Generalmente, por un imaginario colectivo construido en torno a las fuentes, series y películas de romanos, tendemos a pensar en familias romanas de matrimonios avenidos y madres amantísimas, o emperadores violentos, pero con todo el mundo. Tal vez pensemos en las intrigas familiares, o en la violencia contra los esclavos. Es una violencia visible y, quizás por ello, tendemos también a olvidarnos de una violencia más cotidiana, una de la que parece que solo se habla en los últimos años, en que ya no es aceptable que tu marido te pegue “lo normal”. Sin embargo, cuando se rasca un poco la superficie, empieza a asomar otra realidad. Una en la que la crueldad estaba normalizada, aunque, como en todas las sociedades, también había críticas.
El paterfamilias tenía un poder amplísimo sobre su núcleo familiar. Tenía poder de vida y muerte sobre quien estaba a su cargo, aunque eso no quiere decir que pudiera asesinar a placer ni que el marco normativo no intentara poner coto a esta autoridad. Un hijo adulto tenía que ser oído antes de poder ejecutarle, por ejemplo, y las razones tenían que estar mínimamente justificadas. Aun así, las mujeres que participaron en las Bacanales y fueron juzgadas por ello fueron ajusticiadas por sus familiares y no por el Estado, a menos que no hubiera quien se hiciese cargo.
Un esposo solo podía matar a su mujer legalmente en algunas ocasiones, por ejemplo, si la sorprendía en adulterio, al igual que el padre que sorprendía a su hija en la misma situación. Por supuesto, en caso de ser el marido el sorprendido la mujer debía callar y punto. El código de Justiniano (5, 17, 8), que endureció las condiciones para el divorcio, permitía a la mujer, de todas formas, pedir el divorcio si su marido había intentado matarla, o si la azotaba. Sin embargo, en este último caso solo porque los azotes eran indignos de una mujer libre, no por el castigo en sí mismo.
Ahora bien, el maltrato habitual no era ilegal a grandes rasgos. San Agustín, en sus Confesiones, hablaba de su madre y de cómo las otras mujeres se sorprendían de que su marido, con el carácter que tenía, no le diera más palizas. Los consejos de Mónica son un decálogo de lo que hace cualquier mujer maltratada. No plantear las quejas abiertamente, conseguir las cosas sugiriéndolas solo cuando él estuviera de buen humor, estar siempre alerta a sus deseos… No siempre funcionaba, y un papiro de Oxyrrinco (6.903) nos ha preservado las desesperadas quejas de una mujer que no solo clamaba porque su marido le pegaba palizas, sino también porque había desnudado y marcado a fuego a sus hijas y torturado a sus esclavos. También Agustín comentaba las marcas de los golpes en las caras de las amigas de su madre; culpa suya afirmaba, poniendo las palabras en boca de su madre, por no servir bien a sus maridos.
Dos epitafios nos hablan también de dos mujeres asesinadas por sus esposos, Prima Florencia y Julia Mayana (AE 1987, 0177k; CIL XIII 2182). Sus familias, probablemente, solo consiguieron una justicia más poética que real inmortalizando los casos para el futuro. Tácito (IV, 22) cuenta que un tal Plaucio Silvano tiró a su esposa por la ventana y, pese a que era obvio el caso, se acaba suicidando solo porque su abuela le envió una daga, como aviso y orden. De hecho, fue su primera esposa la que acabó juzgada por «haberle hechizado», aunque el caso acabó en absolución. Regilla, la mujer de Herodes Ático, fue asesinada a patadas, embarazada, por orden de su marido. Le juzgaron y no le pasó nada. De hecho, se regodeó dedicando monumentos en su nombre. Popea, la esposa de Nerón, tuvo un final similar.
En cambio, dos mujeres, Publicia y Licinia, acusadas de envenenar a sus maridos fueron estranguladas inmediatamente por sus parientes, sin esperar a un juicio que las condenara o absolviera y solo por la mera sospecha. La advertencia estaba clara. También era una advertencia esa historia semi-mitificada que tanto gustaba a los romanos, con casos como el de Egnacio Mecenio, que mató a palos a su esposa por haber bebido vino. Nada prohibía, en realidad, beber vino a las mujeres, pero la definición romana de los Buenos y Viejos Tiempos era esa, una época en que no solo no se juzgó a Mecenio sino que tampoco nadie le reprochó nada.
Podríamos pensar que fueron episodios puntuales. Ojalá esto fuera un relato exhaustivo. No conservamos tanto, podríamos pensar. Hasta que leemos a Plutarco decir que el matrimonio es como una colmena, en que, para conseguir la miel, hay que aguantar el dolor de los picotazos. También decía que algunos hombres humillaban a sus mujeres porque no sabían controlarlas de otra forma, como los que no saben subir a un caballo y le enseñan a agacharse. Ponía en boca de Catón el Viejo la afirmación de que el marido que maltrata a su mujer o hijos pone sus manos en algo sagrado, pero sigue alabando la contención masculina, su capacidad de control y autocontrol, más que rechazar la violencia por las consecuencias en las mujeres y niños.
También vemos a Ovidio comentar que no le gustaba en exceso eso de que las mujeres se “dejaran hacer” mientras pensaban en la lista de la compra… aunque también decía que si no consigues seducirlas las engañes y, si tampoco funciona, las fuerces, que seguro que les gusta. Y solo se lamentaba de pegar a su amante porque luego la veía llorando y paralizada por el miedo. No hace daño sino quien no tiene derecho a hacerlo, decía la legislación romana, y los hombres tenían derecho a obtener ciertas cosas de sus parejas. La violencia sexual debía de ser habitual desde el momento en que pensamos en que el inicio de la vida sexual de muchas muchachas libres era una noche de bodas en que tendrían doce o catorce años, con chicos de veinte o treinta acostumbrados a tomar lo que querían y como querían de prostitutas y esclavas.
Aunque la edad mínima para el matrimonio eran esos doce años que, en teoría, permitían que la mujer fuera viripotens, es decir, capaz de soportar varón… y sí, la palabra usada era soportar, tanto para mujeres como para homosexuales pasivos (pathicus), tampoco se cumplía siempre. Tenemos testimonios de niñas mucho más pequeñas ya casadas y muertas de parto. Y todo esto sin hablar de la iniciación sexual de las esclavas, actrices y demás, que podían ser usadas desde que apenas levantaban un palmo del suelo, porque, en este caso, solo hemos hablado de los matrimonios. La violencia más allá de ese ámbito, en teoría, protegido era muchas veces aterradora.
Eran romanos, podíamos suponer. Una sociedad en que se podía abandonar a los hijos, en que el valor de la vida se medía por dónde hubieras nacido o la diversión que pudieras dar en un anfiteatro. Lo malo es que algunas de esas cosas perduraron, soterradas y naturalizadas, en la legislación y las costumbres occidentales. Hasta los años sesenta en España se podía matar a la mujer adúltera, como en época de Augusto, sin que te pudieran condenar más que a un destierro dentro del territorio nacional. El adulterio se concebía como toda relación extramatrimonial para una mujer, pero solo el sexo con una mujer casada para un hombre. La “pedagogía” mediante la violencia ha sido aceptable hasta hace nada y el débito conyugal una obligación. Peor aún, la violación podía “repararse” mediante el matrimonio con el violador hasta los años ochenta del siglo pasado en muchos países europeos.
Nos hemos alejado de los romanos, pero, a veces, los romanos no se han alejado de nosotros, y queda mucho camino por andar en la eliminación de la violencia contra las mujeres, tanto dentro como fuera del ámbito familiar.
Bibliografía
- Clark, P. (1998): ‘Women, slaves, and the hierarchies of domestic violence. The family of St Augustine’, en Joshel, S. R. y Murnaghan, S. (eds), Women and Slaves in Greco-Roman Culture: Differential Equations, Londres y Nueva York: Routledge, pp. 109–129.
- González Gutiérrez, P. (2021): Soror. Mujeres en Roma, Madrid: Desperta Ferro Ediciones
- González Herrero, «Epitafios-denuncia del homicidio de dos mujeres romanas», en Conimbriga: Revista de Arqueología, Vol. 55, 2016, pp. 269-287
- Pomeroy, Sarah B. (2007): The murder of Regilla : a case of domestic violence in antiquity, Cambridge: Harvard University Press
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