Guerreros tibetanos invasion china Tibet guerra Mao

Guerreros a caballo tibetanos en trajes ceremoniales fotografiados en 1942-1943 por el teniente coronel Ilya Tolstoy y el capitán Brooke Dolan. Fueron los guerreros a caballo de las tribus nómadas del Tíbet los que hicieron frente de una forma más decidida a la invasión china, una resistencia que se prolongó casi tres décadas.

Los chinos contaban con ametralladoras, cañones y modernos fusiles, pero los khambas los arrollaron y exterminaron hasta el último de ellos. Más aún, entre junio y octubre de 1959, los jinetes khambas libraron cuarenta y dos combates en la región tibetana de Loka, la fértil región situada al sur de Lhasa y colindante con Bután y con las regiones indias de Assam y Sikkin. Tampoco aquellas brutales batallas fueron las últimas sostenidas entre los jinetes de la resistencia tibetana y las tropas chinas, sino que las acciones de la guerrilla nómada se prolongaron año tras año y todavía en diciembre de 1969 contaban con fuerza y capacidad como para lanzar ataques devastadores como el que recogió los días 23 y 24 de diciembre en sus páginas el The Times de Londres, que narraba cómo ochocientos jinetes khambas asaltaron una guarnición china situada a tan solo 50 km al sur de Lhasa, dando muerte en la acción a doscientos cincuenta soldados. En fin, en julio de 1970, Radio Lhasa comunicaba que las guerrillas tibetanas seguían muy activas en todo el Tíbet y que en Kham occidental dominaban de tal forma el terreno que habían vuelto a cortar por completo el tráfico de la vital carretera que comunicaba la provincia china de Sichuan con Lhasa, pasando por Chamdo.

Durante casi tres décadas, los guerreros de las tribus nómadas tibetanas, en especial los khambas, los amdo y los feroces goloks, se enfrentaron sañudamente, y a menudo con éxito, a tropas chinas que los superaban ampliamente en número y que estaban apoyadas por aviones, carros de combate y artillería.

La contienda desatada tras la invasión china del Tíbet fue una guerra olvidada y salvaje. ¿Quién sabe que en 1956 los guerreros goloks mataron a miles de soldados de Mao y enviaron a dos mil prisioneros chinos de regreso a China con la nariz cortada? Fue un episodio brutal, pero representativo y ejemplar, de la desesperada guerra sostenida por una sociedad arcaica, casi medieval, contra un país poderosísimo embarcado en una revolución implacable y en una acelerada modernización.

Los nómadas tibetanos, con sus ágiles caballos, sus sables de empuñadura de plata y sus viejos fusiles, siguieron resistiendo heroicamente a los invasores chinos hasta conseguir que la República Popular China desistiera de colectivizarlos, de arrebatarles sus mejores tierras para entregárselas a colonos chinos y de arrasar su cultura y su religión.

Mao Zedong, el hombre que lanzó a China a la conquista del Tíbet, murió en 1976 sin haber logrado su objetivo de imponer por completo su voluntad a unos nómadas que combatieron sin descanso pese a que todos, el gobierno del dalái lama en el exilio, los gobiernos de India, Nepal, Taiwán, EEUU, la ONU y el resto de naciones y organizaciones internacionales los abandonaran a su suerte y los relegaran al más completo olvido. Sin apoyos, sin más armas que las que tomaban del enemigo o las que lograban contrabandear desde Nepal y la India, ocultos en sus inaccesibles montañas, en ignotos valles o recorriendo, incansables, las desoladas estepas del Changtang situadas a 5000 m de altitud, los khambas, los amdos y los goloks dejaron escrita con su sangre una lección de valentía y resistencia sin igual.

Una raza de reyes

A comienzos de 1950 una gárgola en forma de dragón situada en los tejados del palacio del dalái lama en Lhasa comenzó a echar agua por la boca. El hecho hubiera sido trivial si no fuera porque no estaba lloviendo. Ante semejante prodigio, acudieron apresuradamente los exorcistas y trataron de calmar a los espíritus que parecían anunciar una inminente calamidad.

Y ciertamente se trataba de una calamitosa profecía, pues muy lejos de allí, en Pekín, Mao Zedong anunciaba en un encendido discurso que su propósito era “liberar el Tíbet de las garras de los imperialistas ingleses y americanos”. Lo cierto es que en aquel momento no había ni un solo americano en todo el Tíbet y solo tres ingleses, dos de ellos al servicio del gobierno tibetano y uno al del gobierno de la India. Tíbet era un Estado independiente de facto desde 1912 y aunque es cierto que China había impuesto su soberanía en 1720, siempre la ejerció de manera muy laxa e incompleta, conformándose con la aceptación de un vasallaje formal y el pago de un modesto tributo. Paradójicamente, siglos atrás, había sido el Tíbet quien había impuesto vasallaje y tributo a China.

En efecto, hacia el año 630, un caudillo tibetano, Songtsen Gampo, unificó a las tribus nómadas de Tíbet y tras esta gesta, las lanzó a la conquista del mundo. Para 650 Songtsen Gampo había extendido las fronteras de su imperio desde el lago Baikal al golfo de Bengala y desde Samarcanda a las planicies del río Amarillo en China. Un área de unos 7 000 000 km cuadrados. Un imperio mucho más grande que los de Ciro el Grande, Alejandro Magno, Augusto o Carlomagno y del que sin embargo pocos occidentales han oído hablar.

panoplia guerrero tibetano

Panoplia de guerreo a caballo tibetano, ca. siglos XVIII-XIX, Metropolitan Museum of New York. Armado hasta los dientes, el arsenal ofensivo se compone de sable, lanza, arco y flechas y un largo mosquete que acarrea a la espalda con su característico soporte en forma de bípode metálico. Fuente: Wikimedia Commons.

Casado con dos princesas reales: una china y otra nepalí, Songtsen Gampo introdujo el budismo entre sus salvajes súbditos y creó una administración eficaz y un ejército poderoso y disciplinado. Sus descendientes gobernaron como potencia hegemónica en Asia durante más de dos siglos imponiéndose a menudo a la China de los Tang e intimidando a la Persia sasánida y a los califatos omeya y abasí. En 762, por ejemplo, el tataranieto de Songtsen Gampo marchó con sus jinetes contra China porque “el hijo del cielo” se había negado a pagarle el tributo debido. Tras derrotar a los ejércitos chinos, el “sagrado rey del Tíbet” penetró a saco en la capital de China, Chan’gan, actual Xian, depuso al emperador reinante y coronó a su propio cuñado como nuevo y vasallo “hijo del cielo”.

Las guerras entre el Imperio tibetano y China se sucedieron hasta que en 822 se firmó una paz duradera cuyos términos quedaron esculpidos en una estela que se colocó al pie de los muros del palacio real de Lhasa y que seguía allí en 1959.

Pero al cabo, el Tíbet dejó de ser un reino poderoso y se dividió en infinidad de señoríos y reinos menores ferozmente enfrentados entre sí y singularmente aislados del resto del mundo. En el siglo XIII, Gengis Khan y sus sucesores en China, los Yuan, conquistaron parte del Tíbet, pero las tribus de los goloks y de los khambas nunca se les sometieron y sus juglares siguieron cantando las hazañas de Songtsen Gampo y recordándoles que ellos, los descendientes del gran rey conquistador, eran “una raza de reyes”.

A la par, en los fértiles valles del Tíbet central, en Lhasa y al sur de esta, se instauraba un nuevo poder: el de los dalái lamas. Catorce de ellos se sucedieron entre los siglos XV y XX, pero ninguno logró someter a las tribus nómadas que pastoreaban sus rebaños en las salvajes mesetas del Changtang, en el aislado país de los goloks, o en las ásperas montañas y profundos valles de Kham y Amdo. Los nómadas podían honrar al dalái lama como autoridad espiritual, pero nunca aceptaron su dominio terrenal, como tampoco aceptaron jamás la soberanía que la dinastía china de los Quing trató de imponerles en los siglos XVIII y XIX. Y así, cuando el siglo XX llegó, los khambas, los goloks y los amdo no tenían más señor que el viento.

El Tíbet en 1950

Cuando en 1912 el Tíbet proclamó su independencia de China era un país extraordinariamente aislado y atrasado. Rodeado por las cordilleras de los Himalayas, del Kunlun Shan, del Pamir, del Karakórum y de Hengduan, todas ellas con alturas que superan los 7000 m y que en el caso de los Himalayas y del Karakórum rebasan los 8000, era un inmenso y poco poblado territorio que se extendía unos 2200 km de este a oeste y más de 1100 km de norte a sur, abarcando un área de unos 2 500 000 km cuadrados. El reino del Tíbet era solo una parte de las tierras tibetanas, pues según establecieron los gobiernos de Tíbet, China y el Imperio británico en la conferencia de Shimla, 1913-1914, el Tíbet quedaba dividido en “Tíbet interior”, con algo más de 1 200 000 km cuadrados y tres millones de habitantes, gobernado directamente y de forma autónoma por el dalái lama, y el “Tíbet exterior”, esto es, Amdo/Quinghai y Kham oriental, un territorio de casi 1 000 000 de km cuadrados en los que moraban quizá otros tres millones de personas, que reconocían la autoridad espiritual del dalái lama, pero que quedarían bajo el gobierno directo de China, aunque otorgándoles una amplia autonomía. Además, en las provincias chinas de Sichuan y Gansu, en las regiones septentrionales de la India británica y en los pequeños reinos de Nepal, Bután y Sikkim, se hallaban territorios tibetanos como Ladakh, Mustang o los ya referidos Sikkim y Bután que abarcaban en conjunto más de 200 000 km y quizá otro millón de tibetanos.

Mapa del Tíbet 1950

Mapa del Tíbet en 1950. Pincha en la imagen para ampliar. © Desperta Ferro Ediciones

Como habrá podido advertirse, los límites, la geografía y la población tibetanas eran poco conocidas en la primera mitad del siglo XX. Si uno acude al artículo dedicado al Tíbet en el Diccionario Enciclopédico General Espasa, Tomo 61, pp. 766-804, redactado a partir de las informaciones disponibles a fines de la década de 1920 e inicios de la de 1930, se sorprenderá no solo de lo poco que se conocía realmente sobre aquel inmenso espacio geográfico de unos 2 500 000 de km cuadrados. Así, por ejemplo, se desconocía la situación exacta de varios señoríos monásticos y principados y reinos vasallos oficialmente sometidos o bien al gobierno de Lhasa, o bien al de China y se estimaba que la población de todo el conjunto podía oscilar entre un mínimo de tres millones de habitantes y un máximo de doce. Por supuesto, se carecía de mapas detallados de la mayor parte del territorio y las noticias sobre la etnografía de sus habitantes, su organización política, su vida económica, religiosa, cultural, etc. oscilaban entre lo difuso, lo fantasioso y lo sorprendente.

Uno de los aspectos más singulares de aquel Tíbet de la primera mitad del siglo XX era el de la existencia de una acusada diferencia entre las poblaciones nómadas, englobadas bajo la denominación general de drokpa, y los tibetanos sedentarios. Los sedentarios conformaban dos tercios de la población tibetana y los nómadas el otro tercio. Ahora bien, también existían notables diferencias entre los distintos grupos seminómadas y nómadas a los que los tibetanos sedentarios agrupaban bajo la denominación general de drokpa: los que pastoreaban sus rebaños al sur y al oeste de Lhasa solían ser poco belicosos y se hallaban, en mayor o menor medida, sometidos al gobierno tibetano; pero los que hacían pacer a sus inmensos rebaños de yaks, cabras, ovejas y caballos al norte y al este de Lhasa, es decir, en la gigantesca meseta helada del Changtang, en las pendientes y valles de los Kunlun Shan, en las montañas de Hengduan y en las abruptas y abismadas cabeceras de los valles del río Amarillo, del Yangtsé y del Mekong, eran famosos desde siempre por su carácter aguerrido, independiente y anárquico. Se trataba, principalmente, de los khambas, a veces denominados changpas, esto es, “los norteños”, agrupados en muchas tribus, como las de los bawa, los chengdru, los nangchen, los nakchu, los rakshi, los gumpa, los horpas, los chengdren, o los Markham, a su vez subdivididos en innumerables grupos, y de los goloks, los “rebeldes,” divididos en tres tribus principales. Pero ya fueran khambas o goloks, o cualquier otra tribu, todos ellos eran gentes que no aceptaban más gobierno que el de sus jefes y por ello, en los despachos de los gobernantes de Lhasa y Nankín se los denominaba simplemente como “bandidos” y “bárbaros.” Serían esos despreciados “bandidos” y “bárbaros” y no el ejército regular tibetano los que defenderían la supervivencia no ya del Tíbet como nación independiente, sino también, y ante todo, de su religión, cultura y formas de vida.

En 1950 el Tíbet seguía siendo un territorio habitado por gentes que vivían conforme a formas sociales y económicas más propias de la Edad Media que del siglo XX. El dalái lama, el dios-rey del Tíbet, era un gobernante con poderes absolutos y la mayor parte de la población vivía bajo un régimen que se suele catalogar como servil. No obstante, muchos de los datos transmitidos por el gobierno de Mao Zedong sobre la pobreza e injusticia que reinaban en Tíbet eran fruto de la propaganda y buscaban ante todo justificar la invasión china del territorio y después, la transformación violenta, cuando no erradicación, de la sociedad y cultura tibetanas.

Dalái lama niño tíbet

Tenzin Gyatso, 14.º dalái lama de niño, década de 1940. Proclamado encarnación del 13.º dalái lama en 1940, con tan solo cinco años, asumirá el poder político como jefe del gobierno tibetano con tan solo quince, coincidiendo con la invasión china. Fuente: Wikimedia Commons.

Pues aunque es cierto que los monasterios y la nobleza tibetanas poseían inmensas propiedades en donde trabajaban miles de personas –para el monasterio de Trepung trabajaban 25 000 campesinos y 16 000 pastores, mientras que el jefe del ejército del dalái lama poseía 400 000 hectáreas en las que laboraban 35 000 siervos–, también es cierto que, según reconocieron las autoridades de la China comunista, el 50% de los campesinos y pastores de las regiones agrícolas de ü-Tshan, loka y Tak, esto es los habitantes de las comarcas que se extienden desde Lhasa hacia las fronteras de Nepal, India y Bután, eran propietarios de sus tierras que les eran concedidas mediante una fórmula que rezaba: «Son tuyas hasta que el cuervo se vuelva blanco y hasta que los ríos corran hacia arriba», mientras que los nómadas del norte y del este, los que habitaban en Changtang, Kham y Amdo, podían ser nominalmente vasallos de tal o cual señor o monasterio, pero en la práctica eran los propietarios de sus rebaños y tierras de pastoreo y solo pagaban impuestos o rentas cuando les convenía o de forma esporádica. De hecho, la mayor parte de tribus, clanes y familias seminómadas y nómadas iban y venían a su antojo y solían compaginar el cuidado de sus rebaños con el bandidaje o con el cobro de peajes, léase chantaje, a las caravanas que atravesaban sus territorios.

Unos territorios enclavados en una geografía grandiosa. El Tíbet no solo es conocido como “el techo del mundo”, sino también como “la torre del agua de la Tierra”, pues allí nacen los principales ríos de Asia: el Indo, el Brahmaputra, el Mekong, el Yangtsé, el río Amarillo, el Salween y otros muchos que manan desde los extensos glaciares tibetanos que constituyen la tercera reserva de hielo más grande del planeta tras la Antártida y el Ártico. Son los ríos que alimentan la agricultura y la industria de China, de Pakistán, de la India, de Bangladés, de Birmania, de Tailandia, de Camboya y Vietnam… Y por lo tanto, de las aguas del Tíbet dependen para su supervivencia prácticamente la mitad de la población mundial y eso, sumado a su posición geográfica dominante en Asia interior y las inmensas riquezas naturales que su territorio sin duda albergaba, otorgaban a Tíbet una importancia superior y Mao Zedong, uno de los mejores estrategas del siglo XX y uno de sus más terribles tiranos, era muy consciente de todo ello.

En 1950, el Tíbet se dividía en tres grandes regiones: ü-Tsan, Kham y Amdo, a la que los chinos llamaban Quinghai. Ü-Tsan, en donde se hallaban las fértiles regiones de Tsan, Loka y Tak, constituía el corazón del Tíbet, su área más rica y poblada y el lugar donde se hallaban Lhasa, la capital, que en aquel momento contaba con unos 35 000 habitantes, así como el gran monasterio de Tashilumpo, sede de la otra gran autoridad tibetana, el panchen lama. Ü-Pshan se hallaba vertebrado por el valle del Brahmaputra y por los de sus afluentes, alternándose los cultivos con ásperas montañas y densos bosques. Al norte de ü-Tshan se extiende la inmensidad desolada del Changtang, una gélida meseta que se alza entre los 4500 y los 5500 m de altitud. Allí, los pastos duros y cortos pueden sostener una ganadería nómada basada en la cría de yaks, cabras, caballos y ovejas, pero no pueden albergar ninguna forma de agricultura. Es un territorio salvaje de 700 000 km cuadrados en donde todavía hoy pastan las manadas de yaks salvajes, de kiangs, el asno salvaje negro, de riwoches, el caballo semisalvaje tibetano, de chiru, el antílope tibetano, de gacelas de Mongolia y de argali o baral, la famosa “oveja azul tibetana”. Manadas que, al igual que las de los animales domésticos de los nómadas, son rondadas por el lobo tibetano, el oso pardo tibetano, el leopardo de las nieves y el tigre. El Changtang es tan árido como el Sahara y tan frío en invierno como el ártico. Al norte y al este de ü-Tshan y Changtang se extendían los países de Kham y Amdo. Una tierra en donde confluían la meseta del Changtang con las montañas de Kunlun Shan y Hengduan, formando una tierra quebrada, dura y cambiante en la que se alternan las cumbres desoladas con profundísimos valles cortados a pico por los grandes ríos Yangtsé, Salween, Mekong y Amarillo y que colinda al norte con los yermos desiertos y estepas del Sinkiang y al sur y al este, con las provincias chinas de Gansu y Sichuan y con las montañosas selvas del noreste de India y del noroeste birmano.

Lhasa, Potala

Vista de Lhasa dominada por el palacio de Potala, fotografiado en 1938 por Ernst Schäfer. Fuente: Bundesarchiv Bild 135-S-15-45-32.

En todas las tierras arriba descritas, se alzaban cientos de enriscadas fortalezas y grandes monasterios igualmente fortificados, en donde reyes, príncipes, grandes abades y simples señores regían de forma independiente a sus súbditos y vasallos. Tal era el caso de la misteriosa reina de los goloks, de los príncipes de Nergue, de Batang o de los abades de Litang o de Labrang.

Los nómadas se trasladaban hasta diez veces al año para pastorear sus rebaños y eran belicosos e independientes en extremo. Los goloks, los khambas y los amdo no hacían ascos a atacar a las caravanas o a enzarzarse en luchas tribales, pero es que además y junto a ellos, y a menudo indistinguibles de ellos, estaban los chalpas, los bandidos. Gentes arriscadas y fieras que solo bajaban de las montañas para vender en las aldeas de los valles el producto de sus correrías y adquirir así fusiles, balas, sables y cebada. Los chalpas y los nómadas podían intercambiar de un día para otro sus respectivas ocupaciones y todos por igual eran devotos budistas lamaístas, lo que no les impedía acudir siempre que fuera necesario a los poderes de los “hombres del granizo”, los brujos y chamanes de la vieja religión tibetana, el chamanismo bon, que dispersaban o convocaban a voluntad a las tormentas y que dominaban o enviaban a los demonios.

El gobierno de Lhasa, situado a dos meses de viaje de las tierras de los nómadas, era tan ineficaz como débil. La nobleza de Lhasa, los jelupa, a los que los khambas llamaban con desprecio “bocas dulces”, copaba los puestos del gobierno y de la alta administración, pero era tan corrupta como ineficaz, lo que propiciaba que los jefes, nobles, abades y príncipes que gobernaban en las apartadas regiones de Changtang, Amdo y Kham recelaran de ellos y se mostraran rebeldes a cumplir sus órdenes y a aceptar su gobierno.

En 1950, con un ejército de tan solo ocho mil quinientos hombres armados con fusiles, algunas ametralladoras y cincuenta cañones, el gobierno del dalái lama no podía aspirar a dominar de forma efectiva el inmenso territorio que, sobre el papel, tenía que administrar. Tampoco podía defender sus extensas y poco claras fronteras. Para hacer esto último dependía de los guerreros que los nómadas le pudiesen proporcionar y puesto que las relaciones entre las belicosas tribus del norte y el este y los jelupa de Lhasa no eran buenas, el Tíbet siempre se halló en situación de extrema debilidad frente a los señores de la guerra chinos, al gobierno del Kuomintang y, al cabo y desde octubre de 1949, frente a la China comunista. Además, sin carreteras aptas para vehículos a motor, con tan solo una línea telegráfica y seis estaciones de radio para comunicarse con sus provincias y con el mundo exterior, la recepción de noticias, la transmisión de órdenes, el envío de armas, dinero o tropas, etc. eran empresas lentas y problemáticas, en el mejor de los casos, y en la mayor parte de ellos, imposibles. Limitados pues los movimientos a caminos de herradura, cualquier ataque en las fronteras tibetanas tardaría días, cuando no semanas, en ser conocido por el gobierno de Lhasa y este último tardaría dos o más meses en poder enviar ayuda al punto amenazado.

Soldados del Ejército tibetano

Soldados del Ejército tibetano en formación frente a la fortaleza de Shigatse, 1938. Tras la independencia de facto del Tíbet en 1912, el 13.º dalái lama entendió la necesidad de contar con un ejército profesional dependiente del gobierno central de Lhasa, para lo que recurrió a instructores y a la compra de material británicos. Fuente: Bundesarchiv/Wikimedia Commons.

Así que las tribus del Changtang, Kham y Amdo, de espíritu tan rebelde como belicoso, podían ser un problema para el gobierno del dalái lama, pero también eran una eficaz barrera contra los deseos chinos de recuperar el control efectivo sobre el Tíbet. Vestidos con sus largas chubas que a veces ribeteaban con piel de leopardo de las nieves, con sus largos cabellos peinados en múltiples trenzas engrasadas con mantequilla de yak, luciendo sobre sus espaldas vistosos relicarios de oro o de plata que contenían amuletos a los que se atribuía el poder de desviar las balas y adornadas sus orejas con largos pendientes de los que colgaban ornatos de turquesa, jade o ámbar, seguían siendo hacia 1950 gentes orgullosas y fieras que encarnaban para los chinos la imagen de la barbarie. Y ciertamente eran la pesadilla de cualquier soldado chino: jinetes hábiles y arrojados que montaban sobre caballos excepcionalmente resistentes, los de las razas Yushu y Nangchen, capaces de galopar a 6000 m de altitud, y armados con viejos fusiles en cuyos cañones, a menudo, sujetaban puntiagudos cuernos de antílope tibetano a modo de salvajes bayonetas, eran insuperables como tiradores, invencibles en el cuerpo a cuerpo al que se lanzaban esgrimiendo sus temidos sables, y letales como guerrilleros al ser dueños absolutos de un territorio imposible en el que el simple esfuerzo de avanzar unos pasos dejaba sin aliento a los soldados chinos criados en las llanuras.

China contaba con algunas guarniciones militares en Kham oriental y en Quinghai/Amdo, pero en 1918 los khambas y algunas tribus de Amdo se sublevaron contra el gobierno chino y expulsaron a sus soldados y funcionarios. El dominio de China sobre estas regiones era escaso, pero a partir de la exitosa sublevación khamba pasó a ser nulo. De hecho, los khambas no se conformaron con expulsar a las guarniciones chinas, sino que cayeron sobre la provincia china de Sichuan y tomaron la ciudad de Kanding, victorias que provocaron la intervención de la diplomacia británica que logró parar el avance de los khambas a cambio de conseguir para estos una total autonomía de China. Cuando en 1928 los chinos rompieron el acuerdo y atacaron nuevamente Kham oriental, el situado entre la ciudad china de Kanding y el alto Yangtsé, los khambas volvieron a vencerlos, siendo nuevamente el Imperio británico el encargado de acordar una paz en 1932. Paz que no duró mucho, pues al año siguiente, los hermanos Pangdan Tshang, unos nobles khambas a la par que unos ricos comerciantes, propiciaron un gran levantamiento en Kham y Amdo dirigido tanto contra el gobierno tibetano de Lhasa, como contra el de la China nacionalista del Kuomintang. Los hermanos Pangdan Tshang consiguieron aunar a todas las tribus khambas y a una parte de las de Amdo y combatieron duramente tanto a los ejércitos de Chiang Kai-shek como al que capitaneaba Mao Zedong en 1935 durante su épica y archiconocida “Larga Marcha” que le llevó hasta el país de los khambas. Los hermanos Pangdan Tshang solo depusieron las armas en 1935 tras lograr un nuevo acuerdo con los gobiernos de Lhasa y Nankín. Ese mismo año, el gobierno de Lhasa estableció a un gobernador de Kham occidental en Chamdo, al oeste del alto Yangtsé, y Chiang Kai-shek estableció la provincia de Sikang que unía el Kham oriental con la provincia china de Sichuan y que tenía su capital en Kanding. Pero en la práctica, en cuanto uno se alejaba de las aisladas ciudades de Chamdo y Kanding, la autoridad de los tibetanos de Lhasa y de los chinos era inexistente.

También en Amdo, a la que los chinos llamaban Quinghai, se había combatido con furia en las décadas de 1920 y 1930. Los señores de la guerra de Gansu, Ma Qi, su hermano Ma Ling y su hijo Ma Bufang, acaudillaron a los chinos musulmanes de la etnia hui y trataron de dominar Amdo, pero chocaron con los ingobernables goloks. Las tres tribus goloks, que se decía regidas por una misteriosa reina que era la encarnación mortal de una diosa y que poseía rebaños inmensos, amén de estar casada con diecisiete hombres, ofrecieron una enconada resistencia a las tropas y funcionarios enviados a sus tierras por Ma Qi y sus sucesores. Situados a caballo de las cabeceras del río Amarillo y del Yangtsé, el país golok era la llave para el dominio sobre Quinghai, una extensa región de más de 720 000 km cuadrados.

Los goloks, a veces también llamados gologs, eran un pueblo salvaje, mezcla de refugiados khambas y amdos, que tenían a gala no haberse sometido jamás a ningún gobierno, ni al de China, ni al de Lhasa. De hecho, solo desde 1828 habían comenzado a recibir misioneros budistas y en su mayor parte seguían fieles a su primitiva religión chamánica. En 1921 Ma Qi, el señor de la guerra chino que comandaba el llamado Ejército de Ninghai, formado por musulmanes chinos de la etnia Hui que operaban desde la provincia china de Gansu, harto de que los goloks atacaran sus correos y sus suministros, decidió exterminarlos. Comenzó por atacar por sorpresa a una banda de nómadas dando muerte hasta al último de sus componentes sin atender a su sexo o edad. Luego envió negociadores a las montañas para convocar a las tres tribus goloks a una gran asamblea de paz. Cuando las tribus acudieron y plantaron sus tiendas en el lugar designado para la gran asamblea de paz, las tropas chinas, armadas con modernos fusiles, ametralladoras y cañones, abrieron fuego de improviso y se lanzaron sobre los sorprendidos goloks dando muerte a miles de ellos y arrojando sus cuerpos al río Amarillo. No fue sin embargo el final de la lucha, pues los supervivientes de la matanza se refugiaron en lo más remoto de su territorio e iniciaron una guerra sin cuartel contra los chinos.

Guerrero tibetano a caballo fotografiado en 1903/1904, previo a la modernización del Ejército en 1913 por el 13.º dalái lama. Su aspecto y armamento no difiere en absoluto de la panoplia de siglos anteriores mostrada anteriormente, y tampoco sería muy diferente del de los nómadas de décadas posteriores. Fuente: Wikimedia Commons.

Para complicar aún más la situación, el gobierno tibetano del dalái lama, deseoso de aprovechar las guerras civiles que en China desataban los señores de la guerra, envió a su ejército a la conquista de Amdo meridional. En 1922-1923, un ejército tibetano, apoyado por los goloks, penetró profundamente en Amdo meridional, pero terminó siendo vencido y expulsado por las tropas hui de Ma Qi y de su hermano, Ma Ling. Al cabo, en 1928 el gobierno central chino restauró su autoridad en Quinghai/Amdo, aunque el hijo de Ma Qi, Ma Bufang, siguió siendo la máxima autoridad en toda el área. En fin, en 1932 un conflicto desatado por el dominio sobre un monasterio, provocó una nueva guerra entre el reino del Tíbet y Ma Bufang, el señor de la guerra reconvertido en gobernador, quien, nuevamente, derrotó a las tropas enviadas por Lhasa. En 1933 se acordó al fin una precaria paz.

Pero pese a las victorias de Ma Bufang y a su pretensión de dominar la nueva provincia de Quinghai, lo cierto es que, más allá de las escasísimas ciudades y guarniciones chinas, el país de Amdo siguió siendo dominado por los belicosos goloks, por sus primos, los nómadas khambas, y por una miriada de señores locales y grandes abades tibetanos.

Esa era la situación cuando en enero de 1950 Mao Zedong, el líder de la nueva China comunista, anunció su determinación de invadir el Tíbet.

Un ejército de budas. La exitosa invasión de 1950

Mao Zedong preparó con minuciosidad su invasión del Tíbet. Para mayo de 1950 ya había dispuesto a 120 000 soldados escogidos y armados con lo mejor de los arsenales chinos: fusiles de asalto soviéticos, ametralladoras ligeras, morteros y cañones de montaña de reciente fabricación. Treinta mil de ellos penetrarían en Tíbet desde Sinkiang, el Turquestán chino, en donde los uigures, los kazajos y otros pueblos se habían alzado contra el gobierno de la nueva República Popular China. Esa columna de treinta mil hombres abriría una nueva carretera y lo haría invadiendo territorio indio, pues cruzaría el famoso “mar helado” de Marco Polo, el aparentemente impracticable Ashai Chin, una región tan remota y deshabitada del Ladakh, a la sazón parte de Cachemira, que las autoridades de la India no se enteraron, ni del paso del ejército chino, ni de la construcción de la citada carretera. Fue un movimiento audaz por parte de los chinos y, como se vería, decisivo, pues este avance inesperado desde el norte haría imposible para el gobierno tibetano de Lhasa organizar cualquier defensa efectiva contra la invasión china y, en lo peor de la guerra, cuando los khambas cortaran las otras dos carreteras que comunicaban China con Lhasa, la vía Urumchi-Lhasa permanecería abierta y aseguraría así el dominio chino.

invasión china guerra del Tíbet Ejército Popular de liberación

Una columna de soldados chinos del llamado Ejército Popular de Liberación se adentran en las montañas del Tíbet, 1950. Fuente: Wikimedia Commons.

A la par, en Quinghai y Sichuan se concentraban otros 90 000 soldados chinos. La superioridad numérica era pues aplastante: 120 000 hombres armados y equipados con lo mejor de los arsenales soviéticos contra 8500 soldados tibetanos armados con viejos fusiles ingleses y apoyados por 50 cañones de montaña de la Primera Guerra Mundial. En mayo, Mao Zedong ordenó a sus tropas en Sichuan que avanzaran y ocuparan Kham oriental hasta el Yangtsé. Esta región, independiente de facto desde el final del levantamiento de los hermanos Pangdan Tsang en 1935, pudo haber servido de muro de contención al Tíbet, tal y como ya lo hiciera en 1918, 1928 y 1932-1935. Pero la enemistad que existía entre los hermanos Pangdan Tsang y el gobierno de Lhasa, sumada a la tradicional desconfianza de las tribus, señores y abades khambas hacia el gobierno del dalái lama y a las promesas de Mao Zedong de que respetaría la autonomía y costumbres de las gentes de Kham, paralizó cualquier amago de resistencia y permitió que los soldados chinos se plantaran a orillas del alto Yangtsé que marcaba la frontera oficial entre China y Tíbet. En junio, las tropas chinas cruzaron el Yangtsé y ocuparon la pequeña ciudad de Denko en donde establecieron una pequeña guarnición. El gobernador tibetano de Kham occidental, a la sazón en la capital de su gobernación, Chamdo, reaccionó con vigor: consciente de que solo el apoyo de los khambas le permitiría rechazar a los chinos y mantenerlos al este del Yangtsé, convocó a los señores y nobles khambas y logró su colaboración. De inmediato, ordenó a su estación de radio, una de las seis con las que contaba el Tíbet, que comunicara al gobierno de Lhasa la invasión china. Por último, mientras esperaba el envío de refuerzos, envió a cuatrocientos soldados tibetanos y a doscientos voluntarios khambas a que recuperaran Denko y obligaran a los chinos a repasar el Yangtsé. Estaba a punto de iniciarse una guerra aún no declarada.

Declarada o no, se combatió. En junio, el oficial tibetano al mando de la pequeña hueste se plantó ante Denko y exigió al oficial chino al mando que evacuara su posición y volviera al otro lado de la frontera. Ante la negativa china, se inició el asalto de la posición enemiga. Los cuatrocientos soldados del ejército tibetano derrocharon valor, pero fueron rechazados una y otra vez por el nutrido fuego de fusil y ametralladora con que les castigaban los chinos atrincherados en las casas y calles de Denko. Los tibetanos optaron al cabo por hacer lo propio aprovechando los muros que limitaban los sembradíos que rodeaban la pequeña población y todo podía haber quedado en eso, en un furioso pero inútil intercambio de fuego, si no fuera porque los doscientos jinetes khambas que habían acompañado a los soldados tibetanos se cansaron de esperar. Habían venido a combatir e iban a hacerlo. ¿Para qué si no habían recibido los poderosos amuletos que les habían entregado sus chamanes bon y que los protegerían de las balas chinas? Así que cargaron sus viejos fusiles, desenvainaron sus sables y cargaron.

Fue como si una tormenta de granizo se desatara. Los doscientos jinetes khambas pasaron a todo galope por entre las posiciones de los sorprendidos soldados tibetanos, desafiaron el fuego que les hacían los chinos y penetraron a tiro limpio y a golpe de sable en las empinadas, estrechas y laberínticas calles de Denko. Conforme entraban en la población, saltaban de sus caballos y se enzarzaban en combates cuerpo a cuerpo con los chinos que, atemorizados ante el aspecto salvaje y la fiereza de aquellos guerreros tribales, se desordenaron y entraron en pánico. Calle a calle, casa por casa, los khambas, ya auxiliados por los soldados tibetanos, fueron acorralando y dando muerte hasta al último de los soldados invasores. Al atardecer, arrojaron los cuerpos de unos quinientos soldados chinos a las rugientes aguas del alto Yangtsé. La guerra del Tíbet había comenzado y unos guerreros que parecían sacados de los tiempos de Songtsen Gampo y Gengis Khan habían ganado la primera de sus batallas.

Unos días más tarde, el 25 de junio de 1950, estalló la Guerra de Corea y eso, sumado a la lejanía de las regiones en donde se estaban entablando los primeros compases, motivó que el mundo ignorara por completo la invasión china del Tíbet.

Pero la invasión no se detenía por ello. Ese mismo verano, Mao Zedong logró que sus tropas aplastaran por completo la resistencia de los guerrilleros uigures de Sinkiang y eso favoreció aún más los movimientos de sus tropas. Mientras, las autoridades de Lhasa estaban desorientadas. No sabían que treinta mil soldados chinos avanzaban sobre la capital desde el norte atravesando Ladakh y en cuanto a los combates entablados en Denko, su única respuesta fue sustituir al valiente gobernador que había ordenado la reconquista de la plaza por un intrigante y cobarde noble, Ngapo, quien tenía orden de negociar a toda costa con los chinos.

Mapa de invasión China del Tíbet

Mapa de China y el Tíbet en el contexto asiático. Pincha en la imagen para ampliar. © Desperta Ferro Ediciones

Como el viaje entre Lhasa y Champo, capital de la provincia de Kham occidental, llevaba dos meses, las tropas tibetanas y sus auxiliares khambas, ajenas a las intenciones del nuevo pero todavía ausente gobernador, continuaron rechazando los intentos del ejército comunista por pasar el Yangtsé. Mientras, Mao, continuaba acumulando tropas en las fronteras del Tíbet y avanzando posiciones: tras someter por completo Sinkiang, hizo otro tanto con la provincia de Quinhgai/Amdo, en la que penetraron cuarenta mil soldados chinos que atacaron a las tribus locales y saquearon los monasterios tibetanos, entre ellos, los muy afamados de Serten y Shatson, en donde dieron muerte a muchos de sus monjes. A la par, las autoridades chinas entablaban conversaciones con autoridades religiosas tibetanas de Kham y Amdo para atraérselas y socavar la autoridad del dalái lama, a la sazón un adolescente de quince años. Así, por ejemplo, el hermano mayor del dalái lama y abad del gran monasterio de Qhumbum, recibió la oferta de ser nombrado gobernador general del Tíbet a cambio de su apoyo. Pero este se negó y se apresuró a informar al gobierno de su hermano menor de las intenciones chinas. ¿Y cuáles eran estas? Impedir que los tibetanos se unieran contra ellos. Mao sabía muy bien que si el gobierno de Lhasa lograba aunar sus escasos recursos militares con los que podían aportarle los guerreros de las tribus khambas y goloks, la invasión del Tíbet podía fracasar. Al fin y al cabo, las tropas chinas se enfrentaban al que es, probablemente, el territorio más difícil del planeta. Un país inmenso al que los chinos llamaban y con razón, “el gran espacio vacío”. Una tierra donde hasta respirar se convertía en una hazaña y por la que no cruzaba ninguna carretera apta para vehículos modernos y cuyos escasos caminos, simples sendas por las que podían marchar las caravanas de caballos y yaks tibetanos, pero no los camiones, ni aún los caballos y mulas criados en China, podían ser cortados de inmediato por la acción decidida de los guerreros tribales que dominaban las montañas y los pasos de los turbulentos ríos. Un país así solo podía ser conquistado si su gobierno se dejaba intimidar, y eso fue lo que precisamente ocurrió.

Mientras los chinos progresaban por las heladas desolaciones de Ladakh y atacaban los monasterios de Amdo y de Kham oriental, el Tíbet sufrió el mayor terremoto de su historia: un seísmo de 8,6 grados que mató a miles de personas y que fue como una advertencia de los dioses y espíritus. En esos mismos días, mediados de agosto, las tropas chinas aprovecharon el desconcierto provocado por el terremoto para ocupar la ciudad tibetana de Batang en Kham oriental y pasar el Yangtsé por vados situados al sur y al norte de Denko, en donde continuaban resistiendo las tropas tibetanas y sus auxiliares khambas. Los belicosos guerreros nómadas se creían más que capaces de frenar a los chinos, pero a inicios de septiembre llegó al fin el nuevo gobernador tibetano, Ngapo y de inmediato entabló negociaciones con los chinos. Sin el apoyo del gobernador, que se negó a entregar armas y municiones a los khambas para que combatieran a los chinos, estos últimos no tuvieron ya problema alguno en retomar Denko y en marchar sobre Chamdo. Ngapo se limitó a huir de su capital y a enviar nuevas proposiciones de paz a los chinos. Para ese entonces, mediados de octubre de 1950, tres columnas chinas avanzaban sobre Lhasa sin oposición: la que venía del norte atravesando Ladakh y cuyo progreso, al fin, tras más de cuatro meses, era advertido por el gobierno de Lhasa; la que penetraba en Tíbet central desde Amdo y la que acababa de ocupar Chamdo y progresaba desde Kham. ¿La reacción del dalái lama y su gobierno? Huir de Lhasa en dirección a la India. Era el fin de la resistencia. Mao Zedong, como hábil estratega que era, ofreció la paz, pues sabía que aún necesitaría de las autoridades tibetanas para ocupar efectivamente el inmenso país. En breve se firmarían los famosos “Diecisiete puntos” por los que el Tíbet reconocería la soberanía china, aceptaría la instalación de guarniciones y de autoridades chinas y a cambio, la República Popular China reconocería la autonomía del Tíbet y permitiría que el dalái lama siguiera al frente de un gobierno autónomo. China garantizaba también que no se trastocaría el orden social, económico y religioso del Tíbet. Para inicios de 1951 todo parecía resuelto: el Tíbet era ahora una región autónoma china y el dalái lama estaba de nuevo en Lhasa. Todo parecía en orden y los soldados chinos marchaban por los caminos del Tíbet sin oposición. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, se decían los tibetanos, eran “un ejército de budas”, pues Mao había dejado claro que sus tropas deberían de comportarse de forma intachable sin requisar nada, sin saqueos, ni desmanes de ninguna clase y respetando los monasterios y aldeas sin interferir en su vida religiosa y social. Era el tiempo de la ocupación y esta solo podía hacerse con el beneplácito de las gentes del Tíbet. Docenas de nobles tibetanos, tanto del Tíbet central como de Kham y Amdo, fueron invitados a Pekín en donde se les trató magníficamente y se les aleccionó sobre las maravillas que la nueva China traería a sus tierras. ¿Quién recordaba ya la profecía que el XIII dalái lama hizo en su testamento en 1935?: “El tiempo presente es el de los cinco reyes de la degeneración en todos los países. Pero la peor degeneración será la de trabajar entre la gente roja”.

Los nómadas dicen no a Mao 1951-1956

En cuanto las tropas chinas asentaron guarniciones en Lhasa, en las rutas principales de comunicación y en las capitales provinciales del Tíbet, el “ejército de budas” comenzó a transformarse en un ejército de ocupación. Con la colaboración del gobierno del dalái lama, los chinos comenzaron a construir carreteras. Aquella era la clave del dominio del Tíbet. Entre 1951 y 1953 se construyó la carretera Sichuan-Chamdo-Lhasa, una serpenteante vía lo suficientemente ancha como para que se cruzaran en ella dos camiones y que se extendía desde la ciudad china de Kanding hasta Lhasa a lo largo de más de 2200 km, esto es, la distancia que separa Madrid de Berlín. También se amplió la senda, no podía aún llamársele carretera, que unía Urumchi, capital del Sinkiang chino, con Lhasa, atravesando unos mil kilómetros de montañas y mesetas heladas que con frecuencia se hallaban a más de 5000 m de altitud y pasando en su recorrido por territorio indio sin que el gobierno de Nehru, a la sazón el gobernante de la India, en pleno idilio con la China de Mao, protestara al respecto. Y con las carreteras llegaron los soldados y los funcionarios chinos. Al principio parecían limitarse a abrir escuelas, hospitales y almacenes, amén de hablar sobre los beneficios que el comunismo y la pertenencia a China traían al pueblo. Luego, a partir de 1952 comenzaron a hacer un censo y a dividir a la población en clases sociales, un concepto, el de clase social, incomprensible para la inmensa mayor parte de los tibetanos. Tres de esas “clases” agrupaban a los que el gobierno chino decidió identificar como “terratenientes” y “propietarios de siervos” y que a menudo no eran sino campesinos y nómadas propietarios de unas pocas hectáreas o de una manada de yaks. Incapaces de comprender el sistema social, las costumbres y la religión tibetanas, los chinos trataron de atizar la lucha de clases, pero se encontraron con una silenciosa oposición: la mayoría de los “siervos” e incluso de los “mendigos” y “desposeídos” no solo no apoyaban las “acciones revolucionarias” a las que los alentaban los comunistas chinos, sino que seguían manifestando a sus señores, laicos y religiosos por igual, su obediencia y respeto. Aquello exasperaba a los chinos. Así que comenzaron a ridiculizar y humillar públicamente a los nobles, a los gap –jefes tribales– y a los abades budistas. Así, por ejemplo, obligaban a los señores locales y a los jefes tribales a ponerse a cuatro patas en las plazas de las aldeas y les colocaban una silla de montar en las espaldas e invitaban al pueblo, silencioso y avergonzado ante aquellas burdas burlas, a que los “montaran”. Aquellas brutales representaciones se combinaron con ataques contra los monjes y contra la religión, pues los chinos comprendían muy bien que todo el sistema social tibetano descansaba no sobre la coacción de la fuerza, sino sobre la fe tibetana. A la par, comenzaron a llegar los primeros colonos chinos a las tierras de Kham oriental y Amdo, y dieron comienzo también los primeros pasos en la colectivización del campo tibetano. Primero se trató de convencer a los pastores nómadas de las montañas y las mesetas y a los campesinos y ganaderos de los valles de que entregaran sus rebaños y sus tierras a la colectividad. Evidentemente, los chinos no lograron convencer a nadie de tal disparate y su frustración se manifestó en acciones violentas. Así que el ambiente se iba caldeando y los tibetanos comenzaron a comprender que habían cometido un error obedeciendo las órdenes del dalái lama y de su gobierno de no ofrecer resistencia a la penetración china.

PLA ejército popular de liberacion lasha tibet

Efectivos del Ejército Popular de Liberación chino marchan frente al palacio de Potala, en Lhasa, mayo de 1952. Fuente: Wikimedia Commons.

Entre los descontentos menos dispuestos a seguir cediendo ante los chinos estaban los khambas. La mayoría de ellos eran nómadas que pastoreaban sus rebaños en un inmenso espacio de 700 000 km cuadrados que se extendía desde Ladakh al oeste hasta Sichuan al este y desde Amdo meridional al norte, hasta las fronteras con la India al sur. Junto con los goloks y otros grupos nómadas, sumaban quizá dos millones de personas y se sentían miembros de “una raza de reyes”. Gentes así no podían tolerar mucho tiempo que los funcionarios y soldados chinos se burlaran de sus jefes, ridiculizaran a sus lamas y monjes, les arrebataran el ganado o les dijeran donde podían o donde no podían apacentar sus manadas de yaks, caballos, ovejas y cabras. La fama guerrera de estos nómadas era bien conocida por todos y el propio Mao Zedong había experimentado de primera mano su ferocidad durante los combates librados contra ellos por las tropas comunistas en 1935 durante su Larga Marcha. En octubre de 1950, y a propósito de la derrota que los khambas infligieron a los chinos en Denko, Mao pidió nuevos informes. Uno de tales reportes decía: “Los khambas son guerreros a caballo, salvajes, indisciplinados y acostumbrados a vivir del saqueo”. ¿De verdad que las autoridades comunistas se imaginaban que gentes así les entregarían sin combatir sus rebaños, sus tierras de pasto y su libertad? El dalái lama, que los conoció muy de cerca durante su famosa huida de Lahsa en 1959, pues fueron guerreros khambas quienes lo escoltaron hasta la India, dijo sobre ellos: “La posesión más preciada de los khambas es un fusil”. Sí, hasta el más pobre de los nómadas poseía uno y puede que muchos de esos fusiles fueran anticuados, pero cada nómada era un tirador experto que, apostado tras una roca o galopando enloquecidamente, era muy capaz de volarle los sesos a cualquiera. El cónsul británico en Lhasa no tenía tampoco dudas al respecto y afirmaba sobre ellos: “Son una especie de guerreros salvajes y pendencieros”. La guerra solo estaba esperando a estallar.

Y estalló. En el verano de 1953 en Kham y Amdo, las autoridades chinas comenzaron a arrestar a los monjes, jefes y señores que se negaban a ayudarlos en sus planes de “colectivización” y “transformación” de la sociedad tibetana. Muchos de los arrestados fueron fusilados públicamente o torturados de forma atroz. Por ejemplo, en mayo de 1953, en la pequeña ciudad de Doi, los chinos detuvieron a trescientos hombres pertenecientes a la clase de “propietarios de siervos” y, ante la multitud horrorizada, les pegaron a todos un tiro en la nuca mientras advertían a gritos que esa sería la suerte de todos los que se opusieran al socialismo.

Junto con tales atrocidades, que contravenían los famosos “Diecisiete puntos” pactados con el dalái lama y su gobierno y que garantizaban la pervivencia del modo de vida de los tibetanos, los chinos reiniciaron sus asaltos contra los monasterios y a inicios de 1954 dieron un nuevo paso en su camino hacia la conversión del Tíbet en “un paraíso socialista”: ordenaron la colectivización forzosa. Ya no se trataba de convencer, sino de imponer. Los nómadas y los campesinos se vieron desposeídos violentamente de sus rebaños y de sus tierras y se les conminó a asentarse en puntos controlados por soldados y funcionarios chinos y a someterse a sus directrices. Pese a los llamamientos a la paz que el dalái lama seguía haciendo, fáciles de hacer para alguien que, junto con sus nobles y ministros llevaba una vida segura y regalada en los palacios de Potala y Norbulingka, la rabia y el deseo de defender sus rebaños, sus tierras, su fe y sus tradiciones, llevaron a los khambas, a los goloks y a muchos campesinos tibetanos a alzarse. En agosto, el Tíbet estalló en llamas. Los khambas, capitaneados por sus gap, sus jefes tribales y por los nobles más aguerridos, cortaron la carretera que comunicaba Lhasa con China y comenzaron a asaltar las ahora aisladas e incomunicadas guarniciones chinas. Pese a los intentos de la propaganda china por ocultar lo que estaba pasando, el mundo, aunque mal y escasamente informado, se enteró de que el Tíbet se había alzado en armas contra la China comunista. El 28 de agosto de 1954 el The New York Times informaba:

“Según anuncia Formosa –esto es, el gobierno nacionalista chino refugiado en la actual Taiwán– 40 000 campesinos tibetanos han tomado parte en el levantamiento que se ha producido en el Tíbet oriental, resultando muertos la mayoría de los rebeldes por las tropas regulares comunistas llegadas a dicha zona para reprimir la rebelión”.

Sí, los chinos se emplearon a fondo y las matanzas de población civil fueron indiscriminadas y espantosas, pero la rebelión no cesó, ni fue aplastada, sino todo lo contrario: El 2 de septiembre en The Guardian, se informaba de que el XVIII Cuerpo de Ejército chino había sido enviado apresuradamente a Kham y de que la situación allí era desesperada para los chinos. Tanto que Mao Zedong había solicitado con urgencia el apoyo de la URSS para aplastar la sublevación khamba. El 21 de octubre The New York Times publicaba un informe en el que se revelaba que las tropas comunistas se retiraban del Tíbet oriental, esto es y en aquel momento, Kham oriental, habiéndose visto obligadas a ofrecer la administración y gobierno de dicha zona al abad de Litang.

Mientras, el dalái lama estaba en Pekín y eso provocó que Kham occidental y Amdo no se rebelaran pues se temía por su seguridad. El dalái, por otra parte, seguía empeñado en predicar la no violencia pese a las matanzas y atrocidades cometidas por los chinos desde 1953 y eso, y su absoluta colaboración con el gobierno chino, le permitió regresar a Lhasa en abril de 1955. Su regreso fue la señal para que los khambas de Kham occidental se sumaran a la rebelión de sus hermanos del otro lado del Yangtsé. Mao, enfurecido, envió nuevas tropas a Sichuan y Quinghai con la misión de aplastar toda resistencia, pero se veía lastrado por la necesidad de mantener el apoyo a su aliado, Corea del Norte, pues la tensión en Corea seguía siendo fuerte pese a que una tregua regía allí desde 1953. Además, en Sinkiang habían estallado nuevas rebeliones de los uigures y kazajos. Así que tenía que desviar hacia esas zonas, Corea y Sinkiang, buena parte de sus recursos.

Tenzin Gyatso dalái lama mao zedong Pekin

Mao Zedong flanqueado por Tenzin Gyatso, 14.º dalái lama (a su izquierda), y por Choekyi Gyaltsen, 10.º panchen lama, máximas autoridades políticas y religiosas del Tíbet, Pekín, 11 de septiembre de 1954, días antes de asistir a la sesión de investidura de la I Asamblea Nacional Popular de China. Fuente: Wikimedia Commons.

Así que en el verano de 1955, tras un año de combates, Kham seguía libre del dominio chino y no solo eso, sino que su rebelión amenazaba con abortar por completo la ocupación de las otras regiones tibetanas en cuanto por Kham pasaban las principales vías de comunicación con Lhasa y el resto de Tíbet central y occidental. Ante tal peligro, Mao Zedong logró al fin concentrar unos doscientos mil soldados chinos en Sichuan y lanzarlos a la reconquista de Kham oriental. En octubre, los rebeldes khambas acudieron a la defensa de Litang y su maravilloso y enorme monasterio. El abad de Litang los animó a resistir y distribuyó entre el pueblo las viejas armas, fusiles de la Primera Guerra Mundial y hasta viejos mosquetones de chispa, amén de lanzas, espadas y sables, que los monjes poseían. cuando las tropas chinas se adentraron en las montañas y valles de Kham oriental, la resistencia fue encarnizada. Las órdenes de las tropas chinas que habían penetrado nuevamente en Kham oriental eran claras: dar muerte a los rebeldes, desarmar a los nómadas y campesinos, destruir los monasterios y fusilar a los monjes. No habría pues cuartel para los khambas. Ellos tampoco lo darían.

Mientras tanto, y por primera vez, la rebelión del Tíbet atrajo la atención de las demás potencias. Ya hemos visto cómo la URSS acudió en auxilio del ejército chino y le envió armas, equipos y asesores militares para combatir a los sublevados khambas, ahora, ante la negativa del gobierno del dalái lama de auxiliar a los rebeldes, estos acudieron al gobierno nacionalista chino asentado en Taiwán. El promotor de esta acción fue el más capaz de los hermanos Pangdan: Rapgia Pangdan. Veterano dirigente de las sublevaciones khambas de 1918-1919, 1928-1932 y 1933-1935 y que ahora, desengañado con los comunistas chinos que en un primer momento lo habían convencido de que colaborara con ellos, se volvía hacia sus antiguos enemigos: el gobierno nacionalista chino del Kuomintang en demanda de armas y dinero para la rebelión khamba. A través del gobierno nacionalista chino de Taiwán, EEUU comenzó a su vez a enviar algunas armas a los rebeldes. La ayuda de nacionalistas chinos y norteamericanos era, sin embargo, escasa y se veía además entorpecida por la India que cerró sus fronteras e impidió que los suministros para la guerrilla tibetana pasaran por ellas, de modo que solo mediante el lanzamiento en paracaídas de armas y suministros podían recibir auxilio los sublevados.

En febrero de 1956 los chinos, a base de sostener terribles combates, alcanzaron al fin Litang. Allí, en el gigantesco monasterio, se habían atrincherado cuatro mil monjes y dos mil guerrilleros khambas. Atemorizados ante la crueldad desplegada por las tropas chinas, junto a los monjes y guerreros khambas, ocho mil mujeres, niños, ancianos y gentes desarmadas se habían refugiado también a resguardo de las enormes murallas del gran monasterio. Este constituía una auténtica ciudadela repleta de grandes edificios comunicados por estrechas calles y constituía por lo tanto una fortaleza difícil de tomar.

Durante sesenta y seis días, los chinos lanzarían ataque tras ataque contra el monasterio de Litang. Una y otra vez fueron rechazados por la resistencia enconada de monjes y guerreros khambas. Frente las modernas ametralladoras y fusiles de asalto chinos, la mayoría de los defensores de Litang solo poseían viejos fusiles, sables y lanzas. Pero aún así, y pese a sufrir un bombardeo continuo por parte de los morteros y cañones enemigos, y aunque en varias ocasiones los chinos lograron penetrar en el monasterio y enzarzarse allí en desesperados combates cuerpo a cuerpo, los heroicos monjes y guerreros khambas lograron sostenerse. Cada vez que el fuego de fusil y de artillería cesaba, se imponía el sonido de las grandes caracolas marinas, de las trompetas tibetanas hechas con huesos humanos y de los estruendosos címbalos y tambores, en un desafío feroz y constante que exasperaba a los enemigos y sostenía la moral de los defensores. El monasterio albergaba una gran estatua de Buda de doce metros de altura ante la cual los monjes oraban continuamente y que parecía enviar su dorada fortaleza a quienes la defendían. Los khambas ya comenzaban a llamar a su movimiento de resistencia “la fortaleza de la fe” y ciertamente, la defensa de su religión, de sus santuarios, templos, monasterios y monjes era uno de sus pilares. El gran monasterio de Litang con sus gigantescos muros y edificios que se alzaban sesenta metros sobre los atacantes chinos, parecía capaz de seguir resistiendo indefinidamente mientras los monjes y guerreros que lo defendían conservaran su fe.

Bombardeo monasterio Lithang Tibet Mirror

Este dibujo, publicado originalmente en el Tibet Mirror el 1 de julio de 1957, deja constancia, a pesar de su sencillez, de la crudeza de los ataques chinos, apoyados por el bombardeo de su aviación, sobre el monasterio de Litang. Vía pamela-logan.com.

Pero no hay fe que pueda parar un bombardeo masivo de la aviación y eso fue lo que pasó al cabo: docenas de bombarderos arrojaron una tormenta de bombas sobre Litang y machacaron las posiciones tibetanas. A la par, la artillería china desató su propio infierno y la infantería, oleada tras oleada, como había hecho antes en Corea, se lanzó a un suicida asalto. Se combatió hasta el final, pero el final llegó y Litang cayó en manos chinas.

Lo que vino después fue el horror más cruel y fue relatado en 1959 a la Comisión internacional de juristas por varios supervivientes del asedio y matanza de Litang. Según esas declaraciones, los chinos comenzaron a ejecutar a los lamas más viejos y respetados. También ejecutaron al abad del gran monasterio, al que maniataron con alambre y ahorcaron colocándole una cadena al cuello. También el segundo abad fue ejecutado salvajemente, al pobre hombre lo desnudaron y le quemaron las piernas, el pecho y las axilas, aplicándole un hierro candente. Fue así torturado durante tres días hasta que murió. El resto de monjes que no logró escapar, quinientos, fueron encerrados junto con otros dos mil supervivientes de la batalla. Según contaban los testigos, los chinos estaban furiosos porque unos dos mil guerreros y monjes khambas habían logrado romper el cerco y escapar durante la noche previa a la rendición de Litang. Los prisioneros, dos mil quinientos fueron obligados a contemplar cómo los soldados chinos pisoteaban las sagradas imágenes y las destruían. Tras esta última humillación, todos los prisioneros fueron ejecutados.

A partir de la toma de Litang, el ejército chino fue progresando lentamente hacia el Yangtsé y allí donde lograba tomar una aldea o un monasterio, repetía las humillaciones y matanzas perpetradas en Litang: ataban a los monjes a las colas de los caballos y los arrastraban ante la mirada atónita y horrorizada de los ancianos, de las mujeres y de los niños, los únicos habitantes que encontraban en su avance, pues los hombres, en su práctica totalidad, se habían echado al monte y unido a las guerrillas. Los comunistas chinos llevaron a cabo todo tipo de atrocidades: obligaban a los niños a denunciar a sus padres y a ejecutarlos de un disparo en la nuca, se envolvía a los monjes en lana empapada con petróleo y se les pegaba fuego mientras se burlaban de ellos y les gritaban que llamaran en su ayuda a Buda. Se estimó que entre el verano de 1956 y el de 1957, unos cuatro mil quinientos no combatientes fueron asesinados en Kahm oriental y Amdo por las tropas chinas.

Pero las matanzas, las humillaciones, la destrucción de monasterios y todo lo demás, solo aseguraban una cosa: el odio y el deseo de luchar de los khambas. Para estos guerreros era muy fácil cortar la carretera que llevaba a Lhasa y aislar las guarniciones chinas que, cada treinta kilómetros, intentaban dar seguridad a la vital vía y a los convoyes de camiones que transitaban por ella fuertemente escoltados. La carretera hacía posible la ocupación china y posibilitaba también que el viaje entre Kanding, la ciudad china de Sichuan en donde arrancaba, y Lhasa, hubiera pasado de durar dos meses a costar solo cuatro días. Cuatro días o la eternidad ¿Qué más daba? Los khambas provocaban desprendimientos y avalanchas de rocas que cortaban la carretera y luego esperaban, apostados con sus fusiles, a que los camiones se detuvieran y entonces desataban el infierno que, casi siempre, terminaba con una feroz carga, sable en mano, que aniquilaba a los escasos supervivientes. No contentos con ello, los guerreros nómadas se congregaban en grandes grupos para asaltar los puestos y guarniciones del ejército chino y pronto las desesperadas llamadas de auxilio que los sitiados hacían por radio colapsaron los puestos de mando chino. Además, ese mismo verano, 1956, ocho mil soldados chinos, la mayoría de ellos uigures y kazajos, se sublevaron contra el gobierno en Sinkiang y cruzaron la frontera con la URSS desatando una fuerte tensión entre ambas potencias, hasta ese momento amigas. La sublevación militar de Sinkiang avivó de nuevo la guerrilla uigur y este nuevo frente se sumó al de Kham.

También se sumaron a la guerra los salvajes goloks de las montañas y valles perdidos de Amne Machin, la impenetrable región que separa las divisorias de aguas de los poderosos ríos Yangtsé y Amarillo. Los goloks reunieron a veinte mil jinetes y a ellos se sumaron los de las tribus khambas que pastoreaban sus rebaños en las regiones de Khangsar, Sangkor y Bustan. Cansados de ver cómo los chinos trataban de requisarles sus rebaños y de cómo más y más colonos chinos se instalaban en sus tierras, y enfurecidos hasta el paroxismo al conocer que los comunistas habían destruido el sagrado monasterio de Labrang y asesinado a sus monjes, los guerreros goloks cabalgaron contra las posiciones de la gran guarnición china que había sido establecida en su territorio. La base china contaba con ametralladoras, morteros y cañones para su defensa, pero los nómadas cargaron salvajemente a caballo disparando sin cesar sus viejos fusiles, algunos auténticas reliquias heredadas de sus padres y abuelos, y haciendo relampaguear sus temidos sables bajo la pálida luz del amanecer. Contra toda esperanza, rebasaron las defensas y posiciones del ejército maoísta, dieron muerte a varios cientos de soldados y capturaron a otros dos mil a los que, siguiendo su vieja y guerrera costumbre, no dieron muerte, sino a los que cortaron la nariz para enviarlos de vuelta a China a través de las heladas montañas y mesetas, en un viaje terrible que pocos lograron terminar. Pero esos pocos que llegaron a las aldeas y ciudades chinas de Quingahi, Sichuan y Gansu, avivaron el terror que los khambas y los goloks habían sembrado desde antiguo entre los chinos de las llanuras.

Combatientes tribales tibetanos fotografiados por Ernst Schäfer, junio de 1938. Fuente: Bundesarchiv Bild 135-S-01-14-05.

Era aquella una suprema humillación que exasperó a Mao Zedong y que le llevó a reaccionar con furia: envió a la zona tres brigadas de tropas de élite, pero los goloks les tendieron una emboscada y dieron muerte a más de siete mil soldados.

La propaganda china replicaba una y otra vez su mensaje justificador de aquella guerra sin cuartel:

“Los bárbaros, dirigidos por elementos reaccionarios, por burgueses propietarios de siervos, en connivencia con los perros imperialistas de Occidente, obstruyen la introducción en Tíbet de las beneficiosas reformas”.

Beneficiosas o no, los khambas y los goloks y con ellos el resto de la población tibetana, no quería esas “reformas” y Mao, agobiado por la sublevación en Sinkiang, por la creciente tensión con la URSS y por las derrotas sufridas por sus tropas en Kahm oriental y Amdo meridional, optó por comenzar a dar marcha atrás y declaró que “se habían cometido excesos y se habían apresurado en la aplicación de las reformas que quedarían suspendidas hasta 1962”. Pero el anuncio no desarmó a los guerreros khambas y goloks. Mao acudió entonces al dalái lama, que hizo un llamamiento a la paz y al desarme: “Sea cual sea la fuerza que se emplea contra nosotros, no es lícito responder con la misma violencia”. Hermosas palabras. Pero para los campesinos, pastores, nómadas y monjes que habían visto requisados sus rebaños, ocupadas sus tierras, asesinadas sus familias, exterminados sus monjes y destruidos sus monasterios, sonaban huecas. Muchos dejaron de creer en el dalái lama. Sentían que los estaba abandonando, cuando no traicionando. Otros, en fin, afirmaban que el dalái lama era rehén de los chinos y que sus declaraciones le eran impuestas. Sea como sea, la guerra continuó y el dalái lama temió que los chinos tomaran represalias contra él y su gobierno títere, por lo que huyó a la India.

En julio, Mao envió a la zona al mariscal Chen Yi, a la sazón viceprimer ministro del gobierno, pero la columna militar en la que viajaba fue atacada por los khambas y el mariscal tuvo suerte de salir vivo de la emboscada que costó trescientos muertos al ejército chino. En agosto, Mao Zedong cedió y entabló negociaciones con los rebeldes: se aceptaban sus demandas: las tropas chinas evacuarían el Tíbet, que sería gobernado por los propios tibetanos bajo soberanía china, pero con plena autonomía; las reformas no se llevarían a cabo en los territorios tibetanos y la religión y costumbres del país serían respetadas al igual que las propiedades particulares. Al cabo, en octubre, el gobierno chino convenció al dalái lama de que regresara a Lhasa y de que restableciera su gobierno autónomo. ¿Sería el final de la guerra?

Guerreros surgidos de las brumas del pasado

En 1957, contra toda esperanza, los guerreros tribales goloks y khambas habían logrado torcer la mano del gigante chino. La hazaña no era menor, máxime si recordamos que en ese momento China contaba con más de 550 000 000 de habitantes, mientras que los khambas, goloks y demás tribus drokpa y pueblos sedentarios de Amdo, Changtang y Kham serían, a lo sumo, unos dos millones de personas. Pero eran gentes duras y aguerridas que nunca se habían sometido de buen grado a nadie. En 1951 un antropólogo grabó a un guerrero golok cantando una canción tradicional de su pueblo. La letra decía: “No obedecemos al rey dharma del Tíbet, ni al gobierno de China, sino que tenemos nuestras propias leyes”. Sí, y estaban dispuestos a seguir combatiendo y muriendo por sostener sus “leyes”. Esto es, su vida libre en las estepas, montañas y valles del grandioso Tíbet.

¿Pero no se había llegado a un acuerdo que garantizaba las leyes y forma de vida tibetanas? Sí, pero era letra muerta. Mao Zedong deslizó en el tratado firmado en octubre con el gobierno tibetano una cláusula según la cual el dalái lama deseaba que las tropas chinas permanecieran en Tíbet garantizando la paz. Así que la evacuación de las guarniciones solo se verificó en Kham occidental. En noviembre, defraudados por el incumplimiento del tratado y por la traición de Lhasa que, nuevamente, se ponía de parte del gobierno chino, los khambas y las demás fuerzas guerrilleras reanudaron los combates.

La miopía del dalái lama y de su gobierno es difícil de entender. Estaba claro que la única posibilidad de supervivencia era conseguir que China respetara de forma efectiva la autonomía del Tíbet y esta no podría persistir mucho tiempo si los khambas y los demás rebeldes tibetanos eran derrotados. Pero pese a tal evidencia, el dalái lama y su gobierno colaboraron con las autoridades chinas en un intento de desarmar y, al cabo, anular, a las guerrillas, llegando incluso a facilitar guías y auxiliares al ejército chino para que le auxiliaran en sus operaciones contra los sublevados. En buena medida, la miopía del dalái y sus nobles se basaba en su interés: los chinos les habían permitido mantener en sus manos no solo los mecanismos del gobierno, sino también sus extensas propiedades y seguir disfrutando así de los lujos de una vida regalada. Como declararía un observador inglés:

“Ni un solo miembro del gobierno de Lhasa en la India, y muy pocos en la propia Lhasa, están dispuestos a sacrificar diez minutos de su tiempo, no digamos ya su fortuna, su posición, o su vida, para ayudar a la causa de los khambas o para luchar contra los chinos.”

Pero con apoyo de Lhasa o sin él, e incluso combatiendo al propio gobierno del dalái lama, los “guerreros de la fortaleza de la fe” seguirían enfrentándose a los invasores de su tierra. Sí, y pasando además a la ofensiva: En 1957 los khambas dirigieron sus columnas de jinetes hacia la rica región de Loka, “el granero del Tíbet”, la fértil tierra de amplios valles que va labrando el curso del gran río Brahmaputra escoltado por vertiginosas montañas en su trayecto para pasar desde el Tíbet central a la India. Y fue en esa tierra en donde los pambas, los jefes de la guerrilla khamba, plantaron las tiendas de sus magar, sus campamentos de guerra.

La geografía seguía de parte de los khambas. El Tíbet seguía atravesado por tan solo tres carreteras. Es difícil imaginar lo que eso significa. El lector debería visualizar un territorio tan grande como la suma de los de Portugal, España, Francia, Alemania, Bélgica, Holanda e Italia, en el que los camiones y vehículos motorizados solo pudieran circular por tres estrechas y difíciles carreteras que pasaran por mesetas y pasos montañosos situados muy por encima de donde se hallan las cumbres de los Alpes o de Sierra Nevada. Pues eso era el Tíbet: un inmenso e inhóspito territorio de más de 2 000 000 de kilómetros cuadrados en el que las guarniciones chinas eran puntos aislados que solo controlaban sus puestos y, con suerte, los poblados o ciudades donde estos se hallaban. El resto, el 90% del país, estaba en manos de los rebeldes.

Guerrero tibetano con panoplia tradicional fotografiado por Ernst Schäfer en el desfile de Año Nuevo de 1938 en Lhasa. Fuente: Bundesarchiv Bild 135-S-14-13-33.

En ese momento, 1957, los khambas, pese a contar con muchos jefes, coordinaban sus esfuerzos con bastante eficacia. En Chamdo, Kham occidental, el jefe más sobresaliente fue el célebre Tsering, el amigo del explorador y etnógrafo francés Michel Peissel; en la comarca de Po, en el Kham oriental, los khambas combatían bajo las órdenes de los hermanos Pangdan Tsang; mientras que en Litang, también en Kham oriental, el jefe guerrillero era Kesang; Nawa, en Amdo oriental, era el líder de los goloks y de los khambas de la zona; Chume Yudong, tras el asesinato de su padre, era el jefe de los que peleaban en la región de Jekundo; Lobsang Yeshe capitaneaba a la guerrilla en Changdreng; mientras que Urgyen era el jefe que conducía a las huestes de la región de Kongpo; en fin, Kunga Samtem, Thempa Tahrgyel, Amdo Leshe, Dawa Cyatsen y otros muchos, destacaron como sobresalientes capitanes de los que se negaban a plegarse a Mao Zedong. Montados en sus resistentes caballos, los khambas no necesitaban carreteras para desplazarse, eran asistidos por los campesinos y pastores del país y conocían este último como la palma de su mano. Formaban grupos de varios centenares de guerreros que, ocasionalmente, podían agruparse en contingentes mayores. Cuando combatían, preferían la emboscada y, tras el éxito de esta, la dispersión inmediata para, a continuación, volver a caer sobre otra guarnición o convoy. Los jinetes khambas solían llevar siempre consigo sus amuletos bon, más poderosos que los budistas, que les aseguraban inmunidad contra las balas. Junto a sus caballos trotaban sus poderosos mastines, perros enormes adiestrados para luchar contra leopardos de las nieves y osos pardos y que, llegado el caso y a una orden de su dueño, desgarraban la garganta del desgraciado soldado chino que se cruzara con ellos. Los khambas, con sus sables, su gusto por el combate cuerpo a cuerpo, sus amuletos y sus cargas de caballería eran, ciertamente, guerreros de un pasado que, en el Tíbet, seguía siendo presente.

Ese presente se evidenciaba en las armas, cada vez más modernas, que esgrimían los khambas. Desde 1956 la ayuda del gobierno nacionalista chino de Taiwán era más efectiva. Algunos khambas fueron hasta la India y desde ella y en secreto, llevados a Taiwán en donde recibieron entrenamiento para servir de enlaces con las guerrillas. En puntos determinados de antemano, habitualmente en lugares muy aislados a donde no llegaría ningún vehículo o contingente chino, los khambas esperaban a los aviones de Taiwán o, de tarde en tarde, a los fletados por la CIA, les hacían señales y los “navíos del cielo” arrojaban en paracaídas pesados fardos con fusiles de asalto, granadas, pistolas, ametralladoras ligeras y, en raras ocasiones, morteros. Recogidas las armas, caravanas de caballos las repartían entre los distintos grupos de guerreros. Estos, con orgullo, recogían los paracaídas y con su seda de camuflaje, se hacían “camisas de los navíos del cielo” que lucían orgullosamente bajo sus tradicionales chubas.

Los soldados chinos, la mayoría de ellos campesinos de las llanuras, vivían aterrorizados. Aislados en sus puestos o escoltando los convoyes de camiones a través de las interminables mesetas heladas o las quebradas montañas, se sabían presa fácil de los guerrilleros. En aquel terreno, a cuatro mil o cinco mil metros de altura, combatir no solo era una empresa difícil, sino imposible para ellos. Cualquier esfuerzo, alzar el fusil, correr en busca de una buena posición, perseguir durante un miserable kilómetro al enemigo, se constituía en un esfuerzo agotador.

De hecho, a lo largo de toda la guerra, los chinos solo fueron eficaces cuando atacaban posiciones estáticas como ocurrió en las ciudades y monasterios de Litang y Kandze o cuando disponían ataques sobre pueblos de buen tamaño situados en las carreteras o cerca de ellas. En estos casos, con el apoyo de la aviación, de carros de combate y de la infantería armada con ametralladoras ligeras y morteros, las tropas chinas podían hacer valer su superioridad en armas y hombres.

La conquista khamba de Loka y el cerco de Lhasa 1957-1959

Sin que los chinos lo advirtieran, en los meses de enero y febrero de 1958 los jefes khambas fueron infiltrándose en las montañas y valles de Loka y plantando en ellos las negras tiendas de pelo de yak de sus magar, campamentos. Los jefes de la rebelión habían comprendido que, mientras que el dalái lama y su gobierno siguieran colaborando con los chinos, era inviable culminar el objetivo de su lucha: liberar todo el Tíbet. Su despliegue en Loka tenía pues como propósito último aislar Lhasa y forzar al dalái lama a sumarse a su causa y con ello, levantar a las masas campesinas de Tíbet central y a los ciudadanos de Lhasa y de las otras ciudades de ü-Tshan. Pero si dicho objetivo no podía lograrse, al menos se conseguiría que los chinos tuvieran que centrarse en defender los ricos valles de Loka, vitales para la economía tibetana y para la supervivencia de Lhasa que, aislada y sin víveres, debería de ser evacuada por su numerosa guarnición china.

Con rápidos movimientos y cercos, los guerreros khambas, que se dividían para avanzar sin ser detectados en pequeños grupos y que se congregaban para el ataque, fueron cayendo sobre las guarniciones chinas dispuestas a lo largo de las carreteras que atravesaban Loka y a lo largo del río Brhamaputra. En rápida sucesión fueron tomando las guarniciones establecidas en Gya-La, Dzong, Guru y Natye, todas ellas situadas a lo largo del curso del Brahmaputra. A la par, otros grupos de guerreros khambas cortaban la carretera principal y asaltaron los puestos de Desdru, Lobhu Dzong y los grandes fuertes de Towa y Luntse, que controlaban los accesos que comunicaban la región de Loka y la ciudad de Lhasa con las fronteras de Bután, Sikkim y la India. Así que, a mediados de 1958, la práctica totalidad de Loka y con ella las comunicaciones de Lhasa y de la mismísima China con India, estaban en manos de los khambas y todo ello ocurría mientras que las guerrillas khambas rechazaban victoriosamente todos los intentos del ejército popular chino por reabrir el tráfico en la estratégica carretera Sichuan-Chamdo-Lhasa. Dicho de otro modo, solo por la carretera Urumchi-Lhasa, una carretera infernal, podían los chinos sostener a sus tropas en la cada vez más amenazada Lhasa.

carretera sichan lhasa tibet

La carretera que comunicaba la provincia china de Sichuan con Lhasa, inaugurada en 1954, era una sinuosa pista montañosa por la que la circulación era difícil en verano, momento en el que está tomada esta fotografía, e infernal durante el largo invierno tibetano. Para el Gobierno chino, mantener abierta esta arteria de comunicación era de importancia estratégica, igual que para los nómadas cortarla. Fuente: M10 Memorial.

Ante tales acontecimientos, Mao Zedong presionó nuevamente al dalái lama en 1958 para que enviara tropas tibetanas contra los khambas. El dalái se negó con el convincente argumento de que, si enviaba soldados tibetanos contra los rebeldes, desertarían y se pasarían a ellos. Así que lo único que Mao logró es que el dalái volviera a dirigirse a los jefes de la resistencia pidiéndoles que depusieran las armas y regresaran a sus aldeas con la promesa de que los chinos no tomarían represalias contra ellos.

Nadie confiaba en eso. Ese mismo año, 1958, los chinos iniciaron una nueva “política de pacificación”: las tropas chinas cercaban una aldea o un campamento nómada y se llevaban por la fuerza a los niños para deportarlos a China. Se quería así privar a los guerrilleros de futuros reclutas y chantajear a los aldeanos para que no apoyaran a los rebeldes. Se ha estimado que más de quince mil niños tibetanos fueron deportados. Muchos de ellos murieron durante el viaje, realizado en camiones sin condiciones aceptables y, a menudo, sin recibir abrigo, alimento o agua. De los que llegaron a China, la mayoría nunca volvió a reunirse con sus familias.

Aterrorizados por estas crueles razias en busca de niños, unas quince mil familias de khambas y amdos huyeron a Lhasa en busca de seguridad y plantaron sus tiendas en las afueras de la ciudad, que se colmó con miles de refugiados.

Paradójicamente, la política de terror desatada en China por Mao Zedong favoreció los planes de los jefes de la guerrilla khamba: ahora, con Loka en su completo poder, con la principal carretera que comunicaba Lhasa con China cortada y con docenas de miles de refugiados khambas y amdos llenando las calles y alrededores de Lhasa, la caída de esta era inevitable. En efecto, los refugiados khambas y amdos eran el “camuflaje” perfecto para los guerrilleros que, desde diciembre de 1958, comenzaron a infiltrarse en Lhasa en pequeños grupos y a ir creando en ella depósitos de armas y municiones a la par que redes de apoyo entre los refugiados y los ciudadanos de la capital del Tíbet.

El “nudo” khamba estaba puesto en torno al cuello de la Lhasa ocupada por los chinos. Y lo apretaron: En enero de 1959, dos mil guerreros khambas atacaron la poderosa guarnición china de Tsetang, donde tres mil soldados chinos defendían la orilla sur del Brahmaputra a tan solo 45 km de Lhasa. Pese a su superioridad numérica y a contar con una posición fortificada y defendida con ametralladoras y cañones de campaña, los chinos fueron presa del pánico y los khambas, que se lanzaron sobre la posición con sus ya famosas y salvajes cargas de caballería, tomaron la guarnición tras seis horas de brutales combates que terminaron en durísimas luchas cuerpo a cuerpo y que concluyeron solo cuando todos los soldados chinos fueron muertos o arrojados a las turbulentas aguas del Brahmaputra. Los khambas controlaban ahora los accesos a Lhasa y estaban a tan solo un día de caballo de esta última. El pánico cundió entre los soldados y funcionarios chinos establecidos en la capital tibetana y también entre los miembros del gobierno y de la corte del dalái lama, que temían que los khambas se vengaran por los casi nueve años que llevaban colaborando con los comunistas.

Mientras, un afamado lama, el del monasterio de Jakundo, en Amdo meridional, atravesaba las desoladas estepas del Changtang para llegar hasta Lhasa por el norte y entrevistarse con el dalái lama como representante del EVDN, esto es, el Ejército Voluntario de Defensa Nacional, que era el nombre oficial del movimiento guerrillero. Llegó ante él el 16 de febrero, tras cuatro meses de viaje y escoltado por mil guerreros khambas que acamparon en las montañas cercanas mientras su lama contaba al dalái lama las atrocidades cometidas por los chinos contra su pueblo. El lama de Jakundo relató a su dalái lama las matanzas de inocentes, los asaltos a los monasterios, las torturas a las que los comunistas chinos sometían a los monjes, como les prendían fuego y se reían de ellos mientras ardían. Relató también el secuestro y deportación de niños, las penurias de los aldeanos a los que requisaban sus cosechas y sus ganados. En fin, le relató el genocidio, no se podía llamar de otra manera, que estaba sufriendo el pueblo tibetano. El lama de Jakundo, tras terminar, rogó al dalái lama que enviara al ejército tibetano a Kham y Amdo para ayudar a los guerreros khambas a expulsar a los chinos o, al menos, para obligarles a que cesaran en sus deportaciones de niños y ataques a aldeas, monasterios y campamentos indefensos. Pero el dalái lama se negó. El lama de Jakundo pidió entonces que, al menos, elevara una nota de protesta ante el gobierno chino. Pero el dalái lama también se negó a esto. No quería enfadar a los chinos. Quería la paz a toda costa y solo veía un camino para lograrla: someterse por completo al gobierno chino. Luego exigió al lama de Jakundo que pidiera a los khambas y demás rebeldes que dejaran las armas a lo que este replicó: “Vuestra Santidad no puede esperar que mi pueblo permanezca con los brazos cruzados mientras los chinos matan a nuestras mujeres y niños y saquean nuestros monasterios”. A lo que el dalái lama, impasible, contestó: “No puedo hacer nada. Creo que tu pueblo debería dar muestras de una mayor tolerancia y respetar el acuerdo de los Diecisiete puntos. Quizás admire el valor de los khambas, pero sus acciones están causando mucho daño a quienes estamos intentando hallar la forma de convivir con los chinos”. Ante tales palabras, el lama del monasterio de Jakundo se retiró y comunicó a los hombres del EVDN, a sus khambas, que no podían contar con el dalái lama para nada que no fuera someterse a los chinos.

La batalla de Lhasa y la huida del dalái lama, 1959

A primeros de marzo de 1959 la situación del dalái lama era insostenible. Se veía sobrepasado por los acontecimientos. Por un lado, los éxitos de los rebeldes evidenciaban más y más su propio y, aparentemente inútil, sometimiento a los chinos y por otro, el gobierno chino lo presionaba más y más para que se sumara de forma más activa a la lucha contra la rebelión. Dicho de otro modo: su prestigio se estaba derrumbando y su escasa autonomía ante los chinos desaparecía a ojos vista. Mao Zedong sabía que la figura del dalái lama era clave para mantener su dominio sobre el Tíbet y como la conquista de Loka por los khambas ponía a Lhasa al alcance de su mano y el dominio rebelde sobre Kham y Amdo meridional entorpecían notablemente el envío a la capital tibetana de refuerzos, optó por apoderarse del dalái lama y trasladarlo a Pekín. Se inició entonces el extraño asunto de la llamada “Representación teatral”: el comandante militar chino de Lhasa invitó al dalái lama a que asistiera a una representación teatral que tendría lugar en su cuartel general. El dalái lama, consciente de que aquella invitación podía ser una simple excusa para retenerlo, aceptó la invitación, pero demoró su asistencia. El 9 de marzo, ante los crecientes rumores de que los chinos querían detener al dalái lama, una multitud rodeó el Norbulingka, el palacio de verano del dalái lama situado a 6 km de Lhasa y en donde su santidad se había refugiado junto con su gobierno. Los tibetanos rodeaban el edificio para impedir que los chinos entraran, pero a la par y puesto que cientos de guerrilleros khambas se habían infiltrado en Lhasa, la multitud, influida por ellos, comenzó a exigir que el dalái lama nombrara un nuevo gobierno que no se plegara a los chinos. La situación era explosiva. Los intentos del dalái lama de calmar a la multitud y de los miembros de su gobierno para negociar con los chinos una salida fracasaron y el 10 de marzo, con el apoyo del pueblo de Lhasa, de los refugiados que la atestaban y de los guerrilleros khambas que operaban ya en la capital del Tíbet, fue elegida una junta de gobierno que depuso al del dalái lama, nombró uno nuevo, derogó el “Acuerdo de los Diecisiete puntos” y declaró la guerra a China.

Tras estos acontecimientos el dalái lama se percató de que su supervivencia no dependía ya de China, sino de los sublevados y estos, por su parte, eran conscientes de que debían de impedir a toda costa que los chinos se apoderaran del dalái lama y lo usaran, era el símbolo viviente del Tíbet, en su favor. Así que se acordó sacarlo de Lhasa y ponerlo a salvo. Se ha escrito mucho sobre la huida del dalái lama a la India. No fue una travesía azarosa y peligrosa, puesto que el tramo que el dalái lama tenía que recorrer realmente bajo la amenaza cierta de caer en manos de las tropas chinas era de diez kilómetros. En efecto, el 17 de marzo, por la noche, y escoltado por varios cientos de guerreros khambas, el dalái lama atravesó sigilosamente esos diez kilómetros que separaban entonces Norbulingka de las primeras posiciones totalmente controladas por la guerrilla. La operación fue un éxito. Los chinos no se percataron de su marcha y una vez alcanzadas las posiciones rebeldes, el dalái lama se encontró con uno de los jefes khambas, Kunga Samten, quedando bajo su protección. Así que tras apenas una hora de camino a través de la zona que se disputaban chinos y tibetanos, su santidad estaba a salvo y rodeado por miles de entusiasmados guerreros que, pese a la falta de apoyo que el dalái lama les había dispensado durante nueve años, lo adoraban como a un dios viviente.

huida dalái lama

Huída del dalái lama a la India, marzo de 1959. Fuente: M10 Memorial.

Tras cruzar el Brahmaputra en Rangsum, cuyo ferri controlaban los khambas, el dalái lama se adentró en la región de Loka, por completo en manos rebeldes, y pudo descansar en el monasterio de Chongya. Allí, rodeado por miles de entusiastas khambas, el dalái lama fue consciente, quizá por primera vez en su vida, de lo que realmente significaba la guerra de su pueblo contra China. El propio dalái lo expresó así:

“Antes de abandonar Chongya tuve la suerte de conocer a otros de los jefes khambas y hablar sinceramente con ellos. A pesar de mis opiniones, admiré su valor y su determinación de proseguir la lucha que iniciaron por nuestra libertad, cultura y religión. Les agradecí su fortaleza y su bravura y, más personalmente, la protección que me habían dispensado. Les pedí que no se disgustaran por las proclamas de mi gobierno en las que se les había descrito como “reaccionarios” y “bandidos”, contándoles que eran los chinos quienes las redactaban y de que manera me vi obligado a suscribirlas. En aquel momento yo no podía darles razones para que evitaran toda violencia. Para luchar habían sacrificado sus hogares y todas las comodidades y placeres de una vida apacible. Ahora no tenían otra alternativa que seguir luchando.”

Tras bendecir a los guerreros, el dalái lama marchó más al sur, hasta Lhuntse, en donde estableció su nuevo gobierno, y que a la sazón era la fortaleza más importante de Loka. El 26 de marzo, ante las noticias de que los chinos se habían apoderado del ferri de Rangsum y de que en breve podrían forzar el cruce del Brahmaputra, se decidió que el dalái lama se refugiara en India. El 29 de ese mismo mes, acompañado por una fuerte escolta y por miles de refugiados, ochenta mil de ellos terminarían pasando en esos días la frontera. Allí, su santidad fue recibido por representantes del gobierno de Nehru. Este último, hasta entonces firme aliado de Mao Zedong, estaba cambiando su posición. Durante años y hasta ese momento, había obstaculizado en todo lo posible las actividades de la guerrilla tibetana e, incluso, censurado cualquier noticia que llegara a la India sobre las matanzas y crímenes de guerra perpetrados por los chinos. Pero ahora, consciente al fin de que la consolidación del dominio chino en Tíbet traería aparejada a continuación que China revindicara todos los territorios tibetanos que estaban bajo soberanía India –Ladakh, Sikkim, el norte de Assam y todos los territorios al sur de la famosa Línea Mac Mahon–, se convenció de que tener al dalái lama en su poder podía ser una formidable pieza de presión y un seguro frente a las intenciones futuras de China.

Mientras el dalái lama huía de Lhasa y se refugiaba en India, en la propia Lhasa y en toda la región de Loka se desataba la más feroz batalla entre los rebeldes tibetanos y las tropas chinas. El 19 de marzo, consciente al fin de que el dalái lama había escapado, el comandante militar chino en Lhasa, el general Tan, ordenó a su artillería que iniciara el bombardeo del palacio de verano, Norbulingka. A la par, envió los carros de combate que poseía y una nutrida fuerza de infantería, a retomar el vado y el ferri de Rangsun. Allí, los khambas se enfrentaron a los tanques derrochando un valor sin igual: los jinetes tibetanos cargaron una y otra vez contra la infantería china protegida por los monstruos de acero. Docenas de guerreros khambas cayeron bajo el fuego de las ametralladoras de los carros de combate chinos y al cabo, tras horas de durísimos combates, los chinos fueron contenidos al norte del río, y si bien es cierto que lograron apoderarse del ferri de Rangsum, lo encontraron inservible.

Mientras, en Lhasa, se desencadenaba el horror: los habitantes de la ciudad, armados con cualquier cosa, hachas, azadones, viejas espadas… se lanzaban contra los puestos y las tropas chinas. Los guerrilleros khambas infiltrados desde hacía meses en la capital sacaron sus armas y se unieron a las masas populares. Era un suicidio. La ciudad estaba por completo bajo el fuego de la artillería china y la guarnición comunista era lo suficientemente potente como para hacer frente a la sublevación popular. Además, en el aeródromo de Lhasa comenzaron a aterrizar aviones chinos con refuerzos y material para las tropas.

Poco a poco, las tropas chinas fueron “limpiando” las calles de Lhasa y los sublevados terminaron concentrándose en el palacio de Potala y en el gran templo de Jokhang. Era un nuevo y aún más craso error, los dos gigantescos edificios –el palacio cuenta con mil habitaciones– eran presa fácil para la artillería china.

alzamiento de Lhasa

Tras el fracaso del alzamiento de Lhasa, monjes tibetanos rinden sus armas a los chinos. Fuente: M10 Memorial.

El 21 de marzo, ya solo se resistía a los chinos en el interior del sagrado templo de Jokhang. El magno edificio, construido entre 642 y 647 por orden de Songtsen Gampo para honrar a sus dos esposas budistas, la nepalí y la china, es un soberbio conjunto de cuatro pisos de altura coronado por tejas de bronce dorado y por dos esculturas de ciervos que flanquean una rueda del Darma. En su interior se custodiaba la sagrada estatua de Jowo, el Buda joven, que según la tradición, fue esculpida en tiempos del propio Siddharta Gautama, Buda. También se elevaban en su interior las estatuas de Songtsen Gampo y de sus esposas y otras muchas maravillas. A los chinos no les importaron. Tras bombardearlo durante tres días, lanzaron tres de sus carros de combate contra las puertas del templo. Al ver avanzar a los tanques, un grupo de guerreros khambas se lanzó suicidamente contra ellos y logró destruir uno, pero el resto, aplastando con sus cadenas a los caídos y disparando si cesar, embistió las grandes puertas y penetró en el sagrado templo. Tras ellos venía la infantería china que, avanzando sala por sala, fue exterminando a los últimos defensores. La rebelión de Lhasa había sido sofocada. En tres días de combates, cinco mil ciudadanos lhasanos y guerreros khambas habían muerto y otros diez mil fueron encarcelados. El silencio gobernaba ahora Lhasa y sus palacios y templos, arruinados, aparecían sembrados de cadáveres.

Mientras, en la India, Jigme Pangda Tsang, el más joven de los famosos hermanos Pangdan, tenía el honor de, como representante del dalái lama y de los guerreros khambas, dar la primera rueda de prensa del nuevo gobierno tibetano en el exilio. Ante más de un centenar de periodistas, desmintió las afirmaciones del gobierno chino de que el dalái lama había sido raptado y obligado a permanecer en la India. El joven Pangdan informó también sobre los horrores de la represión china en Lhasa y en todo el Tíbet y sobre la continuación de la resistencia armada contra la China Popular.

En abril de 1959, con Loka aún en su poder y con el control casi absoluto sobre Kham y Amdo meridional, Se abría una nueva fase en la larga guerra del Tíbet por sobrevivir a la ocupación china. Los guerreros de “la fortaleza de la fe”, los hombres del EVDN, esperaban que su causa atrajera la simpatía y el apoyo de los países libres y que su lucha, al fin, lograra la victoria.

De la esperanza a la derrota: la guerra olvidada del Tíbet, 1959-1976

El 10 de abril de 1959, tras 22 días de sangrientos combates contra los guerreros khambas de Kunga Samten que defendían el paso del Brahmaputra, las tropas chinas pasaron el río y se adentraron en los fértiles campos, frondosos bosques y quebradas montañas de la región de Loka: las tierras que se extendían desde el sur de Lhasa hasta Bután y el noreste de la India.

Los chinos habían logrado reunir cien mil hombres, formados en ocho divisiones, para reconquistar Loka. La mayoría de ellos había llegado a Lhasa por la única carretera aún en poder de China: la de Urumchi-Lhasa. Carros de combate, artillería de campaña, cazas y bombarderos, completaban el despliegue militar contra los quizás catorce mil guerreros khambas que defendían la región con sus fusiles y sables. Sacando el máximo provecho de la resistencia de sus caballos, del apoyo de los habitantes de la zona y de su completo conocimiento de la misma, los khambas plantearon una defensa móvil y elástica que fue el quebradero de cabeza del ejército chino. El 20 de abril los generales maoístas iniciaban las operaciones al sur del Brahmaputra. Su plan de batalla consistía en formar una tenaza con dos puntas: una avanzando desde Lhasa hacia el sur y la otra, formada por tropas reunidas junto a la frontera con Sikkim, avanzando desde el norte. De lo duro de la batalla nos habla el hecho de que en las dos primeras semanas de operaciones se entablaron cuarenta y seis combates entre las tropas chinas y los khambas. Estos últimos tenían sus principales bases en Cho Kor y Chongya, desde donde salían sus partidas de guerra a caballo para hostigar las líneas de suministros de las dos columnas chinas que se adentraban en Loka.

Tras sofocar la revuelta en Lhasa, tropas del Ejército Popular de Liberación chino marcha al sur para combatir la resistencia de los khambas en Loka. Fuente: M10 Memorial.

A finales de abril, tras sangrientos choques, los chinos reconquistaban Tsetang, la vital posición que habían perdido seis meses antes y luego trataron de envolver a las partidas de Amdo Lhese, otro de los jefes khambas. Pero este logró zafarse y atacar a su vez a las columnas chinas y a la guarnición que, tras conquistarla tras un duro bombardeo aéreo, habían instalado en Towa Dzong.

Era el tiempo del monzón y eso lastraba los esfuerzos khambas de defender Loka pues las lluvias impedían los vuelos de la aviación nacionalista china que, desde Taiwán, arrojaban armas y municiones sobre las posiciones rebeldes. No obstante, bajo las lluvias torrenciales, en lo más bravío de los bosques y selvas de Loka, se sucedían a diario las emboscadas en las boscosas laderas de las cumbres que se desparraman desde el Brahmaputra y el Manas hacia Bután. Allí, en el valle del río Manas, los bosques eran tan densos que los khambas se vieron obligados a abandonar sus caballos y continuar la lucha a pie. En agosto, tras cuatro meses de combates sin tregua, los guerreros khambas, copados en el valle del río Manas, cruzaron a Bután y escaparon así de los chinos. A finales de ese mismo mes, los chinos lograban tomar Lhuntse, la soberbia fortaleza en donde meses atrás, en marzo, el dalái lama se había refugiado e instalado su gobierno provisional, pero fracasaron en su propósito de copar a los guerrilleros, pues si bien es cierto que habían recuperado el control sobre una parte considerable de Loka y sobre las fronteras con Bután, Sikkim e India, también lo era que la mayor parte de las fuerzas rebeldes habían logrado escapar del cerco y que el corazón de la región, las altas mesetas y montañas que dominaban los valles del Brahmaputra y el Manas, aún seguían en poder de los insurgentes.

En septiembre y octubre de 1959, los khambas que habían logrado escapar del cerco chino se reagruparon en torno a los lagos Yamdrok y Tigu, a 4500 m de altitud sobre el valle del Brahmaputra. Se trataba de una fortaleza natural: una región a la que no podían acceder los vehículos chinos y en donde la caballería khamba podía volver a operar con facilidad para lanzar incursiones hacia el norte, hacia el valle del Brahmaputra, o hacia el sur, en la región de Tak, fronteriza con la India. Además, el monzón había acabado y con ello se reanudaban los envíos de armas, municiones y equipos que la China nacionalista hacía por aire lanzando en paracaídas y sobre los magars. La China nacionalista estaba ahora convencida, tras los últimos éxitos de los khambas y la revuelta general en Lhasa, de que la rebelión tibetana podía contribuir a la caída del régimen de Mao Zedong y, en consecuencia, incrementaron significativamente sus envíos a los guerrilleros. También comenzaron a financiar al gobierno en el exilio del dalái lama con la intención de que este canalizara los fondos hacia la compra de armas, medicinas y suministros que necesitaban urgentemente los khambas y que podían llegarles más fácilmente si les eran enviados desde los campamentos de refugiados tibetanos recién instalados en la India. pero el dalái lama y su gobierno decidieron usar dichos fondos en financiar el envío al extranjero de sus representantes con el objeto de denunciar la ocupación china en la ONU y en las capitales de las principales potencias no comunistas. Cuando el EVDN reclamó al dalái lama que usara parte de los fondos del Tesoro tibetano para proporcionarles armas, el dalái lama respondió que solo les entregaría “ayuda pacífica”. Fue un error, pues aunque la causa del Tíbet logró una gran popularidad en los años siguientes y docenas de periodistas, actores de Hollywood, estrellas del pop y del rock, políticos, etc. peregrinaron hasta la India para entrevistarse con el dalái lama y este recibiría el Premio Nobel de la Paz por su “resistencia pacífica” contra la invasión china del Tíbet, las buenas palabras, los premios y los reconocimientos internacionales no ganan las guerras y la que sostenían los khambas y demás rebeldes tibetanos se terminaría perdiendo en buena medida por mor de no recibir financiación por parte del gobierno en el exilio del país por el que luchaban y morían.

Ngapo Ngawang Jigme

Ngapo Ngawang Jigme pronuncia un discurso ante la II Asamblea Nacional Popular de China, abril de 1959, apenas un mes después del alzamiento de Lhasa y la huída del dalái lama. Gobernador de Chamdo y comandante en jefe del Ejército tibetano que en 1950 se enfrentó a la invasión china y delegado del dalái lama en Pekín para la firma del acuerdo de los Diecisiete puntos, verá en la ocupación china una oportunidad de modernización del país al margen del conservadurismo del clero. hasta el momento de su muerte, en 2009, desempeñaría importantes cargos, incluído el de presidente de la Región Autónoma del Tíbet. Fuente: Wikimedia Commons.

A mediados de 1970, tras casi dos años de operaciones, los khambas seguían controlando el corazón de Loka. Los cien mil soldados chinos que habían sido enviados a la región no habían logrado su objetivo principal: aplastarlos. Lo que sí habían conseguido era aislarlos, pues controlaban los caminos y accesos que llevaban al Brahmaputra y a las fronteras de India y Bután. Entonces, nuevamente, los khambas sorprendieron a los chinos: bajaron de las altas mesetas y montañas y, atravesando las líneas chinas en pequeños grupos, penetraron en Tsan, la región contigua a Loka que se extendía entre Lhasa y Nepal. Aquella región, casi tan rica y poblada como Loka, estaba bajo la administración del pachen lama, el segundo en la jerarquía tibetana, quien había resultado hasta ese momento tan dócil a los mandatos chinos como lo había sido el dalái lama y, desde su sede en el gran monasterio de Tashilumpo, gobernaba Tsan en nombre de China. La llegada de los khambas dejó el dominio efectivo de dicha comarca en sus manos. Los chinos se apresuraron a enviar tropas y los combates se trasladaron a la región fronteriza con Nepal. Allí, en el reino de Mustang y en el resto de la región tibetana incluida en Nepal, los khambas recibieron el apoyo de la población. Los chinos, por su parte, no tuvieron reparo alguno en cruzar la frontera nepalí para perseguir a los guerreros khambas, lo que provocó las protestas del gobierno nepalí y el aumento de la tensión con la India.

La situación internacional parecía favorecer a los rebeldes tibetanos del EDVN, pues no solo la China nacionalista de Taiwán los apoyaba, sino que las tensiones crecientes entre Nepal, India y China auguraban el apoyo de las potencias del sur a su lucha y, mejor aún, desde el 15 de marzo de 1960, los conflictos fronterizos entre China y la URSS en Sinkiang iban en aumento y distraían fuerzas del ejército chino, amén de atraer la encubierta ayuda soviética a la causa de los khambas. Los soviéticos pretendían que los guerrilleros kazajos y uigures de Sinkiang, ahora alentados y financiados por la URSS, enlazaran en el Changtang, en la vertiente norte de los Kunlun Shan y en el Pamir con los guerrilleros tibetanos. Así que en 1961, además de seguir operando en Kham, Amdo, Loka y Tsan y de establecer bases en Nepal, en Mustang, los khambas desplazaron algunos de sus magars al Changtang. Los chinos, que veían ahora cómo su vital carretera Urumchi-Lhasa se veía amenazada por las actividades de las guerrillas kazajas y khambas, desplazaron a su vez fuertes contingentes a la zona. Se pudo ver así a los carros de combate chinos avanzando por las desoladas estepas de la meseta del Changtang a casi 5000 m de altitud. Contra esas columnas acorazadas se precipitaban los jinetes khambas en atrevidas cargas en las que lanzaban granadas contra los carros y eran a su vez ametrallados por estos.

La guerra del Tíbet parecía enconarse más y más y no tener final. Para el verano de 1962 unos seis mil guerrilleros khambas operaban desde Nepal y otros tantos lo hacían en Changtang, mientras que quizá otros ocho mil seguían combatiendo en Loka, Amdo meridional y Kham. Los chinos, tras doce años de guerra, controlaban Lhasa y las demás ciudades del Tíbet, pero tenían serias dificultades para mantener abiertas las tres carreteras estratégicas que atravesaban el país y las montañas, mesetas y bosques del territorio, seguían fuera de su control. Además, en ese mismo año, en octubre, las tensiones entre China y la India alcanzaron su clímax: China quería una rectificación de la frontera. Alegaba que el Ladakh indio había sido arrebatado al Tíbet en 1850 y que, puesto que el Tíbet era chino, debía de volver a China. Así mismo, el gobierno de Mao Zedong señalaba que la Línea Mac Mahon, la que marcaba la frontera entre India y China en las regiones que se sitúan entre Nepal, Bután y la frontera birmana, había sido fruto de la extorsión y la mala fe británica y que, 9000 km cuadrados que ahora pertenecían a la India, debían de reintegrarse a China. Para hacer valer sus reivindicaciones, Mao quería aprovechar la gran masa de tropas que, por mor de la campaña contra los khambas había dispuesto en Loka y Tsan. Allí, a las ocho divisiones enviadas desde Urumchi en marzo-abril de 1959, se habían ido sumando otras siete. Ante semejante despliegue el gobierno indio reaccionó enviando a su vez tropas a la frontera y en octubre de 1962 se desencadenó la guerra.

Guerra Sino India 1962

Soldados indios patrullan la frontera durante la breve pero sangrienta Guerra Sino-India de 1962. Fuente: Wikimedia Commons.

Las tropas chinas, fogueadas tras años de guerra en el Tíbet, se impusieron con facilidad. A mediados de noviembre de 1962 el mundo contenía la respiración ¿invadiría China la India? Entonces, para sorpresa de todos, las tropas chinas se retiraron a treinta kilómetros al norte de la disputada línea Mac Mahon. ¿Qué había pasado? Nadie supo la verdadera razón. Como señala Michel Peissel, solo un analista indio, G. P. Deshpande, se percató de lo que se ocultaba tras la retirada china: “¿Puede una potencia comprometer a otra en una guerra, actuando desde una posición de partida infestada de guerrillas?”. No, no podía. China, pese a sus éxitos frente al ejército indio en octubre-noviembre de 1962, seguía teniendo que combatir a los khambas y estos seguían pudiendo cortar a voluntad las carreteras de Urumchi-Lhasa y de Sichuan-Champo-Lhasa que comunicaban Tíbet con China y a esta, con sus tropas desplegadas contra la India. Así que podemos afirmar que en noviembre de 1962 la persistencia de la guerrilla tibetana fue decisiva en la contienda chino-india.

En los dos años siguientes, 1963-1964, tuvieron lugar los combates más duros en Changtang. Pero al cabo, el apoyo encubierto ruso disminuyó y desapareció y eso trajo como consecuencia que la guerra cambiara de sentido en el inhóspito Changtang en donde, hasta ese momento, 1964, los khambas habían tenido ventaja. Vencidos los guerrilleros kazajos, uigures y kirguises que operaban en Sinkiang, los khambas tibetanos no ofrecían ya atractivo alguno para los intereses de la URSS. También disminuyó significativamente el apoyo que los gobiernos de la India y Nepal habían estado ofreciendo, bajo mano, a los rebeldes tibetanos desde 1960. India, temerosa de un nuevo conflicto en la frontera con China, volvió a cerrarla a cualquier ayuda destinada a los khambas y otro tanto hizo el reino de Nepal.

Siguieron años de una resistencia sin esperanza. Abandonados a su suerte, con el único apoyo, cada vez más escaso, de la China nacionalista de Taiwán, ignorados por el mundo y hasta por su propio gobierno en el exilio, los khambas, los goloks y los demás pueblos tibetanos que resistían fueron viendo como sus jefes caían en combate, como las tropas chinas controlaban más y más porciones de su territorio y como su mundo desaparecía. Eran años terribles, los años del Gran Salto Adelante de Mao con su secuela de hambrunas y locuras que desembocaron, al fin, en la terrible Revolución Cultural. Entre 1959 y 1961, la Gran Hambruna mató en China a un mínimo de treinta millones de personas, mientras que la Revolución Cultural (1966-1976) provocó, quizá, otros diez millones, amén de destruir buena parte del patrimonio cultural chino. Esa furia contra el pasado, contra su historia, su arte, su cultura, se cebó, particularmente, con el Tíbet: el templo sagrado de Jokhang fue severamente dañado por los “guardias rojos” que, además, destruyeron las sagradas estatuas del Buda y las de Songtsen Gampo y sus esposas. También los palacios de Potala y de Norbulingka fueron saqueados y destruidos en parte y con ellos y por todo Tíbet, cientos de monasterios, fortalezas, monumentos, bibliotecas monásticas, obras de arte… Todo ello, claro está, sostuvo la voluntad de lucha de los tibetanos. Todavía en diciembre de 1969 eran capaces de tomar al asalto guarniciones chinas situadas a escasos kilómetros de Lhasa y en el verano de 1970 aún podían cortar la carretera Sichuan-Champo-Lhasa. Pero sin apoyos y envíos de armas, su lucha se extinguía lentamente. Y lo hizo del todo: en 1972-1973, el fracaso estadounidense en Vietnam promovió un acercamiento del gobierno de Nixon al de Mao Zedong. El reconocimiento americano de la China comunista cortó por completo la ayuda de Taiwán a los khambas: ya no había esperanza alguna de que el gobierno de la isla pudiera volver al continente.

invasión china del tíbet Revolución Cultural

La 12.º samding dorje phagmo, encarnación femenina de mayor nivel y tercera en importancia en la jerarquía budista tibetana tras el dalái lama y el pachen lama, acosada junto a sus padres durante la Revolución Cultural en Tíbet, finales de los años 60. Foto Cheng Kuande vía Wikimedia Commons.

Lentamente, las guerrillas fueron desapareciendo. La muerte de Mao en 1976 y con ella el final de los excesos de la Revolución Cultural y demás atrocidades maoístas favoreció el final definitivo de las actividades de resistencia. Ya no hubo combates. Y aunque, de tanto en tanto, los fieros goloks o los nómadas khambas atacarían a colonos chinos para expulsarlos de sus tierras, lo cierto es que en los años 80, China controlaba ya por completo todo el Tíbet. Sin embargo, la resistencia de los nómadas, pues ellos fueron el núcleo de la rebelión, no fue en vano. Todavía hoy mantienen sus costumbres, su vida libre y su religión. Puede que el símbolo del Tíbet siga siendo el dalái lama y su lucha pacífica, pero fueron los guerreros nómadas quienes murieron por la supervivencia de su mundo.

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Este artículo de divulgación es un homenaje a los guerreros del Tíbet y al explorador, antropólogo y escritor francés Michel Peissel que murió en España en 2011 y que siempre sostuvo la memoria de los verdaderos luchadores por la libertad del Tíbet: los khambas.

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