calidad, disciplina y capacidad de combate de los jenízaros, ni de los sipahis alti bölük.

jenízaros

Oficiales jenízaros a caballo. Codex Vindobonensis 8626 (ca. 1575-1599), de Heinrich Hendrowski, conservado en la Biblioteca Nacional de Austria

Si tenemos en cuenta que los timariots, que constituían el grueso de los efectivos turcos, prestaban servicio solo si el imperio estaba en guerra y afrontaba una campaña, podremos entender cómo el sistema ofrecía ventajas, pero también inconvenientes, pues por lo general estas tropas, al igual que las de leva forzosa y las aportadas por los vasallos del sultán, eran movilizadas el 23 de abril, en san Jorge, y licenciadas el 26 de octubre, el día de san Demetrio, por lo que, teniendo en cuenta el tiempo necesario para ir hasta las zonas de operaciones y regresar a la base de reunión y partida, en realidad solo se podía contar con ellas en el campo de batalla durante unos cinco meses. El Imperio otomano nunca logró poner a más de 70 000 timariots en el campo de batalla de una sola vez y, por eso mismo y pese a las exageraciones de la época y de algunos historiadores actuales, el sultán nunca logró poner en campaña a más de 110 000 combatientes dignos de ese nombre: jenízaros, sipahis alti bölük y sipahis timariots. El gran número de timariots en los ejércitos turcos determinaba también, con la excepción de las campañas navales, que la proporción entre infantería y caballería fuera de 1 a 3. Así, por ejemplo, en la campaña de 1630, lanzada en contra de los persas, fue movilizado un ejército de 108 589 hombres de los que 35 000 eran infantería y 73 589 de caballería.

Las tropas de leva forzosa eran denominados a menudo como levandat, ya que el sultán podía reclutar tropas mediante leva. Se trataba de campesinos que, mal armados y peor adiestrados, podían ser obligados a servir durante una campaña. En general, se les usaba para llevar a cabo tareas de campamento o de asedio y eran de poco valor en combate.

En cuanto a las tropas vasallas, tanto los beys corsarios de Argel, Túnez y Trípoli, como el kan de los tártaros de Crimea y los jefes tribales kurdos y turcomanos, estaban obligados a enviar contingentes de guerreros, y en el caso de los berberiscos, naves de guerra, si así se lo solicitaba el sultán. A cambio, recibían la protección de la Sublime Puerta y contaban también con ocasionales entregas de fondos, soldados y toda suerte de beneficios fiscales y comerciales. Estas tropas eran por lo general de buena calidad y muy combativas. Su número podía alcanzar los 70 000 hombres, pero nunca eran reunidos en un único frente. El kan tártaro, por ejemplo, llegó a enviar 40 000 jinetes al sultán para combatir contra los Habsburgo de Viena, contra los polacos o contra los rusos, pero nunca para combatir a los ponentini, que era como los turcos llamaban a los españoles e italianos.

Pero el nervio de un ejército otomano del siglo XVI lo constituían los jenízaros. ¿Quiénes eran y cómo combatían?

Los jenízaros

Los orígenes del cuerpo de jenízaros se pierden en la leyenda. Algunos afirman que fueron alistados por primera vez en tiempos de Otmán I, a inicios del siglo XIV, pero lo cierto es que los primeros testimonios sobre ellos nos llevan a la década de 1380. De hecho, la primera gran batalla en la que jugaron un papel relevante fue la de Kosovo Polje en 1389, siendo a partir de ese momento decisivos en todas las grandes batallas libradas por los otomanos.

En un inicio eran tropas reclutadas para servir de guardia personal del sultán y de ahí que recibieran el nombre de Hunkar Kulu, servidores del sultán. Lo más llamativo de ellos era su sistema de reclutamiento llamado devshirme y que consistía en obligar a los pobladores cristianos de determinadas regiones del Imperio, como Grecia, Asia Menor, Albania, Serbia o Bulgaria a entregar como tributo a niños varones de entre ocho y doce años. Esos niños eran seleccionados cuidadosamente por los funcionarios del sultán que sólo admitían a los más fuertes, guapos e inteligentes. No todos los niños reclutados por el sistema del devshirme eran convertidos en jenízaros, sino sólo entre un quinto y un tercio de ellos, mientras que la mayoría restante era destinada a servir al sultán como criados, secretarios, etc.

Miniatura otomana que representa el registro de niños cristianos para el registrando a niños cristianos para el devshirme. Fuente: Wikimedia Commons

Cuando llegaban a Constantinopla, los niños destinados a convertirse en jenízaros eran internados en cuarteles-escuela llamados Acemi Oglani y se les daba la categoría de cadetes. Así iniciaban una cuidadosa y completa preparación y adiestramiento que duraba siete años y no tenía parangón en ningún ejército europeo de la época. Durante esos siete años, los jenízaros, oficialmente esclavos del sultán, eran convertidos al islam, aprendían a leer y a escribir, se les adiestraba en el manejo del arco compuesto, del arcabuz, del sable y de la artillería. Aprendían a cavar trincheras de asedio y minas, a cruzar ríos, a formar en cuadro… hasta hacer de ellos un cuerpo de infantería de línea que solo podía ser igualado por los tercios españoles. Como signo de que eran esclavos del sultán, a los jenízaros no se les permitía ni casarse, ni dejar crecer su barba y, en los primeros tiempos de su historia como cuerpo de élite, cuando morían en combate, sus bienes y posesiones pasaban a una unidad llamada orta, la cual contaba con unos 200 efectivos.

Los jenízaros contaban con sus capellanes musulmanes –si se permite la comparación– provenientes de los derviches sufíes de la orden Bektasi, y se consideraban a sí mismos como Ghazi, guerreros de la fe. Tras sus siete años de adiestramiento dejaban la condición de cadetes y eran asignados a una orta. Una vez en la nómina de los jenízaros, su sueldo era aumentado, tanto que el sistema del devshirme se limitaba a sí mismo no por la cantidad de potenciales niños cristianos reclutados, sino por el coste tan alto que implicaba mantener al cuerpo de jenízaros. Hacia 1571 los jenízaros de pleno derecho eran 13 599 y los cadetes sumaban 10 000; pues bien, incluso con lo limitado de su número, sus sueldos representaban el 27% de los salarios pagados por el sultán o, si se prefiere, el sueldo de los jenízaros representaba el 10% del presupuesto general del imperio: los jenízaros costaban al año más de 400 000 ducados.

Solo los sipahis de los seis regimientos acantonados junto al sultán, los alti bölük, contaban con un sueldo mayor que el de los jenízaros y ello en atención al coste del mantenimiento de sus caballos y criados. El prestigio que podían alcanzar estos soldados esclavos era inmenso y su carrera también podía elevarse. Como ejemplo, Sokollu Mehmed Pachá, nacido cristiano, reclutado y adiestrado como jenízaro, destacó en la batalla de Mohács de 1526 y en el sitio de Viena de 1529 y fue ascendido primero a jefe de compañía y a comandante de la guardia del sultán, después. En ese momento, como ya se les permitía a los jenízaros casarse, contrajo matrimonio con la hija de un príncipe. Fue nombrado gran almirante, luego, tercer visir y tras esto, segundo visir del imperio y, al fin, gran visir; es decir, el hombre más poderoso del Imperio tras el sultán. No estaba nada mal para un niño entregado por sus padres como tributo forzoso.

Los jenízaros eran excelentes con las armas blancas. Su manejo del sable era legendario y su habilidad como arcabuceros solo era superada por los infantes de los tercios españoles. Al respecto, se ha afirmado una y otra vez que la superioridad de los tercios sobre los jenízaros se basaba en que hacían mayor uso de armas de fuego. Según esta tesis, todavía vigente, los jenízaros preferían el arco frente al arcabuz, lo cual fue la causa de su derrota. No obstante, esta idea es equivocada, basta con repasar los números: en la galera capitana de la flota turca que combatió en Lepanto, la Sultana, que mandaba Alí Pachá, había embarcados 400 jenízaros. Pues bien, 300 de ellos eran arcabuceros y solo 100 arqueros, y lo mismo ocurría en otras campañas mediterráneas y europeas.

Ahora bien, el arco compuesto centroasiático, el usado por los turcos, era un arma formidable. Existen registros de arqueros turcos que lanzaban sus flechas hasta más de 700 metros de distancia y no era raro que un jenízaro disparara sus flechas a más de 350 metros de distancia. De hecho, un tiro directo con este arco traspasaba una cota de malla a 100 metros de distancia y solo las corazas de máxima calidad, como las fabricadas en Milán y que solo disponían los nobles, eran capaces de aguantar un impacto directo a corta distancia –claro que también aguantaban un tiro de arcabuz–. Don Álvaro de Bazán, por ejemplo, recibió durante la batalla dos tiros de arcabuz turco en la coraza y la rodela sin resultar herido. Sin embargo, mientras que un tirador de arcabuz experimentado no solía hacer más de un disparo por minuto, únicamente los infantes hispanos superaban esa marca; un jenízaro armado con arco podía disparar hasta veinte flechas por minuto; y en combate, pese a las dificultades que implicaba, un arquero turco no bajaba de diez disparos por minuto. Añádase a eso que el alcance efectivo de un arco compuesto turco era de unos 150 metros, mientras que el de un arcabuz no pasaba de 50, y se tendrá idea cierta de hasta qué punto el arco turco podía ser un rival temible para el arcabuz y en modo alguno un arma desfasada.

Protegidos con cascos coronados con vistosas plumas de avestruz y con los torsos revestidos con cotas de malla que podían estar reforzadas con placas metálicas y cuero endurecido, los jenízaros solían combatir en línea: formando filas sucesivas de arcabuceros y arqueros que apoyaban los sipahis, los arqueros turcos a caballo y que buscaban el cuerpo a cuerpo en cuanto sus tiros devastaban la línea enemiga. Eran excelentes en los asedios debido a su alta preparación como ingenieros y a su combinación con artilleros profesionales. Su veteranía y espíritu de cuerpo eran excelentes y solían ser reservados para los momentos decisivos de las batallas o para los asaltos finales a fortalezas.

Instructores y cadetes jenízaros. Codex Vindobonensis 8626 (ca. 1575-1599), de Heinrich Hendrowski, conservado en la Biblioteca Nacional de Austria

El número y condición de los jenízaros comenzó a cambiar en el siglo XVII. Progresivamente se abandonó el sistema de reclutamiento, pues los privilegios y sueldo con el que contaban los jenízaros eran tan altos que sus hijos y familiares aspiraban a cubrir las bajas producidas en el cuerpo. Pronto amasaron grandes fortunas y se les permitió casarse y heredar legalmente, como ya se mencionó. Las grandes campañas del siglo XVII aumentaron también su número, llegando a superar los 40 000 hombres. Su calidad como combatientes se redujo progresivamente hasta que, ya en el siglo XVIII, comenzaron a ser más un cuerpo de parada que una fuerza efectiva. Finalmente fueron disueltos a inicios del siglo XIX.

No obstante, en el siglo XVI, nunca se desplegaron más de 10 000 jenízaros en una sola campaña o frente. De hecho, aunque en España e Italia se decía que en Argel había 10 000 jenízaros, lo cierto es que allí nunca pasaron de 2000, mientras que en la campaña de Chipre de 1570-1571 se desplegaron 5000 de una sola vez. En Lepanto pelearon 2500, lo que da cuenta de la importancia de la ocasión, pues 1 de cada 5 jenízaros, aproximadamente, combatió en ella y la mayoría de ellos, el 80%, falleció durante la batalla.

En ese momento, en Lepanto, los jenízaros estaban muy lejos de su decadencia y podían medirse, hombre por hombre, con los veteranos de los tercios españoles y aventajar sobradamente a los soldados napolitanos, toscanos, genoveses, venecianos, alemanes, etc., que acudieran a la gran jornada.

Los jenízaros en Lepanto

El ataque turco contra Chipre, posesión veneciana, alentó la creación de una nueva liga cristiana que enfrentara a los turcos. Tras el fracaso de estos últimos en el sitio de Malta, su poder no se había visto menguado y si no se pusieron antes en marcha fue por la muerte del sultán Solimán el Magnífico en 1566, por el necesario espacio de tiempo que necesitaba su sucesor para consolidarse en el trono y por las desavenencias en su consejo imperial, el Dîvân-ı Hümâyun, sobre donde emplear la fuerza disponible: si en una campaña en Rusia, plan que alentaba el gran visir, Sokollu Mehmed Pachá, o si en una gran campaña contra Chipre. Sokollu Mehmed Pachá quería enfrentar a Rusia, pues contaba con un proyecto colosal: construir un canal navegable que uniera los cursos del río Don y Volga con los mares Negro y Caspio y, de esta manera, facilitar el comercio del Imperio turco con China y Asia Central. Para ello había que asegurarse la posesión de los kanatos tártaros de Crimea y Astracán y, de ser posible, reconquistar el de Kazán. Todo ello únicamente podía lograrse derrotando a la expansiva Rusia de Iván el terrible. No obstante, se impuso la idea contraria y Chipre fue atacado y conquistado. La conquista de Chipre implicaba –bien lo sabían el sultán y su consejo– la guerra con los ponentinos y en esa guerra, el rival a batir sería el Imperio español.

¿Con qué fuerzas contaban los rivales en 1571 y qué importancia tuvieron en ella tercios y jenízaros? Bien, el rey de España puso en orden de batalla a 90 galeras y a 6560 hombres de los tercios de Granada, Cerdeña, Nápoles y Sicilia, destacando en ellos los veteranos del tercio de Granada, mandados por Lope de Figueroa y los de Cerdeña, capitaneados por Miguel de Moncada. A esta tropa se sumaron 1800 nobles y caballeros españoles voluntarios, lo que resultó en 8360 hombres de guerra hispanos en la batalla. Además, Felipe II levantó a 7000 mercenarios alemanes y a 6000 soldados italianos, sumando así en la armada cristiana que combatió el 7 de octubre en Lepanto a 22 000 soldados. A estas galeras y soldados, se sumaban los aportados por Venecia, El Papa, la Orden de Malta, Génova y varios príncipes italianos, hasta totalizar el día de la batalla 204 galeras y 37 000 combatientes.

Los turcos contaban con más naves, algo más de 300 frente a 204, pero disponían de menos hombres de guerra, 25 000 frente a unos 37 000, y sus galeras estaban armadas con menos cañones, 2 por nave frente a los 5 que solían llevar las galeras cristianas. Las tropas turcas estaban conformadas por unos 4500 hombres de élite: 2500 jenízaros y 2000 sipahis Alti-Bölük de los regimientos de guardia del sultán. El resto, unos 20 500 hombres, se dividían entre 10 500 sipahis timariots, embarcados para la ocasión, 7000 corsarios berberiscos y arraeces levantae del Egeo y 2000 voluntarios, amén de los correspondientes artilleros. Así que, los turcos dispusieron a 4500 soldados de élite, jenízaros y sipahis Alti-Bölük frente a los 6500 veteranos de los tercios españoles.

Otra cuestión llamativa es el número de tropas regulares o profesionales totales: solo 3000 de los 37 000 combatientes cristianos eran voluntarios, el resto, 34 000 hombres, eran soldados profesionales, mientras que en el caso de los turcos, solo 15 000 hombres, los jenízaros, y los sipahis Alti-Bölük y timariots, podían considerarse como tales –los corsarios berberiscos y levantinos podían ser duros combatientes, pero no eran tropas disciplinadas–. Justamente inferioridad numérica en hombres de guerra y su baja calidad tomadas en conjunto, y no el número de cañones o de barcos, fue el elemento decisivo en la batalla y, como consecuencia, en la victoria cristiana. En una batalla planteada como un choque directo y el abordaje entre naves, serían los hombres y no los barcos o la tecnología militar, los que decidirían la lucha.

Jenízaros, sipahis Alti-Bölük y soldados de los tercios brillarían con luz propia en la batalla. Es cierto que otros contingentes presentes podrían haber reclamado ese título, el de tropas de élite, como los caballeros de Malta o los mejores corsarios berberiscos, sin embargo ninguno de ellos podía medirse con los hombres de los tercios o de las compañías jenízaras. Estas embarcaron en la galera capitana de la armada turca, la Sultana, y en las galeras que se desplegaron junto a ella, de modo que combatirían no sólo en el punto más reñido de la batalla, sino también en el más decisivo. Los 2500 jenízaros: 1700 arcabuceros y 800 arqueros, todos ellos armados además con sables de abordaje, serían pues la punta de lanza del ejército turco en Lepanto.

Para hablar del combate nos centraremos en la participación de los jenízaros. 400 de ellos estaban embarcados en la Sultana, la nave capitana de Alí Pachá que se dirigió directa hacia la Real, la nave capitana de don Juan de Austria. En esta última había embarcados 360 hombres de guerra, la mayoría de ellos eran veteranos de primera clase del tercio de Granada, “los mejores entre los mejores”, en palabras de un contemporáneo, así como tropas del tercio de Cerdeña, y nobles que servían en el séquito de don Juan. Don Lope de Figueroa y don Miguel de Moncada, que mandaban respectivamente los tercios de Granada y Cerdeña, comandaban la tropa.

El combate se inició a la española, esto es, aguardando los artilleros a estar sobre las naves turcas para lanzar su primera descarga a bocajarro; disparando primero tres cañones, acompañados de los tiros de arcabuces y otras armas de fuego; luego, tras una breve pausa que engañaba al enemigo, haciendo fuego con los otros dos cañones y barriendo nuevamente la cubierta enemiga. Los turcos hicieron fuego con sus cañones, dos por galera, pero sus tiros fueron altos y apenas afectaron a los trozos de abordaje que se les echaron encima. Los 360 hombres de guerra, encabezados por don Lope de Figueroa y Miguel de Moncada, barrieron con su fuego las filas jenízaras y se abrieron paso entre ellas a fuerza de medias picas, alabarda, estoque y espada. Dos veces llegaron al palo mayor de la Sultana y dos veces fueron rechazados por los jenízaros que, a base de sable, mosquetazos a bocajarro y tiros de arco, empujaron a los españoles de vuelta a la Real, la cual comenzaron a abordar pese a haber recibido ya el castigo de cinco descargas de artillería cristiana.

jenízaros turcos otomanos Lepanto

Soldados jenízaros. Codex Vindobonensis 8626 (ca. 1575-1599), de Heinrich Hendrowski, conservado en la Biblioteca Nacional de Austria

El mar comenzó a llenarse de cadáveres y heridos, y las cubiertas de las dos naves a relumbrar de fuego y sangre, mientras que un clamor ensordecedor atronaba el aire y las plumas de avestruz de los jenízaros tremolaban como funestos estandartes. Para ese momento, tras más de una hora de combate incesante, ambas naves, entrelazadas entre sí en batalla sin cuartel, iban recibiendo auxilio de las galeras próximas que pasaban a sus respectivas naves capitanas: más y más hombres de guerra. Pero los capitanes turcos, excelentes en la maniobra, iban rodeando por popa a la nave de don Juan de Austria y con ello, lentamente, terminarían por inundarla de soldados turcos.

En ese momento, la llegada de Colonna, que embistió a la Sultana, salvó a la Real, que ya iba a ser abordada por su popa. Auxilio importante, pero no decisivo: Colonna había frenado la primera embestida, pero no la había detenido: otras tres galeras turcas se acercaban también ya a la popa de la Real. Justo en ese momento apareció el otro granadino decisivo en Lepanto: don Álvaro de Bazán. Don Álvaro estaba a cargo de la línea de reserva y acudió en el momento crítico derrotando y apresando a esas tres galeras turcas y pasando a la disminuida tropa que aún se sostenía en la Real, refuerzos suficientes como para que Don Juan encabezara un furioso contraataque en el que resultó herido, pero con el que logró expulsar a los jenízaros de su nave para combatir nuevamente en la Sultana.

Era el tercer sangriento abordaje que ensayaban los españoles, pero los jenízaros rehacían sus filas una y otra vez. Ya no había espacio para más tiros de arco o de arcabuz y eran los sables, las espadas, los estoques, las medias picas y las alabardas las que regían el combate. Este se fue decidiendo paso a paso a base de la ferocidad y disciplina que derrochaban tanto los hispanos como los jenízaros turcos. Entonces, como dijo un participante de la batalla:  “El mar y el fuego eran uno solo”. Al fin, tras cuatro horas de batalla, la línea jenízara se quebró y un soldado cristiano se acercó al almirante turco, Alí Pachá, lo abatió y le cercenó la cabeza llevándosela a don Juan de Austria. La defensa turca se desmoronó y la Sultana quedó en manos españolas junto con el estandarte del profeta: blanco con letras árabes doradas. Pronto, la asistencia de don Álvaro de Bazán a los apurados venecianos y su habilidad para frenar el contraataque de Ulug Pachá, el capitán de los corsarios de Argel, decidieron la batalla en toda la línea.

¿El resultado? Los turcos perdieron unas 200 naves, 63 fueron hundidas durante la batalla y el resto apresadas. El número de bajas humanas sufridas de igual manera por los turcos fue enorme: 30 000 muertos, de ellos, unos 20 000 fueron soldados, esto es el 80% de los hombres de guerra turcos presentes en Lepanto pereció en la batalla. Por su parte, los jenízaros perdieron 2000 de sus 2500 efectivos. Además de esas 30 000 bajas mortales, los turcos perdieron a 12 000 faleotes forzados cristianos que fueron liberados por don Juan y tuvieron 3000 prisioneros. Así que el total de sus bajas, entre muertos, prisioneros y galeotes liberados de sus galeras, asciende a unos 45 000 hombres. Los cristianos tuvieron unos 8000 muertos. De ellos 2000 españoles o italianos al servicio de Felipe II, 800 hombres del papa y más de 5000 venecianos. El número de heridos fue de unos 14 000 y el número de galeras perdidas en combate fue de 16, 4 de las cuales eran de Felipe II. La fuerza turca perdió el 65% de sus naves y la cristiana el 8%; los cristianos perdieron el 21% de sus hombres de guerra frente al ya citado 80% de los turcos.

Puede que la batalla de Lepanto no tuviera resultados decisivos, pero en cuestión de números, fue una victoria completa. Los turcos lo reconocieron sin ambages y llamaron a la jornada “La batalla de la armada derrotada”. En esa victoria, lo más difícil fue superar a los jenízaros. Su disciplina y capacidad de combate se manifestó en las cuatro horas de salvaje batalla que fueron necesarias para quebrar sus líneas.

Bibliografía

  • Claramunt Soto, À. (ed.) Lepanto: La mar roja de sangre. Desperta Ferro. Madrid. 2021
  • Crowley, R. Imperios del Mar. La batalla final por el Mediterráneo 1521-1580. Barcelona. 2018.
  • De Carlos Morales, C. J. “La hacienda real de Castilla y la revolución financiera de los genoveses. 1560-1575”. Chronica Nova 26, 1999, pp. 37-78
  • Murphey, R. Ottoman-Warfare. 1500-1700. Londres.

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