En dicho informe se detallaba el hallazgo y análisis de la fossa bestiaria, es decir, la zona bajo la arena destinada a la logística de los juegos, donde aguardaban gladiadores y bestias antes de cumplir su sangriento cometido para solaz de los espectadores. En principio, los materiales recuperados no llaman la atención: cientos de fragmentos de cerámica común y de lucernas, un par de amuletos y varios elementos de panoplia muy deteriorados, entre los que destaca un posible fragmento de un casco. Sin embargo, junto a este material tan prosaico, los arqueólogos encontraron una caja de plomo bien conservada, enterrada junto a uno de los muros de la fossa en un nivel que podríamos datar a finales del siglo II d. C., y que contenía algunos restos óseos y una laminilla con una inscripción incisa, también de plomo. Ha sido el análisis de estos elementos el que amenaza con provocar un terremoto entre paleontólogos e historiadores, aunque los arqueólogos cartageneros llaman a la prudencia, asustados sin duda por el impacto de un descubrimiento asombroso… y aterrador.
Unos desconcertantes restos óseos
Un rápido y primer análisis de los restos óseos encontrados en la caja de plomo indicaron que se trataba de huesos de algún o algunos animales, que los investigadores pensaron asociados quizás a algún ritual de nigromancia, pero sin que se pudiera determinar a qué especie pertenecían. Un examen más atento en el laboratorio reveló que se trataba de un fragmento de maxilar, dientes aislados, vértebras caudales, fragmentos de costillas y una falange pedal, pero ninguno de los miembros del equipo pudo determinar todavía a qué animal podían corresponder, aunque se barajó algún tipo de gran reptil, como un cocodrilo. Los restos se enviaron entonces al equipo de paleozoología de la Universidad de Arkham, dirigido por el reputado profesor George Longserra, que cofinancia las excavaciones del anfiteatro de Cartagena, para un detallado examen morfológico: en contra de cualquier sentido común o consenso científico, los restos, especialmente la característica segunda falange ungueal pedal, parecen corresponder a una especie de dinosaurio, un dromeosaurio probablemente emparentado con el Achillobator giganticus o con el Utharaptor, que vivió en Asia hacia finales del Cretácico, hace unos ochenta millones de años. Este dinosaurio medía cinco metros de largo y con sus más de trescientos kilos de peso, era tan grande como un oso grizzli. Sus fósiles han aparecido de manera abundante en los yacimientos que el profesor Longserra excava en el desierto de Gobi. Los huesos encontrados en Cartagena parecen incluso algo mayores que los hallados en Mongolia, y por su estado no fosilizado correspondería a la época de la deposición, en el siglo II d. C.…¡millones de años después de la supuesta extinción de esta especie!
Aunque autores como Adrienne Mayor —autora de obras de referencia sobre ciencia en la Antigüedad como Fuego griego, flechas envenenadas y escorpiones o Dioses y robots— habían ya apuntado que en el hallazgo de ciertos fósiles podría estar el germen para la invención de algunos animales míticos, esta intuición parece quedarse corta ante lo hallado en Cartagena. Estos restos demostraría que, al menos hasta época romana, quedarían ciertas poblaciones aisladas de animales descendientes directos de los dinosaurios, lo que explicaría la existencia y transmisión de leyendas que hablan de tales criaturas. Así podríamos interpretar iconografía hasta ahora desconcertante, como el enorme cráneo representado en una crátera de columnas de tipo corintio datada alrededor de 550 a.C. y conservada en el Museum of Fine Arts de Boston. En el registro superior del vaso, un hombre y una mujer, acaso tal vez Heracles y Hesíone, se enfrentan a un monstruo, acaso el dragón marino enviado por Poseidón para matar a la muchacha; la calavera con que el artista corintio pintó al monstruo bien parece haberse inspirado en un cráneo fósil. La representación de animales míticos tan abundante en el arte escita, con grifos crestados de aspecto ornitomorfo, y en algunas representaciones chinas, también encaja con la observación de animales similares a aquel cuyos restos han aparecido en Cartagena. En este sentido, el artículo publicado en The Journal of Elder Things llama la atención sobre el ajuar encontrado en la tumba de una princesa escita en un kurgan en Pazyryk, en el macizo de Altai (Rusia), que incluía un amuleto hecho con un diente y hasta la fecha identificado como el colmillo de un cocodrilo, pero que el gabinete del profesor Longserra está analizando de nuevo, dada su cercanía morfológica a los dientes encontrados en Cartagena.
¡Yo te maldigo!
Casi tan desconcertante como los restos óseos ha sido la lectura de la laminilla de plomo que la acompañaba. Escrita en latín, no sería más que una más de las innumerables tabellae defixionum —tablillas de maldición— que conocemos a lo largo y ancho del mundo romano, que servían para maldecir a los enemigos y pedir la ayuda de las potencias del inframundo, si no fuese por su contenido. Y es que, el texto de la tablilla recoge, además de una maldición —con una fórmula muy similar a la de otra tablilla encontrada en Itálica y datada en la primera mitad del siglo II d. C.—, una historia increíble, que suena más a mito que a realidad, la de un muchacho y su “grifo”. Según el texto, el patrocinador de unos juegos circenses en Cartago Nova habría conseguido traer desde Serica —denominación de la zona norte de China en los geógrafos grecorromanos— a lo que se consideró como un “grifo”, uno de los últimos de su especie, junto con su cuidador, un muchacho de origen escita. Según la tablilla, la promesa del patrocinador de simplemente exhibir al “grifo” junto con una recua de caballos —probablemente para que los devorase, dado que se consideraba que los equinos eran la dieta habitual de los “grifos”— fue quebrada, y el espectáculo acabó con la muerte del animal. Podemos inferir que la bestia debía estar asustada, y claramente no fue una buena idea exhibirlo: el griterío ensordecedor de los miles de espectadores, los caballos, su presa natural, pifiando a su alcance… probablemente intentara huir o atacar al público. Era un animal muy grande, con una potente capacidad de salto, estresado y puede que hambriento. La cosa no acabó bien y el “grifo” debió acabar apiolado, quizás tras haber destripado a un buen número de personas, como demuestran algunas marcas en los restos óseos de Cartago Nova, que se han identificado tentativamente como impactos producidos por puntas de flecha o de lanza.
No tuvo que ser una muerte bonita, delante de su horrorizado cuidador, que vio como todas las promesas de seguridad se desvanecían delante de sus ojos y acaso vio la última mirada de dolor y desconcierto en los ojos del animal. El cadáver del “grifo” debió ser descuartizado y sus restos empleados para la elaboración de ungüentos y remedios, con sus huesos probablemente recogidos como reliquias —sabemos que con las garras de los “grifos” se elaboraban copas (Alberto magno, De animalibus 23.46)—. Solo unos pocos huesos pudieron ser recuperados por el compungido muchacho escita, su amigo, que los enterró en la fossa bestiaria dentro de ese arcón de plomo que ahora la Arqueología ha recuperado. Su venganza quedaría encomendada a la diosa Némesis, tal y como recoge la fórmula de la defixio, la maldición:
DIS·FURIAE·NEMESIS
ULTIONEM VOBIS DEMANDO UT PERSEQUEMINI IL[lis]
QUICUMQ ARENIS·MEUM·CARISSIMUM·
UISSIME DECOLLAVERUNT·DI·INFERUM·EIS OCU[los]
VACUATE VISCERA PUTRITE BALINEIS AQUAM B[iba]T
[Plutón, Furias, Némesis, os pido venganza para que persigáis a aquellos quienesquiera en la arena degollaron impíamente a mi querido grifo. Dioses del inframundo vaciad sus ojos, pudrid sus tripas, haced que beban agua de las termas]
Hic sunt dracones
Pero, ¿qué animal era en realidad aquello que se exhibió en el anfiteatro de Cartago Nova? La bestia, en realidad, no debía de parecerse del todo a los grifos que los romanos habían imaginado o los que pueblan nuestro imaginario colectivo, aunque estaba clara la idea: una estilizada cabeza con una fuerte mandíbula, rodeada de una melena de plumas, los brazos cubiertos de plumas en una especie de alas atrofiadas. De hecho, si rastreamos las fuentes grecorromanas, afirman los investigadores en el artículo de The Journal of Elder Things, hay pistas sobre las criaturas que la Antigüedad entendió como grifos. Así, Apolonio de Tiana (Filóstrato, Vida de Apolonio, III.48) afirmó que los grifos no tenían realmente alas, sino algo parecido y atrofiado que solo les permitía planear cortas distancias. También Plinio habla de ellos como aves (Historia Natural, VII. 10) y omite la parte mamífera. Los autores tardíos apenas nos dan información sobre los grifos, salvo, precisamente su procedencia asiática y su dieta a base de caballos, y que eran ovíparos y no vivíparos, como afirmaba Claudio Eliano (Historia de los animales, IV.27), que también habla de que se capturaban sus crías. De hecho, se achacó la migración ávara que llegó a Europa oriental en el siglo VI d.C. al empuje de otras tribus centroasiáticas que huían de una plaga de grifos, que devoraban por igual caballos y seres humanos. Acaso una población residual de terópodos, desesperada por el frío —sabemos por los registros paleoclimáticos que hubo un acusado descenso de las temperaturas en la zona—, se habría atrevido a acercarse a los humanos, con nefastas consecuencias, en último lugar, para su propia supervivencia.
Incluso en la Edad Media, en el Exordium Magnum (Patrologia Latina, 185), se habla de un demonio parecido a un grifo, al que se compara con los avestruces, siguiendo quizás la tradición latina, y Tomás de Cantimpré (Liber de natura rerum, 5.52) y Alberto Magno (De animalibus, 23.46), en el siglo XIII, hablan de “uñas enormes y armadas”, que parecen hacer alusión a la característica uña del Achillobator, que comparte con parientes como el Velociraptor o el Deinonychus. Marco Polo, (Libro de las maravillas, II) también afirma haber visto grifos, y se sorprende de que “no están hechos en modo alguno como nuestras gentes de aquí lo creen o como los hacemos representar”, sino que “solo tenían dos patas como los pájaros”. El Hic sunt dracones —“aquí hay dragones”— tan presente cuando se marca una terra incognita en los mapamundis medievales y de la primera Edad Moderna, podría acaso no ser solo fruto de la imaginación desbordada de copistas y geógrafos, sino ser una reminiscencia de esos “grifos” que todavía pervivían en la Tardoantigüedad. En cambio, ya en el siglo XV comienza a dudarse de su existencia —véase por ejemplo a Cándido Decembrio (Libro de los animales, f. 91v-92r)— por lo que estas noticias medievales bien podrían venir de las tradiciones latinas de un animal que apenas llevaría extinguido unos pocos siglos.
Las excavaciones de Cartagena cuestionan ahora ese escepticismo, y dos mil años más tarde el gesto de cariño de un muchacho a su mascota, a su “grifo”, ha puesto en tela de juicio nuestras ideas sobre la extinción de los dinosaurios, abriendo nuevas incógnitas que solo serán despejadas con el avance de los estudios paleontológicos y un análisis más minucioso de los restos hallados en esa humilde caja de plomo. Pero el triste final del “grifo” también cuestiona la relación entre humanidad y naturaleza, y nos interpela sobre la explotación de la misma y sobre el propio fin de la vida en la Tierra a la que puede conducirnos nuestro desmedido orgullo. Una advertencia que acaso deberían tener en cuenta los investigadores de la Universidad de Arkham que están analizando los restos genómicos que podrían encontrarse en algunos de los huesos recuperados en Cartagena, so pena que la ira de Némesis invocada por aquel muchacho escita nos acabe alcanzando.
Bibliografía
- Mayor, A. (2002): El secreto de las ánforas: lo que los griegos y los romanos sabían de la prehistoria. Madrid: Grijalbo.
- Longserra, G. (en prensa): “The genomics of Theropoda unveiled”, Palaeozoology Papers, Arkham University Press.
- Viruta, J. J. (2024): “On the zoological remains found on Carthago Nova’s amphitheatre: a Cretacic gripphin in Roman times?”, The Journal of Elder Things, University of R’lyeh.
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