Las únicas mujeres que por entonces vestían uniforme en Estados Unidos eran, además de las enfermeras, las diez mil jóvenes que acababan de alistarse en el Women´s Army Auxiliary Corps (Cuerpo auxiliar femenino del Ejército). Creado en mayo de 1942 bajo el lema «Libera a un hombre para el combate», buscaba voluntarias dispuestas a ocupar puestos en el Ejército como no combatientes. Se organizaron en compañías distribuidas entre las Fuerzas Aéreas del Ejército, las Fuerzas Terrestres del Ejército y los Servicios de Suministro. Su abanico de ocupaciones, que se iría ampliando con el tiempo, iba desde las análogas a las que desempeñaban en la vida civil –mecanógrafas, taquígrafas, archiveras, telefonistas, operadoras de radio o conductoras– a otras mucho más especializadas, de carácter propiamente militar, como analistas de fotografías aéreas, operadoras de torres de control, plegadoras de paracaídas o especialistas en el mantenimiento de miras de bombardeo.
Marshall decidió ir un paso más allá. Por los informes que le llegaban del Reino Unido, sabía que desde 1941 los británicos empleaban con gran éxito unidades mixtas de artillería antiaérea que incorporaban un gran número de mujeres –incluida Mary, la hija de Winston Churchill– para proteger su territorio nacional de las mortíferas incursiones de la Luftwaffe. Aunque se trataba de unidades que podían sufrir bajas en combate, como de hecho ocurrió, el riesgo al que sus integrantes estaban expuestas no dejaba de ser limitado, y por tanto, asumible para la sociedad británica. Marshall pretendía comprobar si esta idea podía exportarse a los Estados Unidos. Para ello ordenó la creación en el seno de la 36.ª Brigada de Artillería Antiaérea de Costa, establecida en Washington D.C., de dos baterías experimentales mixtas en las que las mujeres debían constituir al menos el 55 % de las plantillas.
La incorporación de la mujer en unidades de combate
Para la prueba se seleccionaron 21 oficiales y 374 alistadas pertenecientes a dos compañías técnicas y una de operaciones del WAAC entre las que habían obtenido una puntuación más alta en los test de inteligencia (Army General Classification Test, mejor conocidos por su acrónimo AGCT) que se hacían a todos los que se incorporaban al Ejército para tratar de asignarlos a aquellos puestos que mejor se adaptaban a sus capacidades. Entre mediados de diciembre de 1942 y mediados de abril del año siguiente se formaron en casi todas las tareas propias de una batería de artillería antiaérea. Además de servir en las planas mayores, aprendieron a manejar los aparatos de radar y las direcciones de tiro de los cañones de 90 milímetros que permitían fijar los blancos, seguirlos, predecir su curso y transmitir eléctricamente a las piezas de artillería los datos necesarios para apuntarlas en la dirección y a la altura requeridas. También se las instruyó en el manejo de los reflectores que recorrían con sus haces de luz el cielo nocturno buscando posibles blancos. Incluso pudieron actuar en contadas ocasiones como sirvientes de los cañones para experimentar de primera mano como eran atacados los blancos que ellas habían localizado previamente. Sin embargo, había una tarea que –al igual que a sus homólogas británicas– les estaba absolutamente vedada: disparar los cañones. Matar era un asunto exclusivamente masculino y las mujeres no debían entrenarse siquiera para hacerlo. De hecho, tampoco recibieron la instrucción con armas portátiles que sí realizaban sus compañeros varones. Se consideró esencial mantener esta ficción aunque era evidente que derribar un avión era el producto del trabajo en equipo de toda la batería, mujeres incluidas.
Dado el estrecho contacto entre hombres y mujeres, se puso especial cuidado en evitar cualquier atentado contra la moral de la época: cada sexo tenía sus propios alojamientos y la convivencia se limitaba estrictamente al periodo de entrenamiento, procurando no enviar mujeres solas a posiciones aisladas o lugares donde pudieran ser observadas por personal civil que pudiese escandalizarse. Todos los temores resultaron infundados. Siempre prevaleció un clima de camaradería caracterizado por «el entendimiento y el respeto mutuo».
El coronel Timberlake, máximo responsable del experimento, quedó entusiasmado con los resultados obtenidos: «todo el personal del WAAC mostró una enorme devoción al deber, disposición y capacidad para asimilar y comprender la información técnica relativa a los problemas de mantenimiento y manejo táctico de toda clase de equipamiento». Las consideró «superiores a los hombres en todas las funciones que impliquen delicadeza empleando destrezas manuales» o realizando «tareas repetitivas rutinarias». De hecho, aprendieron con mayor rapidez que sus compañeros varones, muchos de ellos soldados «de servicio limitado» (una categoría eliminada en agosto de 1943 que incluía a todos los que tuvieran algún defecto físico por leve que fuese), por lo que recomendó acortar en el futuro su periodo de entrenamiento. Consideró incluso que mujeres con peor puntuación en los AGCT podrían haber rendido igual de bien sin caer en el aburrimiento que mostraron algunas de las seleccionadas mejor clasificadas. Había quedado «demostrada de manera concluyente la viabilidad» de emplear mujeres en la artillería antiaérea, hasta tal punto que el general Lewis, superior de Timberlake, pidió permiso para incorporar a sus unidades unas 2.400 entre oficiales y alistadas.
Marshall se encontraba en una encrucijada. Si accedía a la petición de Lewis, sería inevitable que se supiese que se estaban integrando mujeres en unidades mixtas de combate. Y ese era un lujo que no podía permitirse en la primavera de 1943. Llevaba un tiempo decidido a ampliar el papel de las mujeres en el Ejército y pretendía que el congreso aceptase convertir el WAAC en un cuerpo de carácter plenamente militar y permitir que sus miembros sirviesen fuera de los Estados Unidos. Si quería vencer la resistencia del sector más conservador de la sociedad americana debía lograr que viera la incorporación de las mujeres a la vida militar como una extensión de sus labores en el hogar, las oficinas o las industrias de guerra. Era imprescindible no mezclarlas con los hombres ni destinarlas a unidades de combate.
A pesar de que había sido todo un éxito rotundo, Marshall decidió dar carpetazo el experimento antes de que se supiese que se había llevado a cabo. No quería que se convirtiese en un obstáculo para sus aspiraciones. Sin duda compartía la opinión del general Reynolds, uno de sus subordinados: «No creo que la política nacional o la opinión pública estén todavía preparadas para aceptar el empleo de mujeres en unidades de combate». La jugada le salió redonda: en junio el congreso accedió a todas sus demandas aprobando la creación del Women´s Army Corps en el que acabarían integrándose más de 150 000 voluntarias durante la guerra.
Como consecuencia de su decisión, el personal femenino fue trasladado a otros destinos menos sensibles y toda la documentación archivada a la espera de tiempos mejores. Tendrían que pasar veinticinco años para que la información relativa al experimento fuese desclasificada y setenta años, hasta 2013, para que las mujeres pudiesen incorporarse a cualquier unidad de combate de las Fuerzas Armadas estadounidenses.
En circunstancias más difíciles, otros países –con la Unión Soviética a la cabeza– se vieron obligados a olvidar sus escrúpulos morales y echar mano de todos los recursos humanos a su disposición, incluidas las mujeres. Sin embargo, cuando llegó la paz, éstas volvieron a ocupar sus roles tradicionales en la sociedad de la época y su contribución al esfuerzo bélico de sus respectivos países cayó en el olvido.
Bibliografía
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