Esta puerta, a la vez marítima y fluvial, estuvo controlada desde la Edad del Cobre hasta época tartésica por un asentamiento que llegó a su fase romana con el nombre de Caura. Aunque cuenta con algún resto neolítico, en este punto el primer poblamiento estable y con cierta continuidad se inicia en la segunda mitad del III milenio a.C. En ese momento, la población se asentó en los cerros de Cantalobos y de San Juan, ambos rodeados hoy por el casco urbano de Coria (fig. 1).
A comienzos del II milenio a.C. el lugar queda deshabitado durante una o dos generaciones. Fue la consecuencia directa del denominado Evento Climático 4.2 ka cal BP, que trajo consigo una larga época de extrema aridez. A pesar de esta situación, el hecho de que el enclave dominara el viejo final del río supuso una ventaja sobre otras muchas comunidades locales, lo que le permitió reinaugurar el poblamiento en el Bronce Antiguo. Este momento representó también una implantación relativamente floreciente pero poco duradera. Durante él el asentamiento estuvo en contacto por vía marítima con territorios muy lejanos, fruto de lo cual fue la importación de cerámica oriental de origen siropalestino (fig. 2). Sin embargo, la crisis climática acabó también con esta ocupación, como hizo igualmente con la Cultura del Argar. Este hecho despobló de nuevo el sitio hasta el siglo IX a.C., cuando se instala sobre el Cerro de San Juan una comunidad fenicia interesada en el control de la embocadura del Guadalquivir. Estos hiatos implicaron las correspondientes sustituciones démicas, hecho reflejado en los fuertes cambios culturales contrastables entre unas épocas y otras en el registro arqueológico del propio asentamiento.
Gracias a la Fundación Palarq, el estudio de este importante sitio va a experimentar un incremento significativo de los datos cronológicos necesarios para conocer mejor el origen del urbanismo en la zona, ya que ese nuevo estilo de vida supuso la introducción en Occidente en general, y en el oeste andaluz en particular, de la ciudad como modelo económico, social y político. En su sentido estrictamente etimológico, representó el comienzo de la vida civilizada.
La época tartésica de la ciudad se desarrolló a lo largo de al menos tres siglos, desde mediados del IX hasta el año 570 a.C. aproximadamente. Aunque el protagonismo de la fundación protohistórica lo tuvo la colonización fenicia -en realidad la causante del origen de Tartessos-, pronto acudieron al territorio otros grupos humanos vinculados a las tradiciones atlánticas del final de la Edad del Bronce. Por eso la sociedad resultante puede considerarse un mundo dual desde el punto de vista genético. Sin embargo, esas dos comunidades no llegaron nunca a conformar una cultura híbrida. Vivieron juntas, pero no revueltas. Hoy podemos hablar simplemente de que cohabitaron. Las transferencias culturales entre ambas fueron escasas y limitadas a contados aspectos tecnológicos, por ejemplo a la metalurgia, a la alfarería o a la arquitectura.
En términos lingüísticos o religiosos, entre otros, la interacción apenas se produjo; más bien se observa un rechazo mutuo entre esos dos componentes étnicos. Esta situación es la que precisamente refleja la ciudad de Caura a lo largo del I milenio a.C. Podemos referirnos a la comunidad de origen siropalestino con el nombre genérico de Cananeos, ya que era la voz empleada por los fenicios para denominarse a sí mismos cuando no se referían estrictamente a su vinculación con la ciudad de origen, en cuyo caso podían denominarse tirios, sidonios, etc. En cambio, a la gente occidental podríamos llamarla Turta, raíz de la palabra Tartessos. Por eso, la ciudad nacida en el siglo IX a.C. en el Cerro de San Juan pudo disponer en su momento de dos nombres, uno semita y otro probablemente indoeuropeo.
Parece que el que llegó a época romana es de este segundo tronco, pues el topónimo Caura se ha relacionado con un vocablo precelta que significaría promontorio o lugar alto y destacado. Su aplicación al Cerro de San Juan pudo deberse a que, a causa de los estratos acumulados sobre esta colina en la Prehistoria final (Calcolítico y Edad del Bronce), ya en el siglo IX a.C. disponía de mayor altura que los cabezos vecinos. De hecho, su altitud geológica inicial era similar a la de los cerros circundantes, unos 20 m s.n.m. La pervivencia del nombre Caura sobre el otro posible topónimo cananeo, que ha llegado hasta el actual de Coria sólo con ligeras modificaciones, pudo deberse a la expulsión de la población fenicia del Bajo Guadalquivir, que se produjo hacia el 570 a.C. y que marcó el final del mundo tartésico. Hoy no tenemos datos suficientes para averiguar la denominación que le otorgó al enclave el componente demográfico semita, aunque la Ora maritima del poeta latino Avieno, inspirada en parte en una carta de marear de tiempos tartésicos, sugiere una posible referencia a Baal Safón.
Se trata de una advocación de la divinidad masculina fenicia, en este caso protectora de la tripulación de los barcos; un numen que habría recibido culto en el templo descubierto en las excavaciones realizadas por el Proyecto Estuario en 1997. Se ser así, el Mons Cassius citado por Avieno, que aludiría a la denominación oriental en su versión latina, podría corresponder precisamente al Cerro de San Juan. Esta propuesta, lanzada en 1993 por la profesora M. Belén, resulta cada vez más verosímil, y ha permitido incluso sostener que el santuario del Carambolo fuera el Fani Prominens de Avieno Desde estas identificaciones, Caura supondría la entrada al Guadalquivir desde el golfo tartésico, la paleoensenada ocupada hoy por la comarca de Las Marismas. Igualmente, permitiría sostener que Sevilla (Hispal) fue la capital de ese mundo fenicio del Guadalquivir inferior.
Sobre el Cerro de San Juan, los colonos cananeos organizaron su hábitat según sus tradiciones comunitarias, es decir, siguiendo las directrices vigentes en las metrópolis libanesas de origen. Es posible que la fundación comenzara con la construcción de un pequeño templo cuyos vestigios del siglo IX aún no se han encontrado, porque pueden estar bajo el denominado Santuario I, del siglo VIII a.C., nivel que aún no se ha excavado. Supeditadas a este primer templo pudieron crearse algunas industrias, por ejemplo un horno de alfarero ya detectado por los trabajos arqueológicos y una construcción colindante con la misma datación. Dependientes o no de este supuesto primer centro de culto, que podríamos llamar Santuario 0, esas construcciones iniciales no muestran orientación solsticial, como tienen las del Santuario I y sus posteriores refacciones (Santuarios II, III, IV y V). Esta disposición solar marcó el urbanismo subsiguiente, porque las viviendas se dispusieron en el entorno inmediato siguiendo las directrices marcadas por el recinto sagrado. Y así, toda la ciudad quedó ordenaba, conforme crecía, con esta modalidad de trama urbana. Dicha estructura sólo cambió a partir de mediados del siglo V a.C., cuando, tras un breve hiato de poco más de un siglo, el enclave pasó a manos turdetanas. En dicho momento sólo quedaban algunas ruinas de la ciudad del Hierro Antiguo y fogatas temporales y dispersas entre ellas, lo cual favoreció un cambio drástico en la orientación del callejero, que ahora se hizo en sentido N-S y E-O, es decir, en disposición cardinal (fig. 3).
Durante toda la vida del complejo sacro se superpusieron diversos ciclos constructivos con múltiples subfases, siguiendo las costumbres típicas de la arquitectura de tierra cruda de origen oriental. Las paredes, de adobes o de tapial y con anchuras que siguen el codo de Ezequiel, se dispusieron siempre sobre cimientos-zócalos de mampostería levantados en su mayor parte con arenisca local, que abunda bajo los cabezos cercanos. De las cinco fases detectadas, la más conocida corresponde al Santuario III, del que se localizó una capilla pavimentada con tierra roja y que alojaba un altar en forma de piel de toro. Por la importancia que ha tenido en el reconocimiento del carácter oriental de la religión tartésica, conviene analizar con cierto detalle esta mesa de sacrificios.
Hecho sólo con tierra, de este altar del siglo VII a.C. se han obtenido numerosos datos gracias a su extracción y posterior microexcavación en el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico para consolidarlo. Su fabricación comenzó con una plataforma rectangular levantada con adobes, sobre la cual se depositó una capa de barro castaño oscuro. Luego se revocó con un enlucido claro por sus cuatro costados. En vista cenital, dicho forro dotó a la estructura de cuatro flancos cóncavos, agudizando así su diseño tetracorne. Era una alusión a la piel de una res bovina dada la identificación de las divinidades cananeas con este animal. Ese contorno se hizo con barro amarillento para que contrastara con el color marrón del núcleo rectangular central, consiguiendo la bicromía típica de las pieles de toros castaños rasuradas por su periferia. Luego se pintó la obra por todos sus costados, incluyendo el apéndice del lado oriental, alusivo al cuello. El centro de esta prolongación dejaba un hueco que pudo contener una muestra de las ofrendas, posiblemente sangre de la víctima sacrificada. El rectángulo superior de la plataforma, de tonalidad castaña, quedó siempre ligeramente más bajo que la orla pajiza, evitando así que las ascuas excedieran los límites del propio altar. De esta forma, su uso prolongado dibujó un óvalo ligeramente rehundido, rojo en su parte central debido al calor de las brasas. Este resultado corresponde al primer momento del altar o Fase A. Porque en una segunda etapa se recreció el suelo de la estancia y quedó sepultado el apéndice oriental, dando lugar a la Fase B (fig. 4).
Una de las propiedades que refrendan la sacralidad de esta estructura es su carácter exento. Este rasgo permitía celebrar el rito de la circunvalación, tan importante en las religiones semitas de entonces y en sus herederas actuales. Una segunda característica sagrada era el simbolismo de su forma, que hoy conocemos extensamente utilizada en la Protohistoria hispana. La piel de toro está indudablemente relacionada con creencias del Próximo Oriente antiguo, y en especial con las divinidades del mundo cananeo de Siria, de Fenicia y de Chipre, pero también con Egipto y con otras zonas de la región. La imagen bovina para representar a estos dioses era una alegoría de su omnipotencia, una iconografía que facilitaba la transmisión de ese concepto abstracto entre personas que eran ágrafas en su mayoría. El tercer marcador de sacralidad es su orientación, dado que su eje enfoca por el este al orto solar del solsticio de junio y por el oeste al ocaso del correspondiente a diciembre. Se trata de un calendario vinculable, en el primer caso, con la muerte de Baal y su vuelta a la vida, y en el segundo con su nacimiento. De esas dos fechas, la de comienzo del verano era la más importante desde el punto de vista dogmático y litúrgico, cuando las comunidades cananeas celebraban la festividad que el mundo griego denominó égersis (resurrección). Ello supone la identificación de la divinidad masculina fenicia y de sus distintas advocaciones con el Sol, además de permitir una explicación astronómica para la creencia en un dios que muere y resucita al tercer día.
A todos estos argumentos deben añadirse las propias condiciones del contexto arqueológico, caracterizado por elementos que hablan claramente de que la estancia donde se construyó pertenecía a un edificio religioso: betilos, huevos de avestruz y escarabeos (fig. 5). Todas estas evidencias proceden del interior del santuario y de un depósito trasero con abundante ceniza y otros restos de los sacrificios. Pero también constituyen otros rasgos de sacralidad determinadas propiedades que forman parte de las características del barro con el que se fabricó. Que sus singulares rasgos cromáticos y la semántica de su silueta eran evidentemente simbólicos fueron mensajes fáciles de captar desde el momento de su hallazgo, cuando se disponía de una guía inicial en Cancho Roano. Pero una autopsia más concienzuda de su construcción permite ahora ahondar en la información que apoya con más datos y argumentos su sacralidad, una preocupación que estaría en la mente de quienes lo proyectaron y construyeron. Sus directrices sirvieron para fabricarlo dentro del templo, ya que se hizo directamente sobre el suelo de la capilla que lo iba a alojar para siempre; no se trataba de un elemento mueble de los servicios litúrgicos. En los trabajos de restauración pudo refrendarse la idea inicial de que se realizó con tierra carente de detritos orgánicos, seguramente por la costumbre del mundo antiguo de identificar la basura con miasmas diabólicas. Los cananeos vigilaron mucho no mezclar las cosas sagradas con las inmundicias. Pero la obsesión de los autores del altar de Coria del Río por preservar su pureza no afectó sólo a su construcción; quedó reflejada también en su uso diario, en sus refacciones posteriores y en su abandono final.
Como la obra nunca tuvo un armazón interno que le diera solidez, en ningún caso podía ser levantada y trasladada al nuevo templo proyectado sobre el anterior. Este hecho forzó su clausura junto con el Santuario III. En consecuencia, tuvo que desacralizarse antes de su amortización definitiva, y por supuesto mereció todavía el respeto que los altares tenían en esa tradición religiosa. Por eso la primera decisión fue no destruirlo. Cuando se procedía a levantar un nuevo templo o una simple vivienda, sus constructores desmontaban las paredes de barro de los edificios precedentes. Así, el cimiento-zócalo de la estructura anterior servía como apoyo de la siguiente. Dicha práctica está muy bien registrada precisamente en el complejo sacro de Caura y en las casas adyacentes. Sin embargo, con el altar se procedió de forma distinta, lo que hizo que se preservara hasta su hallazgo en 1997. El tratamiento concreto se inició con su limpieza, pues apareció libre por completo de ceniza y carbones. Luego se cubrió con una capa de arcilla libre por completo de impurezas. Otros estratos de nivelación acumulados en diversas partes del templo, destinados sobre todo a elevar los suelos, contenían siempre fragmentos de vasijas y huesos de animales, y contaban con colores más oscuros por la presencia de materia orgánica. Pero la tierra usada para cubrir el altar carecía por completo de residuos, y mostraba una composición parecida a la del barro con que se fabricó en su momento el filete externo del ara, de color crema. Dicha tapa formó un pequeño túmulo que cerraba la vida útil del altar (fig. 6).
Aparte de estudiar pormenorizadamente las distintas fases de este templo, que han permitido entrar a fondo en los rasgos de su sacralidad, el estudio de la Caura protohistórica está centrado actualmente en el análisis de su etapa fundacional, cuya datación se centra hipotéticamente en el siglo IX a.C. Para saber con cierta precisión si se cumple o no la propuesta de salida, que asume la inexistencia de una ocupación por gente local anterior a la etapa fenicia del enclave, es necesario contar con un buen conjunto de fechas radiocarbónicas que permitan corroborar o no este planteamiento proporcionado por la documentación cerámica. De ahí la imprescindible colaboración de la Fundación Palarq.
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