El trasfondo histórico de la serie Barbaren no puede ser más atractivo. Una sucesión de campañas militares, iniciadas en el año 12 a.C., había otorgado a Roma el control del territorio germano entre el Rin y el Elba. En 9 d.C. Publio Quintilio Varo fue designado como legado de la Germania Magna con el cometido de consolidar la administración romana, lo cual implicaba instaurar un sistema fiscal. Entre sus hombres de confianza se hallaba Arminio, comandante de tropas auxiliares, de origen querusco, cuyos padres habían enviado como rehén a Roma, donde adquirió la ciudadanía y el rango ecuestre. Arminio logró persuadir a varios pueblos germanos para que reconocieran su liderazgo y, en septiembre de 9 d.C., condujo mediante engaños al ejército de Varo hacia los Saltus Teutoburgensis, una zona abrupta y boscosa al norte del macizo de Wiehengebirge, en la Baja Sajonia, que impidió que la larga columna romana pudiera combatir en formación. Los ataques y emboscadas se sucedieron a lo largo de tres días hasta una desesperada lucha final entre un pantano y la colina de Kalkriese. Las legiones XVII, XVIII y XIX, junto a tres alae de caballería y cinco cohortes auxiliares, resultaron aniquiladas. Esta derrota supuso un desastre sin paliativos que obligó a Roma a replegarse al oeste del Rin, un eje fluvial que, durante cuatro siglos, serviría de frontera entre el Imperio romano y el Barbaricum.
El mito de Teutoburgo tardaría más de un milenio en surgir. A principios del siglo XVI, Martín Lutero consideró a Hermann –versión alemana del latino Arminius, a partir de una falsa etimología– el símbolo nacional que necesitaba un pueblo fragmentado en su pugna contra Roma. A la victoria de Teutoburgo se le atribuyó un carácter providencialista, ya que habría posibilitado la supervivencia de la cultura germana, y con el surgimiento del nacionalismo alemán las obras de ficción se multiplicaron. Durante los siglos XVIII y XIX, “el Libertador” protagonizó medio centenar de óperas y obras de teatro, como Die Hermannsschlacht (“La batalla de Hermann”), compuesta por Heinrich von Kleist en 1808 como llamamiento a las armas frente la ocupación napoleónica. Hermann hizo su debut en la gran pantalla en 1924 bajo el original título de Die Hermannschlacht, una epopeya fraguada en el furor patriótico de la República de Weimar. La llegada de los nazis al poder hizo que la potente industria cinematográfica alemana se pusiera al servicio de su ideología. En 1936, el largometraje Ewiger Wald (“Bosque eterno”) da comienzo con el triunfo germano en Teutoburgo y concluye presentando al nazismo como la cúspide de un largo proceso de gestación nacional.
Desde la caída del Eje hasta la actualidad, Arminio y la batalla de Teutoburgo protagonizaron varios docudramas con una clara vocación desmitificadora. A pesar de la trascendencia macrohistórica que se atribuye al desastre de Varo, la historiografía alemana actual tiende a relativizar la independencia obtenida por los germanos en Teutoburgo. El rey querusco no pudo unir a las tribus durante mucho tiempo, sus allegados le asesinaron en 19 d.C., tres años después de ser derrotado por Germánico en Idistaviso, y el concepto romano de imperium incluía el control de territorios satélites sin necesidad de una ocupación militar, gracias a una mezcla de diplomacia, tratados, vínculos comerciales y poder blando. El descubrimiento de un antiguo campo de batalla 100 kilómetros al este de Kalkriese, cerca de Kalefeld, al sur de Hannover, constata la presencia militar romana en lo más profundo de la Germania libera a principios del siglo III d.C.
Barbaren de Netflix: el regreso de Arminio
La serie de Netflix supone la primera gran adaptación audiovisual de este personaje histórico tras un hiato de 90 años. En un momento caracterizado por la hipercorrección política y el resurgimiento de los nacionalismos, trasladar la Clades variana a la pantalla parecía adentrarse en un campo minado. Sin duda lo más reseñable del resultado es el rigor en la recreación del vestuario y el armamento, aunque la panoplias romanas deban datarse unas décadas después. Los escenarios resultan igual de realistas, aunque limitados en número. Esto convierte la acción en un vaivén continuo entre el campamento romano y el poblado querusco, que se repite hasta el clímax final sin apenas subtramas ni analepsis (flashbacks) que alivien esta claustrofobia. A pesar de que Barbaren posee un reparto más que aceptable y una excelente factura técnica, las mayores taras recaen sobre el guion. Los hechos narrativos se suceden sin apenas causalidad, enmarañados en conflictos entre personajes secundarios que tienden a desmenuzar una trama confusa que pivota sobre el triángulo amoroso formado por Arminio, su esposa Thusnelda y un personaje ficticio llamado Folkwin.
En la serie, Thusnelda –hija de Segestes, un noble querusco que advirtió a Varo de la inminente rebelión– es amiga de la infancia de Arminio, y se convertirá en su esposa tras un romance imposible con Folkwin. En la realidad, Thusnelda consintió en ser “raptada” por Arminio tras la batalla de Teutoburgo, y después su padre la entregó a los romanos, embarazada de su esposo, como venganza por un intento de asesinato orquestado por él (Tac. Ann. 1.55-57). Las licencias históricas no ayudan a afianzar la trama, más bien al contrario. El desencadenante de la revuelta es el inverosímil robo de un águila legionaria de los Principia del campamento de Varo. Folkwin, que se insinúa como protagonista, acaba diluyéndose en los dos últimos capítulos. La condición de vidente de Thusnelda sirve como deus ex machina para que su esposo aúne bajo su liderazgo a los germanos. Arminio se convierte en hijo adoptivo de Quintilio Varo, lo cual, aunque acentúa un interesante conflicto interno, no contribuye a explicar su traición.
El maniqueísmo de los personajes queda patente desde la primera escena. En El Guión, Robert McKee señala la necesidad de dotar a los antagonistas de una psicología coherente y unas motivaciones más creíbles que el mero afán de hacer el mal. En Barbaren la caracterización de los antagonistas posee la sutileza de una película de Chuck Norris. Los romanos solo interactúan con los bárbaros de forma abusiva, ya sea verbal o física. Odian a los rebeldes por su rebeldía y desprecian a los colaboracionistas por su servilismo. A veces nos sorprenden con algún vestigio de humanidad, como el afecto de Varo hacia Arminio, pero desde el primer momento hacen méritos para que nadie lamente su holocausto en Teutoburgo.
Quintilio Varo no era, desde luego, un dechado de virtudes. Entre los años 6 y 4 a.C. desempeñó el cargo de gobernador de Siria, provincia que, según Veleyo Patérculo (II.117,3), “recibió rica siendo él pobre y dejó pobre siendo él rico” tras solventar una revuelta en Judea con la crucifixión de dos mil judíos. No parece el mejor candidato para instaurar un sistema fiscal, y sin embargo la traición de Arminio estuvo al servicio de las mismas ambiciones personales que propiciaron su asesinato. No es el único embellecido por la ficción. Hacia el cambio de era, los germanos llevaban amenazando a los celtas desde hacía un siglo; el retrato de unos aldeanos indefensos ante el militarismo romano está tan alejado de la realidad como esa ruda nobleza de quienes viven ajenos a la perniciosa influencia de la civilización.
El mito del buen salvaje en la historia
El mito del “buen salvaje” tiene unas hondas raíces. El primer relato sobre los pueblos germánicos es obra del historiador Publio Cornelio Tácito, quien les dedica un breve tratado titulado Germania y varios pasajes en sus Anales, nuestra mejor fuente para conocer la rebelión de Arminio tras la obra de Veleyo Patérculo. Tácito presenta al querusco como el “libertador de Germania” y a su pueblo como una sociedad igualitaria, en la que todas las decisiones se deciden en comunidad, que desconoce la usura, valora la opinión de las mujeres, y sorprende por su sobriedad. Los germanos, a decir de Tácito, poseían una moral tan elevada que no necesitaban leyes.
Los hechos de los siglos IV-V no parecen confirmar ese desprecio por los bienes materiales, como tampoco el derecho germánico corrobora esa privilegiada posición de las mujeres. Al redactar su obra, Tácito no tiene tanto en mente las virtudes germanas como la propia corrupción de Roma, la pérdida de poder del Senado, la ostentación de su clase dirigente y unas conquistas impulsadas por intereses espurios; la supuesta desviación de un estado de bondad natural. Esta opinión no era muy popular en Roma. La dicotomía entre civilización y barbarie constituye un tema habitual en la literatura clásica; el retrato de una alteridad violenta y atrasada suponía una parte consustancial de la identidad romana.
Ya en la Ilustración, los paradigmas del belicoso bárbaro y el buen salvaje cimentaron, respectivamente, el pensamiento político de Thomas Hobbes y Jean-Jacques Rousseau. En una época de construcción de relatos nacionales, racismo pseudocientífico y expansión colonial, los europeos apelaron a un mito u otro a conveniencia. Tanto el movimiento Völkisch como el nazismo asumieron de buen grado esa proverbial nobleza de los primitivos germanos. Desde el prisma de la superioridad aria, resultaba difícil explicar que las “cunas de la civilización” hubieran surgido entre los untermenschen. El buen salvaje suponía un sucedáneo más que aceptable y, por ello, el Reichsführer Heinrich Himmler quiso apoderarse de los códices de Germania.
Cine y series. Entre el cliché y la corrección política
Dos guerras mundiales y los horrores de los dos grandes -ismos del siglo XX pulverizaron la fe en el progreso de la Modernidad occidental y difundieron el mito roussoniano. Antropólogos como Harry Turney-High o Quincy Wright comenzaron a destacar el carácter esporádico y ritual de los enfrentamientos tribales, o el igualitarismo de las sociedades de cazadores-recolectores. Bajo la sombra de la posmodernidad francesa surgieron los estudios postcoloniales. En Orientalismo, Edward Saïd describe el modo en que los europeos proyectaron sobre asiáticos y africanos una serie de antivalores para legitimar su régimen colonial, perpetuando estereotipos sobre el carácter violento, irracional, sensual y tendente a la tiranía de los “orientales” en oposición al racionalismo de Occidente.
La primera manifestación audiovisual de este cambio de paradigma se produjo en el cine estadounidense, hegemónico tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, con su propia historia. El género western, que antes había narrado la colonización de un territorio virgen y la “pacificación” de los nativos, mudó hacia obras como Soldado azul (1970), Pequeño gran hombre (1970) o Bailando con lobos (1990). Con el paso del tiempo, la necesaria dignificación de los pueblos indígenas ha acabado invirtiendo las categorías morales de un dualismo simplista y repite, de forma insistente, el mismo patrón argumental: pacíficos nativos en perpetua armonía ecológica cuya bucólica existencia es abruptamente interrumpida por la agresión de la Modernidad (para una visión completa y equilibrada de las Guerras Indias, véase La tierra llora, de Peter Cozzens). Este paradigma se traslada de forma acrítica hacia cualquier escenario histórico, a veces bajo la coartada de que “la Historia la escriben los vencedores”. El conflicto ya no reside tanto en el genocidio o la sumisión violenta sino en preservar un modo de vida ancestral ante la aculturación. Ambientada en la Rebelión Satsuma de 1877, El Último samurái (2003) transforma una revuelta de señores feudales ante la pérdida de sus privilegios de clase, dentro de la transformación de Japón en un Estado moderno, en un beatífico movimiento indigenista y una metáfora del genocidio indio. Solo Apocalypto (2006) del conservador Mel Gibson supone una excepción a esta tendencia.
Era cuestión de tiempo que este cliché se trasladara a Roma, inspiración estética para nacionalismos de toda índole y base de la civilización occidental. Los primeros balbuceos de este nuevo discurso se intuyen en la serie Spartacus, aunque sin duda el más desaforado peplum indigenista sea Bárbaros, el despertar (2016), un docudrama del Canal de Historia que presenta al mundo romano como una distopía esclavista, capitalista y colonial. Cartagineses, lusitanos y visigodos forman parte de una misma categoría humana, guerras y conquistas acaecidas a largo de siete siglos se engloban dentro de una causa común, y Atila se adentra en la Galia para vengar la derrota de Aníbal en Zama. Un carrusel de entrevistas a supuestos expertos sirve para apuntalar esta tesis delirante, imagen especular de unas identity politics que intentan agrupar bajo una misma bandera a multitud identidades étnicas, raciales y de género por mera oposición.
El maniqueísmo de Barbaren no refleja un rancio nacionalismo alemán, sino los lugares comunes del cine histórico contemporáneo. Unos clichés que, a juzgar por la acogida de la serie, pueden pasar fácilmente por el tamiz de la corrección política y deleitar a quienes consideran la Germania libera como un santuario de la quintaesencia aria. Esta paradoja evidencia que la mitología del etno-nacionalismo apenas difiere, en su estructura ideológica, del indigenismo posmoderno: ambos defienden sociedades idílicas cuya pureza primordial debe preservarse de cualquier contaminación externa.
La reflexión final que los guionistas de Barbaren ponen en boca de Arminio, sentado ante la cabeza cercenada de Varo, consiste en que los bárbaros luchan para defender su cultura y modo de vida. Al contemplar, instantes después, a unos germanos engullendo los genitales recién amputados de un legionario, uno no puede dejar de preguntarse si realmente ese modo de vida merece ser defendido. En ese sentido, la idea controladora que desean transmitir los creadores de la serie naufraga irremisiblemente.
En conclusión
Tal vez la pregunta pendiente de respuesta sea ¿existió realmente el buen salvaje? En su controvertida War before civilization (1996), Lawrence H. Keeley demuestra que los conflictos tribales resultan hasta veinte veces más letales que las guerras europeas del siglo XX, ya sea en el porcentaje de población fallecida en un conflicto o el promedio anual de muertes sobre la demografía total. Las formas más comunes de agresión son las incursiones en territorio enemigo, seguidas de batallas más o menos ritualizadas y masacres para exterminar a un grupo entero. La etnografía documenta que los Dugum Dani de Nueva Guinea participaron en siete batallas y nueve incursiones en menos de seis meses; una aldea de los yanomamo de la Amazonia fue asaltada en 25 ocasiones en poco más de un año. Estas incursiones podían acabar con la vida del 5-15% de los habitantes de una aldea. En Crow Creek, Dakota del Sur, los arqueólogos hallaron una fosa común con restos de más de 500 hombres, mujeres y niños masacrados y mutilados en un ataque al poblado en el que murió más de la mitad de la población, un siglo y medio antes de la llegada de Colón.
La encarnación del buen salvaje tal vez fueran los moriori, los nativos de las islas Chatham, a 500 millas al sureste de Nueva Zelanda. Esta población aislada de apenas dos mil individuos tomaba todas las decisiones en comunidad y se regía por un principio de no violencia llamado ley del Nunuku. Si resultaba inevitable llegar a las manos, los litigantes podían golpearse con palos del grosor de un pulgar en duelos a primera sangre. El 19 de noviembre de 1835 llegó desde Nueva Zelanda un barco con 500 maoríes, seguido por otro, el 5 de diciembre, con 400 más. Los moriori se reunieron para decidir cómo actuar ante la invasión. Algunos jóvenes señalaron que sus costumbres estaban concebidas para preservar la paz interna; debían empuñar las armas, o enfrentarse a una muerte segura. Los ancianos se mostraron en desacuerdo: la ley de Nunuku suponía un imperativo moral. Los moriori renunciaron a luchar y, en palabras de un testigo, los maoríes “comenzaron a matarnos como ovejas allá donde nos encontraran”. Los cadáveres fueron consumidos en actos de canibalismo, los supervivientes esclavizados y se les prohibió emparejarse; la mayoría murió de enfermedad, exceso de trabajo o desánimo. Hacia 1863 solo un centenar de moriori seguía con vida.
Bibliografía
- Abdale, J. R. (2016) Four Days in September: The Battle of Teutoburg. Barnsley: Pen & Sword Military.
- Esteban Rivas, A. R. (2014) Águilas en Germania. Las campañas de Varo y Germánico en el Rhin. Zaragoza: HRM Ediciones.
- Keeley, L. H. (1996) War before civilization: The Myth of the Peaceful Savage. Oxford: Oxford University Press.
- Krebs, C. B. (2011) El libro más peligroso: La Germania de Tácito, del imperio romano al Tercer Reich. Barcelona: Editorial Crítica.
- Winkler, M. M. (2015) Arminius the Liberator: Myth and Ideology. Oxford: Oxford University Press.
Yeyo Balbás es autor de la novela histórica El Reino Imposible, sobre la conquista musulmana del reino visigodo, además de Pax romana y Pan y circo. Ha traducido obras como Equipo militar romano de M. C. Bishop y J. C. Coulston, El Ejército romano del Bajo Imperio de Pat Southern y Karen R. Dixon o Vikingos en guerra de K. Hjardar y V. Vike, todos ellos editados por Desperta Ferro. Es miembro del Clan del Cuervo, un grupo de recreación histórica centrado en la época visigoda.
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