El pesimismo de Walter Benjamin en su novena tesis sobre la filosofía de la Historia1 ante los destrozos del “progreso”, no solo contrastaba con el interesado triunfalismo anglófilo de historiadores como Toynbee, sino que apuntaba casi proféticamente al amargo final del orden civilizatorio que el modelo capitalista industrial había diseñado desde sus inicios expansionistas coloniales. Un pesimismo confirmado por la extrema violencia de la guerra, en la que Benedetto Croce reconocía los signos de la llegada de los “nuevos bárbaros”2, capaces de destruir cualquier rastro de civilización, mostrándonos el espejo de nuestro propio tiempo, en el que observamos atónitos la aniquilación sistemática de lo que siempre hemos considerado como las raíces de la cultura occidental sin hacer una mínima reflexión colectiva sobre el camino que se ha recorrido hasta aquí. La prisión y el acecho de la muerte llevó a Marc Bloch a escribir uno de los ensayos más impactantes sobre el sentido de la Historia en el siglo XX en el que se planteaba sus dudas sobre la capacidad de la sociedad para preguntarse por su pasado y la objetividad del historiador para hacerle frente3.
Sobre la Historia siempre han llovido carbones y diamantes. Contaminada y manoseada, sus discursos han manejado el pasado con la saña de un carnicero o con la sutileza de un cirujano, y ya sea el cuchillo jamonero o el bisturí más preciso, nuestra memoria se ha recortado en retales, y, en la mayoría de los casos, sus demiurgos nos la han presentado como el resultado de un largo proceso de construcción «científica». La historiografía es tan variada, que, siguiendo el modelo de la parábola de san Agustín y el niño que pretendía sacar toda el agua del mar cubo a cubo, igualmente podríamos leer docenas de discursos metodológicos sobre el análisis de los hechos históricos, y nunca acabaríamos de hallar una mínima objetividad. Se justifican algunos y se denuestan otros según ideologías cambiantes o siguiendo las pautas de un poder depredador y ansioso de aduladores. Aun así, los mediums del recuerdo siguen, como las antiguas sibilas, siendo necesarios en una sociedad siempre desorientada. Y, entre la basura y el ruido mediático que no entiende de paciencia, aún hay historiadores con mayúsculas que tratan de encontrar, como Teseo tras matar al Minotauro, el hilo que Ariadna le dejó para salir del laberinto. Un laberinto de sucesos que ha enredado nuestro presente hasta hacerlo incomprensible, porque ese laberinto está plagado de trampas que ocultan miserias que nos negamos a afrontar.
Hubo un tiempo en que la filosofía nos proporcionó la autocrítica necesaria para moderar errores y mirar el futuro con algo de confianza. Hubo un tiempo en el que existía la posibilidad de sobrevolar el espacio de nuestras vidas para poder leer el pasado e identificarnos con su interpretación. Ahora parecemos estar en el autobús de Stardust Memories de Woody Allen, cuyos pasajeros acababan en un paisaje desolado sin entender qué hacían allí, o peor aún, en el de Midnight Cowboy, tratando de alcanzar el sol de Florida mientras la muerte acecha por la ventanilla. Y entretanto, van despareciendo los últimos baluartes del estudio de ese tiempo, que es el nuestro, y que ahora percibimos como una niebla que enturbia el presente: los maestros que enseñaron a percibir las líneas invisibles que conducen al punto de fuga que permite no solo comprender la totalidad de la escena, sino también abrir la puerta de salida a ese laberinto: Vidal Naquet, Pierre Vilar, Chesneaux, Hobsbawn, Fontana, Santos Juliá, Elliott… Como decía Capote, «si pudiese hacer lo que quisiera, me iría al centro de la Tierra, nuestro planeta, y buscaría uranio, rubíes y oro. Intentaría encontrar Monstruos Perfectos»4. Eso eran para mí, «monstruos perfectos», que supieron «ver» a través del tiempo las entrañas de nuestra sociedad y trataron de encontrar su sentido como si fuesen augures, sin dejarse intimidar por farsantes que pretendían «acabar» con la Historia. Su infatigable trabajo nos permitió saber que los mismos peligros que condicionaron antiguos desastres, podían reproducirse aquí y ahora, que existían conexiones evidentes entre períodos lejanos (y otros no tanto) y futuros próximos, y que se debía estudiar el escenario social completo, con sus interconexiones y múltiples variables, antes que perderse en detalles cuya única finalidad era desviar la atención de cuestiones y problemas esenciales para entender un presente complejo. Ante una actualidad en la que se pretende que la Historia se quede como materia «para historiadores», engullida en un círculo de académicos, independiente de su sentido didáctico para un pueblo sometido a la amnesia de los reality shows, estos intelectuales realizaron la titánica labor de provocar la tormenta en la crítica del pasado, y fueron el «pepito grillo» de muchas conciencias.
El autorreconocimiento del ser humano dentro de su propia cultura tiene mucho que ver con la forma en que se le comunica el pasado, y, como decía Bloch, en una época de crisis el problema está no solo en el tipo de preguntas que le hagamos, sino también en si podemos formularlas, habida cuenta del “desarraigo” identitario característico de periodos históricos de transición, en los que los modelos preexistentes dejan de servir para explicar el nuevo orden que aún está por venir. Cada civilización se ha erigido en centro excluyente del resto y, en nuestro caso, la justificación histórica del paradigma colonial, aplicado a la expansión del capitalismo industrial (que es el definitiva el origen de nuestros actuales problemas), no era muy distinta a la que historiadores como Polibio5 en el siglo II a.C. o Hidacio 6 en el siglo V d.C. habían ideado para entender el imperialismo romano en su apogeo o la “universalidad” de un cristianismo que aparecía como la continuidad de un imperio a punto de desaparecer. En ambos casos siempre hubo un “otro” al que abatir o convertir en pro de la supervivencia de la “civilización”. Nosotros también tenemos ese “otro”: los bárbaros cuyo destino (tyche)7 era ser “integrados” de forma “natural” por Roma según el esquema polibiano, o por la Iglesia cristiana según Hidacio, igualmente deben ser absorbidos por ese “progreso” de Occidente, del que Benjamin abominaba. Pero se resisten, y, al igual que los antiguos romanos denigraban y humillaban a sus “bárbaros”, nosotros hacemos otro tanto con los nuestros: El «hombre blanco civilizado» tenía derecho a matar a un «bárbaro negro» porque el «bárbaro» no era un hombre. Solo se podía considerar «hombre» al descrito por Rudyard Kipling en If8, diseñado por la cultura y el poder del Imperio británico para «llevar la pesada carga» de conquistar toda la tierra a sangre y fuego. Y este pensamiento de exclusión, que ya se experimentó en la España inquisitorial con la «pureza de sangre» para diferenciar al auténtico cristiano, castellano viejo, del judío o musulmán «impuros», se continuó con la identificación, tanto de indios como de africanos, como cercanos a la «animalidad», lo que justificó su uso como mercancía esclava, y la ocupación y explotación de sus tierras. Las terribles imágenes de las humillaciones sexuales de Abu Ghraib se insertan en este paradigma, como bien analizó Jasbir K. Puar en Ensamblajes terroristas, al compararlas con las torturas realizadas por los franceses durante la guerra de Argelia9.
Puede que los generales del Pentágono vieran La batalla de Argel de Pontecorvo, para tener una «lluvia de ideas» sobre su actuación en Irak contra los insurgentes. En ella, los franceses comentan sobre los rebeldes: «Ni siquiera se conocen entre ellos. Si los conocemos, podremos eliminarlos». Pero nunca hubo una voluntad real de entenderlos. La sociedad del colonizador se desarrollaba ajena a la del colonizado, y, cuando se encontraban, solo se ejercía la imposición del discurso de dominación con su narrativa histórica nacionalista. Esto está muy bien reflejado en la película Lejos de los hombres de David Oelhoffen (sobre el relato El huesped10 de Albert Camus), donde un maestro de escuela, hijo de colonos, enseña en una zona desértica del Atlas durante el conflicto. Sus alumnos son todos niños argelinos, y en la pizarra hay un mapa de Francia, que le sirve para explicar su geografía y su historia, ya que la de ellos ha quedado prohibida e invisibilizada. Igualmente, el director haitiano Raoul Peck lo describe en su documental Exterminad a todos los salvajes:
«Toda narrativa histórica es un lote de silencios particular. Un ejercicio de poder que hace posibles algunas narrativas y silencia otras. Pero no todos los silencios son iguales. Nuestro trabajo como cineastas, escritores, historiadores, creadores de imágenes, es deconstruir dichos silencios»11.
Frantz Fanon, en Los condenados de la tierra, fue uno de los primeros en sacar del silencio a los nuevos «bárbaros», intentando que las sociedades europeas aceptaran el conflicto colonial y la identidad propia del colonizado, pero nos faltaba una lección mucho más importante que aprender: saber manejar la «desidentificación» de aquellos que, habiendo colaborado con el colonizador, debieron reubicarse en su antigua metrópoli ante el rechazo de quienes, en su propia tierra, les veían tan enemigos como a los franceses. La tragedia de los «harkis», ni franceses ni argelinos, obligados a un pacto de silencio, que les redujo a «extraños» entre los blancos a quienes sirvieron, incluso exponiendo sus vidas en el ejército francés durante las guerras mundiales, fue muy bien descrita en El arte de perder de Alice Zeniter12, que explica cómo esa desubicación cultural, unida al rechazo de una sociedad que nunca les aceptó de buen grado, hizo que las siguientes generaciones, habitantes de los suburbios y con pésimas perspectivas de futuro, se radicalizaran, y vieran en el islam una identidad y un sentimiento de pertenencia que su país de acogida no era capaz de darles. El hecho de que muchos de los terroristas que cometieron atentados, como los de Charlie Hebdó o la sala Bataclán, hubieran nacido y crecido en esos suburbios de Francia, nos tendría que hacer reflexionar sobre los efectos de su pasado colonial.
Fanon dejó claro que la civilización europea fue construida a base de convertir al resto de la humanidad en esclavos y monstruos. Y, es más, corroboró que los europeos no eran ya los sujetos de la historia, sino los pueblos colonizados, y que lo único que lograrían los ejércitos y la represión sería únicamente demorar el inevitable proceso de liberación, en una clarividente afirmación que mostró el espejo del futuro, que actualmente se ha proyectado en los sucesos de Afganistán, como demostró el autor anglo-indio Pankaj Mishra13.
En su relato La construcción de la muralla china, Kafka nos ofrece el testimonio escrito en primera persona de un hombre que, según parece, formó parte de los contingentes que llevaron a cabo aquella descomunal obra de ingeniería. ¿Para qué se construyó la muralla? Todo el mundo sabía en la China imaginaria de Kafka que los pueblos del norte eran temibles; así aparecía reflejado en los libros de Historia y en las representaciones gráficas, en los cuadros de los artistas «tan fieles a la realidad», que mostraban con detalle «los rostros de la condenación, las fauces abiertas, las mandíbulas provistas de colmillos puntiagudos, los ojos perversos, como mirando de soslayo a la presa que van a destrozar con sus hocicos»14. Pero nadie había visto nunca, cara a cara, a uno solo de esos pobladores norteños, tal y como ocurre en la novela El desierto de los tártaros de Dino Buzzati. Los pobladores más allá de las fronteras son siempre “bárbaros”, inferiores, enemigos, y, aunque no se les conozca directamente, su imagen se distorsiona para desarrollar un nacionalismo que solo favorece a las élites del país que controlan. Por eso sus fronteras son “sagradas” y su Historia debe contarse según un relato que coincida con el interés de la “nación”, siempre excluyente. Las fronteras constituyen espacios simbólicos que permiten la elaboración de imaginarios nacionales y a la vez el punto de quiebra de las identidades. Espacios contradictorios de apertura (migración) y clausura (imaginarios nacionales), que transforman a los individuos en su proceso de integración en los países de acogida, además de espacios particulares que desarrollan fenómenos estéticos propios. Como señala el personaje del coronel Joll en Esperando a los bárbaros de J.M. Coetzee, la historia de las fronteras desaparecerá, a nadie le interesa, no se encuentran en los manuales de historia. Interesarse por la frontera es explorar un espacio donde la memoria, al parecer, está destinada a perecer junto a las personas que la habitan. La complejidad de la frontera se borra y se reduce a una dicotomía entre civilizados y bárbaros15, al tiempo que pone de relieve la artificiosidad de conceptos como “país”, “nación” o incluso “Estado”, una vez que, tras preguntar al pasado, comprobamos el interminable ciclo de sus ascensos y caídas. Las palabras de Fontana adquieren ahora toda su importancia:
«toda visión global de la historia constituye una genealogía del presente. Selecciona y ordena los hechos del pasado de forma que conduzcan en su secuencia hasta dar cuenta de la configuración del presente, casi siempre con el fin, consciente o no, de justificarla»16.
El pasado siempre está en construcción y la cuestión sobre su «veracidad» dependerá del apego cultural e ideológico hacia sus discursos históricos, sobre todo en un tiempo cargado de fake news, en el que la incertidumbre impera.
Notas
1 “Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se muestra a un ángel que parece a punto de alejarse de algo que le tiene paralizado. Sus ojos miran fijamente, tiene la boca abierta y las alas extendidas; así es como uno se imagina al Ángel de la Historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas, y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irremediablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras los escombros se elevan ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.” Walter Benjamin, Tesis sobre la filosofía de la Historia. IX.
2 “Cuando los espíritus bárbaros [recobran vigor] no solo derrotan y oprimen a los hombres que la representan [la civilización], sino que se dedican a destrozar las obras que para ellos eran instrumentos de otras obras, y destruyen hermosos monumentos, sistemas de pensamiento, todos los testimonios del noble pasado, cerrando escuelas, dispersando o incendiando museos y bibliotecas y archivos… No es preciso buscar ejemplos de tales cosas en las historias remotas, porque las de nuestros días los ofrecen con tanta abundancia que incluso hemos perdido el sentimiento de horror por ellos.” Citado por Nuccio Ordine en La utilidad de lo inútil, Acantilado. Barcelona, 2013. p. 20.
3 “Cada vez que nuestras estrictas sociedades, que se hallan en perpetua crisis de crecimiento, se ponen a dudar de sí mismas, se las ve preguntarse si han tenido razón al interrogar a su pasado o si lo han interrogado bien. Leed lo que se escribía antes de la guerra, lo que todavía puede escribirse hoy: entre las inquietudes difusas del tiempo presente oiréis, casi infaliblemente, la voz de esta inquietud mezclada con las otras. En pleno drama me ha sido dado recoger el eco espontáneo de ello. Era en junio de 1940, el mismo día, si mal no recuerdo, de la entrada de los alemanes en París. En el jardín normando en que nuestro Estado Mayor, privado de fuerzas, arrastraba su ocio, remachábamos sobre las causas del desastre: «¿Habrá que pensar que nos ha engañado la historia?», murmuró uno de nosotros. Así la angustia del hombre hecho y derecho se unía, con su acento más amargo, a la sencilla curiosidad del jovenzuelo…” Marc Bloch, Introducción a la historia. Fondo de Cultura Económica. México, octava reimpresión 1978 (editada en 1949, aunque escrita entre 1941-42), p. 10.
4 Truman Capote, Plegarias atendidas. Anagrama. Barcelona, 1994, p. 19.
5 El elogio y la justificación de la política expansionista romana aparece claramente en el inicio de su obra: “La novedad de los hechos sobre lo que nos proponemos escribir es suficiente por si misma para invitar y estimular a toda persona, tanto joven como anciana, a la lectura de nuestra obra. Pues ¿qué hombre será tan necio o negligente que no quiera conocer cómo y mediante qué tipo de organización política casi todo el mundo habitado, dominado en cincuenta y tres años no completos, cayó bajo un único imperio, el de los romanos? De tal hazaña no se sabe que haya sucedido antes. Y, a su vez ¿quién no habrá tan apasionado por algún otro género de contemplación o enseñanza que lo considere más ventajoso que un acontecimiento de este tipo?”. Polibio, Historias. I.1,4-6.
6 La historiografía cristiana bajoimperial nace como respuesta al nuevo orden instaurado tras el edicto de Milán de 313, teniendo como objetivo justificar la situación socio-económica creada por el desarrollo del poder de la Iglesia como institución política, que asumió una hegemonía “civilizatoria” universalista. Sus principales manifestaciones historiográficsa se hallan en las Historiae de Orosio, identificando la “pax romana” con los “tempora christiana”, donde el Imperio deja de identificarse con la condición romana del emperador para pasar a convertirse en una “auctoritas” de la Iglesia sobre la fragmentada organización de los nuevos reinos bárbaros; y en la Chronica de Hidacio, para el que las invasiones serían un instrumento divino, no solo para corregir los errores del pasado, sino también para convertir a los bárbaros en una nueva comunidad de fieles.
7 “Lo peculiar de mi obra y lo sorprendente para nuestra época es lo siguiente: que así como el Destino (tyche) ha dirigido casi todos los acontecimientos del universo hacia una sola parte y los ha obligado a inclinar la cabeza ante un único y mismo objetivo, del mismo modo es tarea mía, mediante la historia, exponer bajo un solo punto de vista a los lectores el manejo de que el Destino se ha valido para la realización de todos sus designios”. Polibio, Historias. I.4,3-6.
8 Rudyard Kipling, If. Madrid, ed. Istarduk, 2017. Según el propio Kipling en su autobiografía “Something of myself”, publicada póstumamente en 1937, el poema fue inspirado por el dr. Leander Starr Jameson, que en 1895 lideró una incursión de las fuerzas británicas contra los boers en Sudáfrica, y que desencadenó la Segunda Guerra Anglo-Bóer.
9 “Una modalidad de tortura contra los árabes era colgarlos atados de manos y pies a la espalda y con la cabeza hacia arriba. Debajo de los cuerpos colocaban un caballete y los hacían balancearse dándoles golpes en los puños, de suerte que sus zonas sexuales frotaban la barra puntiaguda y afilada del caballete. Lo único que decían los torturados, al volverse hacia los soldados presentes, era: «Me avergüenza estar completamente desnudo delante de vosotros». Esta clase de tortura contra el presunto terrorista musulmán está sujeta a los saberes normativizadores de la modernidad, que lo definen sexualmente como un objeto conservador, púdico y temeroso de la desnudez, y también como animal, bárbaro e incapaz de controlar sus impulsos”. Jasbir J. Puar, Ensamblajes terroristas. El homonacionalismo en tiempos queer. Barcelona, ed. Bellaterra, 2017. p. 145.
10 Albert Camus, El huésped, relato corto incluido en El exilio y el reino. Madrid, Alianza Editorial, 2001. Originalmente publicada en 1957, la obra se compone de seis relatos, unidos por un contenido común: el desarraigo y la búsqueda de identidad y sentido a la existencia, producidos tanto por el extrañamiento físico y social, como por el exilio interior.
11 El documental del director Raoul Peck está basado en el libro de Sven Lindqvist, Exterminad a todos los salvajes. Madrid, ed. Turner, 2004. Se publicó por vez primera en 1992.
12 Alice Zeniter, El arte de perder. Madrid, ed. Salamandra, 2019.
13 “Hoy parece innegable que fue una locura extraordinaria vincular el prestigio, la seguridad y la credibilidad de Occidente a la alucinación de un poder largamente desaparecido, unas guerras neoimperialistas y unas cruzadas humanitarias. Porque ni las jerarquías raciales y geopolíticas ni las tecnologías militares creadas por europeos y norteamericanos blancos cuando colonizaron el mundo en el siglo XIX se pueden reproducir en el XXI. No cabe duda de que la reaparición de los brutales talibanes, con sus turbantes negros y sus largas barbas, alimentará una fantasía masculina sobre el justo combate de Occidente contra unos nativos atrasados e intransigentes. “La resistencia acaba de comenzar”, tuiteó Bernard-Henri Lévy la semana pasada. Pero lo más urgente es salvar, a Occidente y a los afganos, de los locos quijotescos del imperialismo” Pankaj Mishra, Occidente y sus delirios coloniales: el desastre de Afganistán se veía venir. Madrid, Diario El País, 29/8/2021.
14 Franz Kafka, La construcción de la muralla china (1917), en Cuentos completos, Biblioteca Digital Minerd-Dominicana Lee, Ministerio de Educación de la República Dominicana, Santo Domingo, 2009, pp. 171-178.
15 “No existe a lo largo de la frontera mujer que no haya visto en sueños la mano morena de un bárbaro surgiendo bajo su cama para agarrarle el tobillo. Ni tampoco hombre que no se haya atemorizado con visiones de los bárbaros celebrando orgías en su hogar, rompiendo los platos, incendiando las cortinas y violando a sus hijas. Estas imaginaciones son producto de la excesiva tranquilidad. Que me muestren un ejército de bárbaros y entonces lo creeré”. J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros. Ed. Random House, Madrid, 2011. p. 19.
16 Josep Fontana, Historia. Análisis del pasado y proyecto social. Crítica. Barcelona, 1982. p. 9.
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- Walbank, F.W.; Polybius. Berkeley, 1972.
- Zeniter, Alice; El arte de perder (2017). Madrid, ed. Salamandra, 2019.
Fabuloso texto, lleno de citas y referencias, que nos transporta de un lado hacia otro aportándonos conocimiento y reflexión. Gracias por compartir este trabajo lleno de sabiduría.