Durante los siglos XVII y XVIII los austriacos y los serbios habían combatido juntos contra los otomanos. Así pues, Serbia llegó a librarse del yugo turco hasta en tres ocasiones gracias a los Habsburgo (de 1686 a 1699, de 1718 a 1739 y de 1789 a 1790). Sin embargo, otras tantas veces Viena optó por devolver Serbia a los otomanos, debido a la necesidad de desplazar sus tropas a otras zonas de conflicto contra Francia o Prusia, siempre dispuestas a desafiar la hegemonía de los Habsburgo. Esta política errática de Austria generó mucha desconfianza entre los serbios. Aunque los Habsburgo acogieron a los refugiados serbios, estos movimientos demográficos causaron un caos de consecuencias aún presentes hoy en día.
Así pues, los historiadores serbios defienden que la presencia de albaneses en Kosovo se remonta a esta época. Además, los serbios que llegaron a Bosnia y Vojvodina no acabaron de integrarse. En estas migraciones forzadas se ha de notar la transición de una concepción feudal de la política, donde los reyes serbios, búlgaros y bizantinos siempre habían tenido como vasallos a multitud de etnias, a una más nacionalista, que reclamaba el territorio en base a la identidad de sus habitantes, lo que traería consecuencias nefastas.
En 1815 se formó por fin el principado serbio, pero la relación con Viena continuó deteriorándose, debido a la ambigua posición de Francisco José en la Guerra de Crimea y a la exclusión de los eslavos del compromiso austro-húngaro. Cuando en 1869, los serbios de Krivosije se negaron a entregar sus armas y enrolarse en el Ejército de la monarquía dual austro-húngara, esta última tuvo que enviar a su marina para transportar 10 000 soldados a este pueblo costero rodeado de montañas. El estado mayor austriaco se percató de la vulnerabilidad de la costa Dálmata, y surgió la idea de ocupar Bosnia para controlar la región.
La oportunidad llegó después de la Guerra Ruso-Turca, y Bosnia y Herzegovina pasaron a ser un protectorado de los Habsburgo. La dinastía gobernante en Serbia en aquel momento eran los Obrenovic, quienes se inclinaron a buscar el apoyo financiero y diplomático de Viena y Budapest, en vista de la preferencia rusa por establecer una Gran Bulgaria y ceder Sarajevo a la monarquía dual. Durante los treinta años que transcurrieron entre 1878 y 1908, el Gobierno austro-húngaro hizo lo que pudo por reducir las tensiones étnicas y religiosas. Los croatas acabaron simpatizando con el nuevo régimen, pues al igual que la dinastía imperial, eran católicos. Pero la situación concerniente a serbios y musulmanes era mucho más complicada. Aunque no todos los que profesaban la fe islámica eran terratenientes, la mayoría de los terratenientes eran mahometanos. Y, de modo opuesto, la inmensa mayoría de los serbobosnios eran siervos. Viena optó por apoyarse en la élite musulmana para no enfurecer a Constantinopla. Además, Budapest no estaba dispuesta a liberar a los siervos, pues esto podría servir de ejemplo a los rumanos y los eslovacos que trabajaban para los magnates húngaros.
No resulta extraño que, cuando en 1903 un grupo de conspiradores asesinaron a los austrófilos Obrenovic y el trono pasó a manos de los rusófilos Karadordevic, los serbios no lamentaran la muerte de sus reyes. Los Habsburgo no tardaron en perder el control de Belgrado, inundada por el capital francés, y se desató un conflicto arancelario conocido como “la guerra del cerdo”, principal exportación serbia al Imperio austro-húngaro. Mientras tanto, Rusia desplazó su atención hacia el Lejano Oriente, donde el Imperio coreano de la dinastía Joseon buscó la protección del zar ante las ansias expansionistas de Japón, que estaba reforzando su marina gracias a la ayuda británica. La derrota rusa y la posterior revolución de 1905 supuso un enorme gasto de recursos humanos y materiales, aunque también aportaría una valiosa experiencia para la Gran Guerra.
No obstante, en julio de 1908 Moscú estaba aún lejos de haberse rearmado. Es en este mes en el que el ministro de Exteriores ruso, Izvolsky, solicitó reunirse con su equivalente austriaco, Aehrenthal. Ambas potencias se encontraban en una situación complicada, pero si llegaban a un acuerdo podían obtenerse resultados prometedores, como los que se esperaban del “plan griego” de los tiempos de Catalina la Grande (una propuesta de partición del Imperio otomano que no cuajó debido a las guerras napoleónicas). El motivo inmediato era la rebelión reformista de los Jóvenes Turcos, que pretendían fortalecer a su nación y convocar elecciones. Aunque Bosnia solo pertenecía nominalmente al Imperio otomano y eran Austria y Hungría quienes ejercían el poder real, unas elecciones convocadas desde Constantinopla hubieran podido hundir la legitimidad de Viena en la zona. El objetivo de Aehrenthal era conseguir la aprobación para anexionarse la provincia antes del cambio de gobierno en el Imperio otomano, y el de Izvolsky conseguir una compensación que implicase una recuperación del prestigio ruso, como el paso de la armada rusa por los estrechos.
Pero no todo el mundo en Viena estaba conforme. El archiduque Francisco Fernando, aún en situación oficial de heredero pero actuando como emperador en funciones, se mostraba muy alarmado ante la propuesta por el riesgo de guerra. Cuando los políticos y militares más influyentes en la capital austriaca le presentaron el plan, se negó repetidamente a aceptarlo, e incluso llamó a su mujer, Sofía Chotek, para que convenciera al resto de hombres reunidos. Este gesto debe destacarse, ya que Sofía era muy apreciada por su esposo, pero nadie en la Corte le mostraba respeto, por pertenecer a la baja nobleza checa. Sofía insistió en que la guerra era algo horrible y no veía motivos para asumir el riesgo. El coronel Brosch le espetó que las mujeres no debían inmiscuirse en decisiones militares, y el archiduque se enfureció con él hasta el punto de que Brosch casi pierde su cargo. Hicieron falta muchas reuniones para que el archiduque aceptara comenzar con las negociaciones, aunque seguía mostrándose reacio.
La crisis de Bosnia y las guerras balcánicas
Los dos ministros de exteriores se reunieron en Buchlau, Moravia, en el mes de septiembre. Además de acordar la anexión de Bosnia y el paso de la armada rusa por los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, prohibido por el Tratado de Berlín, se asumió la independencia de Bulgaria como algo probable. Pero cuando Aehrenthal anunció la anexión el día 16, y en especial cuando tres semanas después Francisco José ordenó la anexión de Bosnia, todas las potencias firmantes del Tratado de Berlín de 1878 protestaron, como por otra parte era previsible. No se pudo hacer nada para evitar la anexión de Bosnia y la independencia de Bulgaria, pero Gran Bretaña exigió que se mantuviese la prohibición del tránsito de la armada rusa por el mar de Mármara. De este modo Nicolás II se quedó con las manos vacías, e Izvolsky, que no había previsto la negativa de Londres ni la furia de la prensa paneslavista, se sintió humillado. El ministro ruso argumentó que él había aceptado el trato solo a condición de que todas las potencias europeas estuviesen de acuerdo, aunque existen dudas sobre la veracidad de sus afirmaciones.
Independientemente de si Izvolsky fue más o menos ingenuo, lo cierto es que Aehrenthal fue muy astuto, pues a la monarquía dual no le convenía que otras potencias como Italia obtuviesen compensaciones en la península balcánica mediante una reforma del Tratado de Berlín.
En cuanto la diplomacia rusa entró en acción, Austria amenazó con revelar documentos sobre los detalles de la negociación, lo que hubiera puesto en evidencia a Izvolsky y a la postura rusa en la región, en la que era más importante el acceso al Mediterráneo que el apoyo a los serbios de Bosnia. De hecho, ya en la Alianza de los Tres Emperadores de 1881 se había previsto la anexión. No obstante, el Imperio austro-húngaro pagaría cara esta astucia. En primer lugar, Italia se alejó de la Triple Alianza en cuanto comprobó la mala fe de Viena, ya que Aehrenthal se negó a abrir una universidad italiana en Trieste. Así que decidió arrebatar Libia al Imperio otomano en 1912. No tardaron en estallar dos guerras balcánicas, la primera para expulsar a los otomanos y la segunda para repartirse los despojos. Serbia salió fortalecida de estas guerras, y aún hubiera salido más reforzada si los austriacos no hubieran impedido que ocupase Albania, lo que hubiera dado una salida al mar al reino eslavo. Viena justificó su posición aduciendo las masacres de albaneses perpetradas por los soldados serbios, y quiso erigirse en defensora de los albaneses (entre los cuales había una importante minoría católica).
Lo cierto es que búlgaros, griegos y hasta el embajador francés en Belgrado se quejaron del exterminio sistemático de hombres, mujeres y niños en la zona. La diplomacia ambigua y esquiva del primer ministro serbio ante los escalofriantes informes que llegaban desde la península balcánica no hacía más que reforzar la opinión de que el gobierno serbio era quien estaba detrás de las matanzas, o que por lo menos era cómplice por omisión. De todos modos, las autoridades civiles serbias eran totalmente inoperantes en aquel momento, debido al poder en la sombra ejercido por la “Mano Negra”, una asociación de los militares que habían asesinado a los Obrenovic.
El káiser alemán calificó la anexión de Bosnia como “hazaña de subteniente”, pero fue el único apoyo de la monarquía dual, y su intervención fue decisiva para evitar una escalada bélica entre el mermado Ejército ruso y el escasamente financiado Ejército austro-húngaro, que además llevaba treinta años sin experimentar más conflictos que una breve incursión de la Marina Imperial en Pekín. Sin embargo, hasta este apoyo acabó siendo perjudicial para la monarquía dual, pues durante la Primera Guerra Mundial esta se vio atada a sus aliados Hohenzollern, que llegaron a amenazar con invadir Austria si el emperador Carlos, sucesor de Francisco José, optaba por la neutralidad, y de esta manera los aliados no tuvieron ningún remordimiento a la hora de desmembrar su imperio.
Es de suponer que Francisco Fernando, que quería revivir la alianza con Rusia y otorgar más peso a los eslavos dentro del imperio, no quisiese emprender más aventuras semejantes, y por eso rechazó hasta en veinticinco ocasiones los planes de invasión de Serbia recomendados por el mariscal Conrad von Hötzdendorf. Aunque el archiduque apreciaba a Conrad por sus esfuerzos en modernizar el ejército y su actitud cordial hacia Sofía, Francisco Fernando se mostró inflexible:
«¿Qué habríamos obtenido de una guerra contra Serbia? Habríamos perdido la vida de hombres jóvenes y gastado dinero mejor invertido en cualquier otra parte. ¿Y que habríamos ganado? Algunos ciruelos y pastos de cabras llenos de mierda, y un puñado de asesinos rebeldes.»
Estas palabras recuerdan a las pronunciadas por Bismarck en 1876 («los Balcanes no valen los huesos de un granadero pomerano») y por el exministro ruso Serguei Witte en 1914 («¡Esta guerra es una locura! Nuestro prestigio en los Balcanes, nuestro ancestral deber de proteger a nuestros hermanos de raza… es una quimera romántica y pasada de moda. ¡Que los serbios reciban el castigo que se merecen!»).
Conrad continuaba en el cargo cuando en 1914, un joven acomplejado llamado Gavrilo Princip, asesinó al archiduque heredero, para evitar que su víctima creara unos “Estados Unidos de la Gran Austria”, idea tomada por Francisco Fernando en su viaje por Norteamérica, que consistía en dar más peso a los pueblos no húngaros, uniendo a los eslavos del sur en torno a Zagreb para contrarrestar la influencia de Belgrado.
Este plan, de haberse llevado a cabo, hubiera sido mucho más desafiante para el irredentismo de la Mano Negra que el belicismo de Conrad, ya que daba la vuelta a los argumentos en favor de la creación de una Yugoslavia dirigida por el rey serbio, y hubiera convertido al ingenioso heredero Habsburgo en un candidato alternativo.
¿Quién fue el culpable de la crisis y la posterior guerra? Si mencionáramos todas las causas, tendríamos que remontarnos a la Prehistoria. Más que culpables malvados, hay imprudencias que, cometidas en cadena, llevan de la noche a la mañana a que estalle un conflicto continental. Se podría criticar a Aehrenthal por sus tretas, como hizo Izvolsky acusándole de mentiroso y añadiendo comentarios antisemitas (el austriaco era de origen judío). Pero Izvolsky tampoco fue transparente, y la rabieta del ruso fue clave para el estallido de la guerra cuando en 1914 estaba destinado como embajador en París. Además, los rusos sobornaron entre 1903 y 1913 a un coronel austriaco, Redl, obteniendo mucha información delicada antes de que los austriacos descubrieran la traición.
Es curioso que los serbios no aceptasen que eran secundarios para la política exterior rusa, ni que el zar comprendiese que Londres, que ya había contribuido a la victoria de Japón en 1905, era quien había frustrado sus ambiciones, y no Austria. Cuando en febrero de 1917 Nicolás II fue depuesto, ni Francia ni Gran Bretaña se lamentaron, celebrando en cambio la sustitución del autócrata por un régimen liberal. La negativa a abrir una universidad italiana en Trieste también fue un fallo de Viena, aunque es comprensible teniendo en cuenta las ambiciones de Roma, que ya le había arrebatado Milán y Venecia, y aún le quitaría el Tirol del Sur y la propia Trieste.
Tal vez los europeos de hoy en día no entendamos aún, como tampoco entendieron los serbios, que en el conflicto de Ucrania no somos más que peones en el tablero de las potencias que nos han desplazado. Y, como debió haber hecho el zar, hemos de valorar adecuadamente quiénes son nuestros verdaderos enemigos y a quién nos beneficiaría tener como aliados. La reconciliación entre Austria, crisol de religiones y lenguas, y el Imperio zarista, paladín de la liberación de los pueblos balcánicos, hubiese sido difícil, pero no imposible. De hecho, si el archiduque no hubiera sido asesinado, la historia podría haber sido distinta. Esperemos que surjan más estadistas de la talla de Francisco Fernando, y que no acaben como él.
Bibliografía
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