En el año 602 el Imperio romano seguía siendo la potencia hegemónica del Mundo Antiguo. Ese mismo año, al norte del Danubio, un ejército romano operaba con éxito contra ávaros y eslavos cruzando el río Tisza y llegando más al norte de lo que nunca lo habían hecho las legiones de Trajano. Hasta la formidable Persia sasánida había sido vencida y ahora, tras su derrota, en su trono se sentaba un rey de reyes que llamaba “Padre y Señor” al emperador de los romanos.
Pero todo se fue al infierno cuando el ejército del Danubio se levantó en armas y proclamó emperador al centurión Focas: un hombre brutal al que un contemporáneo definió como “bebedor de sangre humana” y que ciertamente la derramó con ansiosa locura. Entre 602 y 610 Focas desencadenó una espiral de purgas asesinas entre la nobleza, el alto funcionariado y el generalato que sembró de miles de cadáveres las calles de las ciudades del imperio. No contento con ello, azuzó al pueblo contra los judíos y enfrentó entre sí a los demos, verdes y azules, que se despedazaban en los hipódromos de las urbes. El imperio se hundía en el caos y a la llamada horrísona de este último, acudieron los ejércitos de Persia y las hordas del jagán ávaro. En breves años se perdieron Mesopotamia y Armenia, mientras que en Europa eran arrasadas las provincias balcánicas.
Contra el terror se alzó el exarca de Cartago, Heraclio, llamado “el Viejo”, quien envió a su hijo, también Heraclio, a Constantinopla al frente de una flota. Focas aguardaba allí teniendo como rehén a la prometida de Heraclio: la joven noble africana Flavia Fabia. Sucedió como en los buenos relatos: Heraclio desembarcó en Constantinopla y, tras derrotar a los hombres de Focas, apresó a este último y liberó a su novia, la bella Fabia. Aquel día de sangre y fuego, cuando arrojaron a Focas a sus pies, Heraclio le señaló los incendios y ruina que asolaban la ciudad y a continuación le preguntó: –“¿Así has gobernado?”. Focas, desafiante, respondió: –“¿Lo harás tú mejor?”.
Ciertamente lo hizo. Tras ordenar que desnudaran a Focas, mandó que le vistieran con un taparrabos de cuero negro y que le cortaran el brazo a la altura de la articulación del hombro, como correspondía hacer con un violador, y luego que lo arrastraran hasta una hoguera y lo quemaran en ella. Era el final terrible de ocho años de terror.
Sin pausa entre la ejecución de su predecesor y el amor, Heraclio llevó a su querida novia a la capilla imperial y allí, a la par, fueron coronados y casados. Heraclio era ahora emperador de un imperio al borde de la destrucción. De inmediato se puso a reorganizar el ejército y a buscar oro para enfrentar con éxito a persas y ávaros. No sería fácil.
Pero entonces, tras dos años de trabajos y reinado, murió su amada esposa, Fabia a la que al ser coronada, se le dio el nombre imperial de Eudoxia. El emperador se sumergió en una profunda depresión.
Incesto tío sobrina. El matrimonio de Heraclio y Martina
Y fue el momento de una joven bellísima, tenaz, ambiciosa e implacable: su sobrina Martina. Martina era apenas una adolescente, pero su belleza era como la de la primera mañana que contempló la creación y eso, sumado a su ambición, hicieron el resto. Pese a ser la hija de la hermana del emperador, Martina logró seducirlo y aunque que las leyes de los hombres y de la Iglesia lo prohibían, Heraclio estaba tan locamente enamorado de su sobrina que se enfrentó a todos: a su propia familia, al pueblo, a la iglesia y al mundo entero. En 613, se impuso su voluntad y desposó a Martina, su sobrina. Fue el inicio de un matrimonio que duró hasta la muerte del emperador, 641 y que sembró semillas de discordia, traición y matanza.
En efecto, cuando en 614 Jerusalén fue tomada al asalto por los persas y las reliquias de Cristo fueron llevadas a Ctesifonte, la capital persa, el pueblo culpó al incestuoso matrimonio de su emperador por la tremenda derrota. Era evidente, decían, que era el incesto lo que desagradaba a Dios y atraía la derrota sobre los romanos. La ira del pueblo creció y en las calles de Constantinopla se llamaba a Martina “la prostituta sentada en el trono” y cuando su efigie fue acuñada en las monedas, las gentes se apresuraban a rasparla con odio.
Vinieron muchas más derrotas… De todas ellas se culpó al incestuoso matrimonio. Además, Martina no paraba de parir hijos lisiados: el mayor, Flavio, nació con parálisis y el segundo de sus hijos, Teodosio, vino al mundo siendo sordomudo. El pueblo veía en todo ello el castigo de Dios y así, cuando Heraclio y Martina acudían al hipódromo, el demos de los verdes les zahería con cantos procaces. Ni siquiera ante los ruegos de su madre y de su hermano, Teodoro, cedió Heraclio. Martina era su sobrina, sí, pero también su amor y no la abandonaría aunque el patriarca, Sergio, se lo pidiera una y otra vez.
Mientras tanto, la guerra seguía asolando la tierra. En 622 Heraclio se puso al frente de 50 000 soldados romanos y tras adiestrarse duramente junto a ellos, les mostró el más fascinante estandarte que nunca ondeara sobre un ejército: “La imagen no pintada por mano humana”, con casi toda seguridad, nuestra Sábana Santa de Turín. Bajo semejante bandera de batalla marcharon contra los ejércitos de Persia.
Vinieron seis años de campañas imposibles a través de las montañas del Tauro, del Cáucaso y de los Zagros, por entre los desiertos de Asiria y las asoladas mesetas de Armenia e Irán, y en todas esas campañas, siempre a su lado, cabalgaba Martina. Tío y sobrina enfrentaron juntos la ruina y se alzaron con la victoria. En 628 Persia pedía la paz y el 1 de enero de 629, Heraclio entró en triunfo en Constantinopla montado sobre una cuadriga de oro tirada por cuatro elefantes capturados a los persas. Fue el delirio y la gloria. Ahora, entre el esplendor y los laureles, nadie recordaba ya su incestuoso matrimonio. Incluso Dios parecía bien dispuesto y Martina había seguido alumbrando hijos que, ahora sí, nacían sanos y fuertes.
Eran días felices… Pero Martina no se conformaba con ser la esposa del emperador, sino que quería ser la madre del futuro basileus. ¿Problema? Heraclio había tenido un hijo varón con su primera esposa: Fabia-Eudoxia. Ese hijo era Constantino y era inteligente y fiel. Curiosamente, pronto empezó a sufrir de recurrentes y cada vez más graves enfermedades y tanto el afectado, como el pueblo, comenzaron a mirar con desconfianza a Martina. Esta, por su parte, no paró hasta convencer a su esposo de que nombrara también a su tercer hijo, Heracleonas, como coemperador junto al ya citado Constantino.
Vuelven las sombras
Y a las victorias le siguieron las derrotas. Dios, al fin y al cabo, parecía no haberlos perdonado: mientras Bizancio y Persia se destrozaban entre sí, en Arabia se alzó un profeta guerrero, Mahoma, que unificó a las tribus y las lanzó a la conquista. Sus sucesores, los califas, conquistarían los reinos de la tierra. En Yarmuk, 636, los ejércitos de Heraclio, hacía tan poco invencibles, fueron aplastados y el emperador, enfermo y amargado, se retiró de Oriente.
Pronto cayeron también Jerusalén y Antioquía, y Egipto, clave de bóveda del Imperio, fue invadido. Mientras, en la corte, los dedos acusadores volvían a señalar a Martina: ella era la causa del desagrado divino. Primero fue Teodoro, hermano de Heraclio y tío de Martina, quien usaba la burla para tratar de conseguir que su hermano entrara en razón y se desligara de su sobrina, sin más resultado que verse destituido y apresado; luego fue uno de los hijos bastardos de Heraclio, Atalarico, quien urdió una conjura junto con su primo Teodoro, hijo del ya citado hermano de Heraclio, pero ambos jóvenes fueron descubiertos y terriblemente castigados.
Todo se derrumbaba en torno a Heraclio. Sufría una terrible enfermedad, probablemente había sobrevivido a la rabia, pues su cuerpo hinchado horriblemente era una maldición. Incluso tenían que colocar una tabla en su cintura para que orinara, pues su miembro viril, siempre erecto, lo salpicaba de orina. Heraclio, además, había desarrollado una fobia insuperable al agua y se negaba a cruzar el mar para arribar a Constantinopla. Al fin, para que así lo hiciera, se construyó un puente de barcos que se alfombró de tierra y y a cuyos costados se levantaron ramas y follaje para evitar que, al cruzar de Asia a Europa pasando el Bósforo, Heraclio viera el mar.
En febrero de 641 moría Heraclio. A su lado, como siempre, estaba Martina. No bien falleció su esposo se enfrentó a su hijastro, el enfermizo Constantino. Este contaba con el apoyo del ejército y del pueblo y relegó a su hermanastro, Heracleonas, y a su madrastra, Martina. Por poco tiempo: sospechosamente, Constantino murió a los tres meses de subir al trono. Todos en el Imperio acusaron a Martina de haberlo envenenado.
Pero Martina se impuso: se atrajo el apoyo de algunos generales y del jagán de los búlgaros onoguros, Kuvrat, al que había apadrinado años atrás, y trató de gobernar en nombre de su abúlico hijo. Pero había demasiado odio en el Imperio y ese odio tenía un destino: Martina.
El hijo del fallecido Constantino, Constante, nieto de Heraclio, fue elevado como emperador y Martina y su hijo depuestos. En un discurso ante el senado, el joven Constante declaró su convencimiento de que había sido Martina quien envenenó a su difunto padre. El castigo fue terrible: a Heracleonas y a los otros hijos varones de Martina se les cortó la nariz y se les castró, y a la propia Martina se le cortó la lengua y se la envió al destierro en Rodas. Terminaba así el reinado de una mujer poderosa que se alzó hasta el trono pasando por la cama de su tío, el emperador Heraclio.
Bibliografía
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- Bizancio entre la gloria y el desastre. Desperta Ferro Antigua y medieval n.º 66. Madrid. 2021.
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