Hoy no toca hablar de romanos. Aquí el masculino genérico no funciona bien. Hoy toca hablar de romanas. De ellas, más invisibles, más estereotipadas. Las que no tenían nombre más allá de sus identificadores familiares. En realidad, también se habla de ellos, de las relaciones entre romanos y romanas. De quienes fueron más allá, transgrediendo las normas del género, de la política y de la historia.
La nueva serie documental de Movistar+, El corazón del Imperio, pretende instalarse en muchos escenarios donde jugar sus cartas en un punto intermedio entre la ficción histórica, la recreación y el documental. Combinando las fuentes, la entrevista a un extraordinario elenco de expertas (entre las que tengo el honor de encontrarme) y un punto macarra, nos retrotrae a la historia de Roma, una historia que parece tan estudiada y conocida que se hace complicado imaginar algo original. Sin embargo, se destaca que, a lo mejor, hemos estado formando todo nuestro imaginario colectivo en torno a esta historia teniendo en cuenta solo una perspectiva, la de un pequeño grupo de protagonistas. Y la historia es siempre más compleja, rica y variada.
La serie documental se plantea, en su totalidad, desde una premisa muy sencilla, consistente en que las mujeres existen y existieron. Que hicieron cosas. Que vivieron y amaron. Que ganaron y perdieron. Pero, sobre todo, que actuaron y lucharon por sus intereses. Puede que la premisa nos resulte chocante, pero ¿cuántas veces nos hemos cuestionado si se nos ha ofrecido una visión completa de la historia solo a partir de las biografías de un puñado de personajes, solo a partir de miembros de un mismo género? Cambiar la perspectiva requiere un choque, que se perciban las disonancias cognitivas, lanzar la historia a la cara.
Hay personajes que, de repente, se convierten de lleno en protagonistas de la historia, como Fulvia. ¿Por qué la tenemos tan poco en cuenta en el momento en que vivió, cuando sabemos de su relación con políticos de primer orden, Cicerón nos deja clara su actuación en el ámbito público o sabemos que dirigió una guerra? Otros, como Cleopatra, nos resultan mucho más familiares, pero ¿hasta qué punto separamos conocimiento y prejuicios? La serie no se plantea desde el descubrimiento de nuevos textos revolucionarios, sino simplemente desde una relectura de las fuentes, una que las mire de forma diferente.
Las mujeres de El corazón del Imperio
De hecho, El corazón del Imperio comienza con un capítulo dedicado a las “antimujeres”, personificadas en las gladiadoras y en el mito de Medea, mujeres vinculadas al ámbito de la violencia, la venganza y la heroicidad. Incluso en ese contexto, en el que todos los modelos ideales de feminidad y todas las explicaciones del papel de la mujer nos dicen que no deberían estar, estuvieron. Hecha esta introducción y declaración de intenciones (sí, hubo mujeres en todas partes), el segundo capítulo se mete de lleno con Fulvia, Cleopatra o Calpurnia. Aquí los hombres callan. Clodio apenas habla, César no dice ni una palabra. Frente al tradicional silencio femenino, fruto tanto de su relativa ausencia de las fuentes como del propio silenciamiento de la historiografía tradicional, se cambian las tornas. Menos Cicerón, claro, ¿quién haría callar a Cicerón?
Tampoco parece que se evite la crudeza ni la violencia, no solo en forma de asesinatos, sino esa crudeza cotidiana, de la pobreza y las elecciones complicadas. De esas crudezas que eran transversales a todas las mujeres. Matrimonios con apenas doce años, abortos (muchas veces por pura necesidad), violencia callejera, abandono. La romana no era una sociedad amable, centrada en los cuidados y en la ternura, aunque, y a veces se nos olvida, también la hubiera. En el segundo capítulo, Calpurnia llora la muerte de César (no es spoiler si pasó hace dos mil años), y coloca en su cabeza, tras peinarle con ternura, su corona cívica. Un leve gesto de cariño. No olvidemos que Roma es una sociedad infanticida, pero también una en que los padres podían llorar amargamente y clamar al cielo por sus hijos perdidos. Roma es una sociedad en la que no existía el consentimiento, pero en la que también una mujer podía llegar a escoger a su marido y en la que existían parejas felices. Las sociedades no son nunca homogéneas, y mal vamos si eso no se refleja en los documentales y en las series. Tendríamos que acostumbrarnos a las contradicciones internas de las sociedades, a verlas como son, conjuntos poliédricos de sistemas ideológicos, personas con pensamientos diferentes y sentimientos encontrados.
De medios, compromisos y audacia creativa
Más allá de las premisas y las ideas, El corazón del imperio es una serie con un presupuesto limitado (y que se ha rodado en plena pandemia), en que la ambientación juega con un imaginario colectivo, con una idea de la atmósfera romana muy asentada en la tradición, para marcar un contraste con la ruptura del discurso. Los escenarios son neutros, todas las domus son la misma domus, todas las calles son la misma calle, se evitan los escenarios más reconocibles. Un buen ejemplo es el de las gladiadoras. Se juega a la fantasía en el vestuario, pero también a destacar una ausencia de sexualización de las mismas. La falta de adecuación histórica contrasta con una intencionalidad en la separación de una visión clásica sobre gladiadoras que, pecho al aire, se convierten en juguetes sexuales.
No será la primera ni la última serie en que se discutan los detalles de vestuario, escenarios, armas… Nos gusta sacarle punta a si el casco se corresponde con la época, o si ese peinado corresponde con el de moda en esos años. Las eternas discusiones entre asesores y directores. Quizás deberíamos plantearnos algunas cosas más allá del presupuesto o la creación de un escenario reconocible para quien busca “una serie de romanos”. Quizás esas preguntas sean más fáciles de plantear que de responder. La primera es obvia, ¿qué entendemos por realidad o por una “buena recreación”? Deberíamos asumir que nunca mostraremos un escenario romano, o griego, o medieval o asirio “real”. No fabricaremos a mano, con carbón, plomo o lapislázuli, los maquillajes, ni hilaremos y tejeremos a mano las prendas que se llevan, ni fabricaremos a mano los cascos para curtirlos en diez años de batallas. Tampoco sabemos lo suficiente como para rellenar exitosamente las lagunas en nuestro conocimiento de la vida cotidiana. No es solo una cuestión de presupuesto, sino de capacidad física. Y no podemos exigir a recreadores y productores que hagan magia.
La segunda pregunta deriva de esta, y es, quizás, la más obvia: cuestionar los límites de esa recreación. En este caso deberíamos ir, de nuevo, más allá del presupuesto y los detalles, y entrar en qué se pretende con una recreación o un documental. Evidentemente, si se hace un documental sobre armamento romano, quizás tirar de Cornejo para todas las armaduras no sería lo más adecuado, pero para hablar de Cicerón, igual no está tan mal y es una solución práctica y efectiva. Pasa lo mismo con la recreación, en que estaría un poco feo llevar un reloj digital, pero igual no pasa nada por no tejer tú mismo tu capa (o, más bien, mandar a tu mujer que se deje de tonterías y se dedique al telar, que sería lo suyo si hablamos de realismo).
Al final, si se pretende, o exige, hacer la serie, documental o recreación perfecta, nunca se haría nada. Tampoco es tan sencillo romper los imaginarios colectivos. Paso a paso y acabaremos viendo estatuas en rojos y azules, si pretendemos que los documentales plasmen hasta el último cubierto de madera de forma adecuada, simplemente se dejará de llamar a los asesores históricos. En el fondo, del peplum a series como Roma, o del primer capítulo de Doctor Who ambientado en Roma al que narró el final de Pompeya, lo que hay es un cambio de mentalidad de la sociedad entera, no solo un buen trabajo de asesoría.
Por otro lado, siempre se agradecen los detalles “frikis”, los guiños a los historiadores, que calmen un poco nuestro afán de sacar punta. Algunos pueden pasar desapercibidos, como la mención a recetas reales de anticonceptivos en los papiros egipcios, consistentes en excrementos de cocodrilo, o la muñeca que lleva la pequeña Fulvia, basada en algunos modelos que se conservan, por ejemplo, en el Museo Arqueológico Nacional, en Madrid, o en el Museo Massimo alle Terme, en Roma. Otros “detalles” de ambientación son mucho menos sutiles, como la decisión, arriesgada, de plantear la serie en latín (con algún detalle en griego, cuando Cleopatra está en escena).
Un diálogo a tres bandas
Cabe destacar el formato, a tres bandas, entre la recreación, la narración de Santiago Posteguillo, que introduce las escenas y las explicaciones de las expertas, en que se reúne a historiadoras, arqueólogas o especialistas en derecho romano. Un formato que permite, por un lado, matizar las escenas, explicarlas y contraponer puntos de vista, que consigue un efecto coral, pero que también es arriesgado. Ya lo vimos puesto en escena en otra de las series del director, Israel del Santo, la que trataba sobre la historia de El Palmar de Troya, frente a otras series que confiaban exclusivamente en la imagen y la recreación, como pasó con Conquistadores Adventum, por ejemplo.
Es un formato que equilibra la recreación y la historia más dura. Un documental, por mucho que sea una serie, nunca nos podrá transmitir lo que transmite un ensayo. Tampoco lo pretende, como tampoco los grupos de recreación, por ejemplo. No se trata de tener todos los datos y fuentes al alcance de la mano, en una nota al pie, sino de permitir acercarse a una sociedad de forma diferente, con sus luces y sus sombras. Este tipo de formatos nos permiten cambiar la forma de mirar. Nos permiten sumergirnos de otra forma. Nos permiten complementar lo que no imaginamos y nos cuesta ver. Son elementos importantes de la divulgación, porque hay muchas formas de hacer divulgación.
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