Así pues, en la actualidad, los motivos siguen siendo prácticamente los mismos: huida de los horrores de la guerra, hambrunas y enfermedades, la violencia política, la presión y persecución por diferencias ideológicas, culturales, religiosas, sexuales, tribales (diferencias castigadas con el encarcelamiento e incluso con la muerte), la presión del cambio climático… Sin embargo, las respuestas, con su crecimiento (en España con un total de 21.780 personas en lo que va del año, un 14,6% más que las recibidas en 2022), son ahora diferentes como lo son las sociedades de acogida, respuestas en las que el peso de la economía, ante el gasto que se origina en el proceso de freno y acogida, es importante en cuanto limitan el crecimiento del PIB (Producto Interior Bruto).
En la Europa, y, por ende, en la España del presente, tales migraciones, en especial ahora las que tienen origen en el continente africano, se han convertido en un tema preocupante para los gobiernos y sus ciudadanos (últimamente las noticias al respecto no cesan declarando la situación de emergencia en Canarias), aludiendo a diversos motivos acordes con las diferentes corrientes políticas que establecen: o una aceptación, más o menos obligada, o el rechazo, más o menos agresivo, acompañado, en ocasiones, de duras políticas migratorias.
Migraciones: aceptación del otro
En el primer caso preocupa el crecimiento como creador de problemas cara a su acogida, sobre todo en el caso de su masificación y, en el segundo, la imposición y sufrimiento por tal acogida en detrimento de los privilegios alcanzados por la ciudadanía.
Posiciones que alcanzan a la geopolítica, alterando y tensionando las relaciones entre los países europeos y aquellas con los países origen de los migrantes, en la búsqueda de posibles soluciones, hasta el momento no encontradas de forma satisfactoria para las partes implicadas; y, lo malo, es que se sigue sin ofrecer, cara al futuro, soluciones viables, ya que la externalización del problema pagando por el control de los migrantes a algunos de los países origen y a otros fronterizos (dándoles la posibilidad de chantaje al abrir el flujo de inmigrantes según sus intereses), la construcción de muros, vallas en una Europa fortaleza o defensiva, las devoluciones en caliente u otras, la existencia de campamentos y centros previos a la expulsión (un barco, a modo de prisión, en el Reino Unido, sin considerar el trauma ocasionado a los inmigrantes) e, incluso, la posibilidad de una intervención militar para el cierre y control de las fronteras o la falta de solidaridad en el reparto de inmigrantes entre los países europeos no son respuestas, ante la falta de vías legales e institucionales que frenen su llegada (vías que la ONU insta a que se resuelvan dentro de los derechos humanos, la igualdad y la sostenibilidad).
Preocupaciones que, siendo los migrantes tomados, en ambos casos, como meros números estadísticos, no como personas, dejan de lado las causas reales de su marcha y viaje: la crudeza de su vida, el abandono de su familia, los peligros de su travesía, de como escaparon a la muerte en tierra y en el mar, de sus miedos cara al futuro… Causas que se conocen, pero que, por lo general, no se difunden (posiblemente para no alarmar y concienciar a la sociedad sobre el problema); conocimiento de causas que tampoco les acercan a la legalidad.
Migrantes en su mayoría jóvenes (hombres, mujeres y niños, acompañados o en solitario) que buscan migrando, jugándose la vida, una salida a su problemática y angustiosa situación, constituyéndose en la punta de lanza de sus familias cara a una vida presuntamente mejor. Hecho que motiva la pregunta, muchas veces sin respuesta, relativa a cuáles son los motivos, las verdaderas causas, las reales, de tales migraciones. Responder a las misma nos haría ver la realidad de la relación de los migrantes con las sociedades que, de una forma u otra, les reciben. Es decir, se humanizaría su problema.
Problema que sólo algunos periodistas, con sus artículos y entrevistas, individuales o colectivas, a algún o a algunos migrantes ilegales a su llegada, sobre todo cuando el número de los llegados supera lo habitual, nos dejan vislumbrar los verdaderos motivos de sus migraciones, ya que, si no fuera por ellos, una gran parte de la sociedad seguiría viviendo cómodamente en su «avestrucismo» de sofá sin apenas darse cuenta, por desconocimiento del otro, del sufrimiento de todos y cada uno de los acogidos, dejando, con poco valor toda posible denuncia, y sin reconocer que, con nuestra abundancia sin compartir, somos, en cierta forma, la motivación de tales corrientes migratorias (se mueven desde la pobreza a la riqueza).
Ryszard Kapuściński (1932-2007), periodista, historiador, escritor, ensayista y poeta, también señalado como espía, tras su andadura africana (periodo de las independencias), acuñó el termino otredad bajo el contenido de «tener conocimiento del otro». En ese sentido el autor polaco, escapando del calificativo de «escritor de viajes», y, asimismo, de toda connotación romántica y folclórica, nos sirve de ayuda, aún hoy, para pensar en África y de los africanos, de otra manera, y no sólo.
Así, buscando la visión del otro africano, de aquel que no tenía la posibilidad de explicarse ante Europa, nos lo muestra recogiendo, a pesar de algunas exageraciones denunciadas, su voz, su sentir, sus costumbres, sus tradiciones, en definitiva, todo aquello que le lleva hasta el presente, expresando pues lo que de vital importancia permanece, lo que persiste por encima de lo noticiable que pronto desaparece.
En definitiva, nos dio a conocer lo que realmente es África y lo que son los africanos a través de la integración inseparable de éstos con el entorno, el paisaje en el que viven. Comprensión de un mundo que esta muy fuera de aquel que en muchas ocasiones nosotros inventamos para ellos. Nos habla pues de su otredad, de la visión del otro, es decir, del conocimiento completo del otro, del desconocido, abarcando su cultura, sus tradiciones, sus costumbres, su quehacer político y su religión; resumiendo, conocimiento del conjunto de los espacios o ámbitos en los que aquel se mueve y vive.
Forma de pensar que se ha hecho extensible a cualquier otro continente o país concreto, de ahí el valor didáctico de su pensamiento.
Así pues, el concepto esencial de la otredad «kapuscinskiana» no se queda ya sólo en África, sino que, transnacionalizado, se aplica hoy día a muchos de los países con los que, no sin tensiones, nos relacionamos. Sobre todo, alcanza a aquellos, hombres, mujeres y niños, que forman parte de la creciente expansión migratoria actual empujada hacia nosotros por el hambre, las guerras, sistemas políticos deshumanizados, asesinatos en masa, problemas medioambientales… en los territorios que habitan.
Se aplica fundamentalmente a los «condenados de la Tierra», como señala Frantz Fanon a los desheredados del planeta; situación de la que los países desarrollados, con su vivir en la abundancia y en la modernidad, son deudores. Expresión de lo mismo es el diferente trato dado a los migrantes si son pobres o ricos.
Una otredad que no ha ser unidireccional, como lamentablemente suele ocurrir, sino que ha de ser correspondiente con el conocimiento que los otros, los inmigrantes en este caso, deberían tener de la nuestra, del cómo somos y hacemos, fuera de los aspectos meramente económicos y de seguridad, al objeto de evitar frustraciones por su parte a su llegada y, por la nuestra, de actitudes deshumanizadas en su acogida.
La razón es obvia: el conocimiento de la otredad de los inmigrantes, bien explicada desde la sinceridad, desde la verdad, comprendiendo sus motivos para el abandono sus casas, sus familias y de sus seres queridos nos ha de llevar indefectiblemente, a saber, de las virtudes y defectos mutuos, y, de ahí, a la tolerancia. Un conocimiento que nos ayudará a evitar los problemas, hijos de la intolerancia.
Tolerancia absolutamente necesaria para desarmar el odio y la violencia del racismo, de la xenofobia y de la presente islamofobia, ideologías todas basadas en unos imaginarios llenos de intolerancia, y para evitar que se naturalice en la sociedad el odio al inmigrante y la idea de que es prescindible, inferior a nosotros y explotable.
Tolerancia y solidaridad social que no pertenece pues a ningún partido político, que no es pues patrimonio ni de la derecha, ni de la izquierda (los más volcados en cuanto a denuncias), ni de centro; tolerancia y solidaridad que debe de ser de todos sin excepción (los inmigrantes no son «cosas» para negociar, son seres humanos con problemas graves de supervivencia); razón por la que tal problema lo ha de ser de todos y del Estado.
Un inmigrante pues, ese otro, con una otredad que, sin ser conocida del todo, se enfrenta en ocasiones, en inferioridad de condiciones, a la nuestra intolerante, a veces apoyada, consciente por intereses espurios, por unos gobiernos, partidos políticos, movimientos sociales… que miran hacia otro lado en la idea de defender lo nuestro a toda costa (en muchas ocasiones persiguiendo sólo el voto político). Son aquellos que, con su malpensar, con su mentalidad paranoica, persecutoria de lo diferente, crean un discurso del odio propiciando la xenofobia, en su caso la islamofobia, rechazando de plano la pluralidad consustancial a la humanidad.
El temor al otro en las migraciones
El temor al otro, siempre larvado en todas las relaciones sociales, nos lleva, guiándonos de excusas oportunistas, algunas verdaderas pero otras medias verdades o falsas al completo, a una actitud defensiva de rechazo per se a los inmigrantes en la consideración de enemigos a los que se acusa de todo tipo de males como justificación a ese rechazo, empujándoles a su abandono social no siendo regularizados, sin protección social, con una vida de pobreza sin alternativas, hacinados en campamentos de chabolas y explotados con trabajos de miseria, de economía sumergida, fuera de toda legalidad, y a los que se acosa con actitudes de odio, persecución en su caso e incluso con acciones violentas, ocasionales y/o planificadas.
Un odio que procede, según Freud, de aquellos que se odian a sí mismos y que, además, se sienten en posesión de la verdad, divina o no, y viven en el mito intolerante de la superioridad, y de ahí el miedo, bajo premisas imaginadas, falsas, fuera de todo razonamiento, a que nos roben nuestro puesto en la sociedad y nuestros privilegios; y para ello se reduce al otro a la categoría de bárbaros, de bestias. Odio que llega a constituirse entre algunos en parte de su cultura, una cultura del odio basada en la mentira, en la difamación y en la intolerancia; una cultura que precisa, para su permanencia, para el mantenimiento de su falsa superioridad moral, de la existencia de ese otro diferente: moro, musulmán, negro, mujer… de enemigos, reales o falsos, para crear un imaginario maniqueo a costa del sufrimiento de aquellos que son diferentes (los malos) a ellos (los buenos, víctimas de los malos).
Una intolerancia que divide a la sociedad en tres grupos: uno totalmente intransigente e insolidario que odia lo diferente porque molesta (menos mal que están, de momento, en inferioridad), otro que actúa solidariamente, a veces con problemas con las autoridades, y, entre los dos, el de los indiferentes, aquellos que miran para otro lado, que no quieren saber nada mientras no les afecte, al considerar que el problema no va con ellos, y que fluctúan hacia un lado u otro dependiendo de como aprecien en cada momento la situación; situación llevada de la mano generalmente por algunos partidos y grupos políticos condicionados por sus propios intereses, junto a los medios de comunicación social afines, con ideas en ocasiones encontradas.
Es curioso que tal división, aún estando ahí, parece que aparentemente se diluye ante la difusión de una situación crítica de algún grupo de inmigrantes; división que vuelve a aparecer en cuanto la explotación de la noticia desaparece.
Una intolerancia, justificada por algunos con la necesidad de «defender lo nuestro» (y de no compartirlo), de poner delante a nuestros necesitados antes que, a los inmigrantes, necesidad que se exagera y se publicita con el rechazo a su existencia, tanto durante su viaje como después del mismo y, asimismo, a su integración. Intolerancia que se manifiesta apoyándose en unos medios discriminatorios: en unas leyes de inmigración insolidarias, en una ley de extranjería mal aplicada, en la externalización pagada del problema, en el reforzamiento e incluso el cierre de las fronteras, etc.
Contra la misma, las recientes palabras del Papa Francisco, quien, tras resaltar las afirmaciones alarmistas de los políticos europeos en cuanto hablan de invasión y emergencia ante la creciente llegada de inmigrantes (a Lampedusa y Canarias), endureciendo, en consecuencia, las medidas de acceso para los inmigrantes y la acogida voluntaria de solicitudes de asilo han destacado la sensibilidad y hospitalidad del pueblo canario, y la necesidad de una respuesta europea con solidas acciones relacionadas con la crisis de la migración; acciones que, siendo conscientes de las dificultades para acoger, proteger, promover a los inmigrantes, no deben contemplar el rechazo, priorizando la conservación del propio bienestar, sino la salvaguardia de la dignidad humana (un requerimiento que, posiblemente, no sea tenido en cuenta por las diferentes políticas aplicadas al caso).
Una intolerancia que no es más que la manifestación de aquella «hipocresía colectiva» de la que nos habla el sociólogo Stephan Lessenich.
Rechazo que se exacerba en el caso de que los inmigrantes son musulmanes alcanzando tanto a los nacionales como a los integrados ya desde años atrás relacionándoles con el yihadismo radical, fanático y violento, justificando nuestras respuestas y actitudes también radicales, fanáticas y violentas contra ellos. Musulmanes de los que en España tenemos una visión de su otredad un tanto estereotipada dado que partimos de una «morofobia» supremacista preexistente; una «morofobia» no reconocida cuando se nos pregunta individualmente pero que, cuando nos escondemos en la masa social, suele aparecer súbitamente más de lo que pensamos.
Una otredad negada
Una otredad, en este caso, que no queremos conocer y mucho menos comprender; una otredad que les negamos ignorando su historia, tradiciones, cultura, su visión del mundo…; otredad que no queremos que tengan, que no queremos que exista en la idea de que pertenecen a una cultura equivocada incapaz de integrarse en la nuestra, de convertirse en ciudadanos como nosotros.
Y para ello, los más empeñados, populistas racistas, xenófobos, islamófobos… apuntan ideas, como las que siguen a continuación, tratando de borrar y sustituir su otredad, la real, por otra, falseada llena de prejuicios, de temor y de odio.
Así afirman, sin aportar pruebas contundentes (sólo propagandísticas) y soluciones, que los refugiados e inmigrantes vienen a robarnos; a quitarnos puestos de trabajo; que se aprovechan de la legislación vigente, del todo permisiva, dándoles subvenciones y otros privilegios en detrimento de los nacionales (base de la crítica a la gestión gubernamental); que muchos de ellos son ladrones, traficantes, violadores o terroristas, apoyándose, en este último caso, en la posible infiltración de miembros del Estado Islámico entre los refugiados y en su presencia entre los sospechosos de algunos de los atentados realizados; así se llega a hablar de las migraciones como el «caballo de Troya» empleado por los yihadistas cara a su infiltración en Occidente, por lo que se pide una mayor presión policial contra ellos.
Además, apuntan que su religión y su cultura, nos es extraña; que nos odian y nos matan; que tratan de imponernos sus costumbres, y que no se integran en la sociedad europea, ni por supuesto en la española (de la dicen que se aprovechan), viviendo en guetos por su contraste cultural. A todo lo cual habría que sumar la total intolerancia hacia nuestra cultura en sus países de origen.
Se crean así unos prejuicios en abstracto, basados en el racismo, que repitiéndolos sin cesar y difundiéndolos sin comprobación alguna nos predisponen a creer en una falsa verdad que nos aparta de la realidad y deshumaniza al inmigrante extranjero.
Además, toda crítica es anulada: si los inmigrantes la hacen respecto a su acogida y situación, desde los prejuicios, son criticados a su vez por los que los rechazan en atención a su inesperada rebeldía (que debería ser inexistente ante el trato permisivo dado), y si son los ciudadanos los que critican la actitud de odio a los inmigrantes, son criticados a su vez por los anti inmigrantes al considerarlos, bajo su «buenismo» el origen de la tensión político-social que realmente abrieron aquellos con sus prejuicios.
Apreciaciones que constituyen en su conjunto una auténtica bomba social, razón por la que hemos de entender/comprender bien al otro para saber como tratarle, sin entreguismos y donación de privilegios. ¿Entonces, qué hacer para que las otredades de los inmigrantes y las de los que los reciben se comprendan y se toleren?
Será necesario, en una lucha diaria en defensa de los derechos y libertades de todos buscando acallar las voces de los intolerantes, amén de adquirir dosis elevadas de comprensión, de empatía, de perdida del miedo al diferente, tomar medidas para eliminar, desde la verdad, todas las ideas y actitudes anti solidarias, facilitando los caminos para una integración correcta en la sociedad que les recibe sin limitar su yo, es decir la ´otredad` con la que llega, una ´otredad` a la que se ha de sumar, en base a la integración social aludida, los elementos de su nueva vida.
En suma, desmontar con la verdad todos los prejuicios y todos los estereotipos negativos, de un lado, para que no se crean obligatoriamente marginados y que no tienen otro remedio que sufrir discriminaciones relegándose a los márgenes de la sociedad, y del otro, para que no crean firmemente en falsedades repetitivas (en algunos casos recogidas por algunos medios de comunicación) que los encaminan al odio, y a mantenerlo, hacia los diferentes llegados de fuera.
Así, los primeros deben conocer el mundo que ahora les rodea, asumir su realidad; un mundo en el que han de aprender a vivir respetándolo para convertirse, sujetos a sus leyes, en ciudadanos, sin que haya diferencias en cuanto a origen, raza y religión.
Y los segundos, aquellos que les reciben, amén de conocer a los futuros miembros de su sociedad, ayudar a su integración con su tolerancia, mientras que su gobierno, fuera del color político que sea, en aras de la defensa de la democracia, del bienestar y de la paz social, de los derechos y libertades, tal y como afirma Sami Nair, traté de resolver todos los problemas que surjan, amén de propiciar la toma de las medidas adecuadas para atender a aquellos que la inmigración plantea en su conjunto.
Así las cosas, sin corregir los problemas de sus países de origen que les empujan a marcharse, en la base del conocimiento riguroso de los mismos, nada frenara sus ansias de vivir mejor; y, asimismo en el desconocimiento correcto de su otredad, nada ni nadie resolverá los problemas de integración de aquellos que alcancen, tanto el suelo español como el europeo, y más si los que los recibimos nos presentamos divididos en cuanto a la elección de las posibles medidas resolutivas al problema.
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