Bernal tuvo reparación: estando Cortés en Sevilla, ya enfermo, le llegó la noticia de que su hija se había casado en México, lo que sirvió para empeorarlo todavía más. Por otra parte, el matrimonio de otra hija con el primogénito del marqués de Astorga se vino abajo, asunto que también le ocasionó sinsabores notorios.
Pero, ¿qué hacía Hernán Cortés en Sevilla en fechas tales como 1547? Podemos suponer que dos cosas: esperar el arribo de su hija y embarcar a México, a su casa, y junto a su esposa. Ya atisbaba que los tiempos se le escapaban y que era momento de ir pensando en despedirse.
No pudo ser, y el fin le llegó el día 2. Corría 1547, Cortés tenía sesenta y dos años, y por aquel entonces se había domiciliado en Castilleja de la Cuesta, muy próxima a Sevilla, de donde había salido para evitar, parece querer decir Gómara, los muchos admiradores y los demasiados preguntones.
Allí, pergeñó su testamento. Quedaba pendiente la residencia, pospuesta un día y otro también, y permanecía sin contestar el príncipe Felipe, que nunca quiso meter las manos donde las había hundido su padre el emperador. Terminaba una existencia frenética, de conquistas, descubiertas y empresas comerciales, y la última, lo de Argel. Demasiada pluma, escribiría algún cronista, y qué poco seso.
¿Y en medio? ¿Qué había hecho Cortés en Valladolid y después en Madrid, antes de decidirse por Sevilla? Dejarse ver por el autor del Democrates alter, Ginés de Sepúlveda, que con tal revelación confirma de manera contundente la presencia del marqués en Valladolid el año 1542.
Hace pocos días, paseándome yo con mis amigos en el palacio del príncipe Felipe, pasó por allí casualmente Hernán Cortés, marqués del Valle[1].
Fernando Cortés andaría, quizá, queriendo ver al rey porque su generación, la de los conquistadores de la primera mitad de siglo, y la de los políticos, intelectuales, soldados y eclesiásticos se acababa, y Cortés era de los últimos.
Paseaba y, además mantenía en su casa una tertulia, una academia dicen algunos, con miembros realmente excepcionales. Primero en Valladolid, donde Sepúlveda asistió[2] a una de aquellas reuniones y, más tarde, en Madrid. Aquella asamblea bien pudo ser de las primeras que se congregaron en España[3] bajo espíritu renacentista y de influjo italiano.
Esta academia se reunía habitualmente y guardaba unas normas severas, pues el último en llegar tenía el derecho de proponer a los demás el tema de debate.
Había, además, un secretario, y no cualquiera, que sobre levantar acta de lo expuesto, se valió de tales dichos para vestir unos diálogos con sutiles tintes renacentistas. Fue Pedro de Navarra[4]. Tales asambleas servían para calentar, es un decir, las ideas a los autores, tal como Navarra confiesa en el prólogo dedicado a Francisco de Eraso, también presente.
Por tanto, se podría concluir que los diálogos renacentistas son, en alguna medida, reproducciones de situaciones auténticas, con lo que la imitatio adquiere una nueva dimensión. En efecto, el diálogo, en oposición al discurso[5], al tratado, al comentario o a la tesis, guarda elementos atenuados en virtud de su intención didáctica. Sin embargo, la presencia de un secretario traza un giro, dejando a la vista el interior de los grupos donde esa figura existió. Cabe una pregunta: ¿surgió el Democrates, o sus líneas principales, en la tertulia cortesiana?
Volvamos a Pedro de Navarra[6]. Tuvo este una vida compleja ya desde el nacimiento, pues era hijo natural del rey Juan III y de una aldeana de Estella. El mismo rey, que engendró doce hijos en su esposa legítima, Catalina de Foix, lo era en virtud del matrimonio, pues originariamente fue conde de Perigord y vizconde de Limoges. Vencido por el duque de Alba en 1512, con escasa resistencia navarra, dado que una parte importante de la aristocracia era beaumontesa, es decir, favorable a la integración en la corona de Castilla, Juan III se refugió en el Bearn, donde finalmente la saga familiar se unió a la dinastía francesa.
Pedro de Navarra, como buena parte de la nobleza, optó por Castilla, y como hijo natural, resolvió consagrarse como fraile benedictino, asentándose en Valladolid, donde Carlos el Emperador tenía la corte. Obtuvo en 1561 el obispado de Comminges, que se extendía aproximadamente desde la raya española hasta Muret ―lugar de mal recuerdo para aragoneses―, y asistiendo dos años después a Trento.
Ahora bien, en la academia había que tener cuidado con los argumentos[7], dados los tiempos que corrían y por mucha camaradería que hubiera entre los tertulianos: andaba Lutero predicando sus teorías y las luchas religiosas estaban en momentos álgidos. Vista la cuantía de sus obras (doscientas, afirma y repite Ignacio de Asso), Pedro de Navarra frecuentó con ahínco la academia, y sus actas iban a ser la columna vertebral de la labor, como debió ocurrir en los casos de Alfonso de Valdés, Diálogo de las cosas ocurridas en Roma y Juan de Valdés, Diálogo de la lengua. Navarra también recorrió el curso de la diferencia entre lengua escrita y lengua hablada, pero sin caer en el precioso error de Valdés: no se habla como se escribe, obviamente, por más que lo que don Juan pretendía era desterrar el argumento hinchado.
Por otra parte, Navarra era clérigo, y le tocaban más los temas trascendentes, por eso elaboró unos Diálogos de la eternidad del ánima, pero sin andarse iluminando recovecos ni admitiendo sinuosidades.
Una de sus obras principales se titula Diálogos de la diferencia que ay de la vida rustica a la noble, y hemos dicho que en Pedro de Navarra hay poca originalidad, pues resuena con plenitud el eco del fray Antonio de Guevara joven, todavía no el que escribiera, pasadas las mieles del retiro, el Relox de príncipes.
Lo que tampoco tiene Navarra serán los item que Pedro de Rhúa, lector en Soria, le dedicó[8], iba a decir le estampó a Guevara y que, perdóneseme, me parecen de las mejores piezas de aquellos días, aunque nada más sea por esa intrincada erudición y ese afán de molestar desde la humildad.
Además de los citados, ¿quiénes frecuentaban la academia cortesiana? Por lo que sabemos, la nómina era fluctuante, unas veces asistía Sepúlveda y otras Eraso, pero quizá los más asiduos eran el nuncio Giovanni Poggio, el arzobispo de Cagliari, fray Domenico Pastorello, el vicario de los reformados fray Domingo del Pico, Juan de Zúñiga, comendador mayor de Castilla, el marqués de Falces, Antonio de Peralta, el capitán Juan de Beaumont y el historiador Francisco de Cervantes Salazar.
Personajes todos encumbrados y, en aquellos momentos, la flor y nata de los que entraban y salían de la corte. Además, por supuesto, de Francisco de Gómara, clérigo también y capellán de Cortés, el sempiterno testigo/secretario, al menos desde 1542. De su mano tenemos el apunte, ya traído, acerca de la llegada de Cortés a Castilleja. Entre tanto, se queda absorto con sus letras, pues publica en 1552 la primera parte de la Historia General de las Indias, esto es, la Hispania victrix.
Si estudiamos la nómina presentada, bien vale un repaso de los presentes. Así, podemos empezar por el nuncio apostólico, Giovanni Poggio, creado cardenal en 1551, que había estado presente en 1540 en el coloquio de Ratisbona, donde se intentó afianzar la unidad del Sacro Imperio. Tal paso fue, de alguna manera, anticipo a lo que después se debatiría en Trento cinco años después, lugar donde intervino otro español, un adnamantino raquítico llamado Diego Laínez, segundo general jesuítico.
Otro de los presentes era fray Domenico Pastorello[9], que fue monje franciscano y sacerdote adscrito al séquito de Baldassare Castiglione, autor del famoso Il cortesano, cuando este era nuncio del emperador hacia 1524.
La academia también contaba con el vicario de los franciscanos conventuales reformados o claustrales, fray Domingo del Pico, aragonés y famoso predicador, que pudo haber sido dueño de la conciencia del emperador, o sea, su confesor en Flandes, pero dada su avanzada edad no lo acompañó.
Era visitante habitual el comendador mayor de Castilla, Juan de Zúñiga Avellaneda, padre de Luis de Requesens, quien sustituyó al duque de Alba en Flandes. A pesar de haber recibido la tonsura, Zúñiga se casó con Estefanía de Requesens, nombrándolo el emperador en Gante, el 7 de enero de 1522, capitán de caballería y, posteriormente, en Burgos, en julio de 1524, capitán de la Guardia Real. Siendo preceptor del príncipe Felipe seguramente conoció a Sepúlveda, dado que ambos, junto con otros intelectuales del momento, tenían la obligación de formar al futuro sucesor.
El político y diplomático Juan de Vega, también presente en las reuniones en casa de Cortés, presenta perfiles políticos harto más complejos, pues perteneció al sector ebolista[10], favorable por tanto a Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, y abiertamente enfrentado al capítulo encabezado por el duque de Alba. Después, ya embajador[11] en Roma en 1543, conoció a San Ignacio de Loyola, con el que le unió una amistad y una admiración extraordinarias. Como presidente del Consejo de Castilla (1557-1558) activó la construcción de varios colegios de la Compañía y siempre mantuvo una fuerte enemistad con el inquisidor general Valdés.
Otro de los presentes en la casa de Cortés era el marqués de Falces, don Antonio de Peralta que, tras diversas vicisitudes y cambios de lealtad, se atuvo al perdón del rey Carlos en la primavera de 1524.
También es digno de una mirada Juan de Beaumont, otro más de los nobles navarros afectos al emperador, del que fue gentilhombre, que luchó como capitán en la batalla de Villalar y participó en la ofensiva contra los franceses de 1522. Combatió también en Italia, donde se distinguió en el frente, pero sin olvidarse de enviar noticias acerca de las tropas turcas en Hungría en fechas anteriores a la batalla de Mohacs. Beaumont también estuvo en el sitio de Viena y en 1535 en Túnez, donde cabe la posibilidad de que entablara amistad con Cortés. Posteriormente, Juan de Beaumont fue virrey y capitán general de Navarra. Se trataba de un vínculo entre soldados, pero con gente experimentada y que había visto mundo.
Otro de los tertulianos, el último que presentaremos, Francisco Cervantes de Salazar, toledano[12], había nacido hacia la segunda década del siglo XVI, y fue autor de la Crónica de la Nueva España, por más que no fue testigo de vista, aunque viajó posteriormente a las Indias, seguramente en torno a 1550, con seguridad por instigación de Cortés, ya fallecido, y quizá a fin y efecto de emplearse en la recién fundada universidad de México. A su llegada, el segundo marqués, don Martín, le brindó trato más que deferente, escribiendo una epístola nuncupatoria que colocó en el principio de su continuación del Diálogo de la dignidad del hombre de Pérez de Oliva que, por cierto, aumentó sobremanera. Allí elevaba a Cortés por encima de Alejandro Magno y de César, en razón de su capacidad militar, de su prudencia y, principalmente, por haber llevado el cristianismo a tierras desconocidas.
*
Para cerrar, convendrá decir que la academia de Hernán Cortés presentó un elenco de personajes relevantes con predominancia de políticos, eclesiásticos y militares. Podemos creer que, a través de los diálogos que posteriormente escribió Pedro de Navarra, los temas tratados serían en su mayoría teológicos y, naturalmente, dentro de la más estricta ortodoxia católica. La presencia del marqués comportaba aires diferentes, donde no iban a faltar anécdotas e impresiones de sus vicisitudes por un nuevo mundo prácticamente desconocido. Tratar a un hombre que había conocido e intimado con la realeza mexicana, que había vivido momentos magníficos y también desastres aparatosos, podía ser, desde luego, un lucimiento más que notable.
Bibliografía
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Notas
[1] Ginés de Sepúlveda, Democrates alter, p. 31.
[2] Sepúlveda, De hispanorum gestis, libro V, núm. XIII.
[3] David Martínez Muriana, Reflexión social y política en las academias españolas del siglo XVII. Dos academias aragonesas. Tesis doctoral, UCM, 2006, p. 40.
[4] Gregorio Cabello Porras, “Pedro de Navarra: revisión de un humanista. Bibliografía repertoriada del siglo XVIII”, Lectura y signo, 6, 2011, pp. 101 et deinde.
[5] Véase Jesús Gómez, El diálogo en el Renacimiento español, Cátedra, Madrid, 1988, pág. 194.
[6] J. Goñi Gaztambide, “Pedro Labrit de Navarra, obispo de Comminges. Su vida y sus obras (c. 1504-1567)”, en Príncipe de Viana, 51, 1990, pp., 559-595.
[7] Asunto que apunta muy acertadamente Cabello Porras en su trabajo ya citado: cualquier discusión en términos religiosos, tema central en algunos de los diálogos de Pedro de Navarra, supuestamente quedaba excluida, tanto desde la ortodoxia como desde la heterodoxia, p. 117.
[8] Las cartas de Rhúa fueron editadas en Burgos en 1549 por Juan de Junta y están recogidas en Epistolario español, tomo I, edición de Eugenio de Ochoa, BAE, Atlas, Madrid, 1945. Interesante el hecho de que los académicos de la RAE consideraran importante incluir a Rhúa en el Diccionario de Autoridades.
[9] Hierarchia Catholica, Regensberger, Bonn, 1923, vol. 3, p. 104.
[10] José Martínez Millán, “Grupos de poder en la corte durante el reinado de Felipe II: la facción ebolista 1554-1573, en Instituciones y élites de poder en la monarquía hispana durante el siglo XVI”, UAM, 1992, págs., 137-198. Volumen coordinado por José Martínez Millán.
[11] Miguel Lasso de la Vega y López de Tejada, Juan de Vega: embajador de Carlos V en Roma, 1543-47, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1946.
[12] Nicolás Antonio, con su gracejo característico, escribió al respecto: nescto quis, aut unde oriundas. Sin embargo, don Joaquín García Icazbalceta en su México en 1554. Tres diálogos latinos que Francisco Cervantes de Salazar escribió e imprimió en México dicho año, México, 1875, deja bien sentada en la primera página de su libro el origen del humanista. De todas formas, en el arranque de la epístola a Cortés, se lee sin menoscabo alguno: Franciscus Cervantes Salazarus Toletanus, Bonarum Artium Candidatus… Sobre Cervantes de Salazar cabe leer la tesis doctoral de Víctor Manuel Sanchis Amat, Francisco Cervantes de Salazar (1518-1575) y la patria del conocimiento: la soledad del humanista en la ciudad de México, Universidad de Alicante, 2012.
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