Hicks Pachá Sudán rebelión mahdista

Hicks Pachá para revista a sus tropas, grabado de la segunda mitad del siglo XIX. Aunque el ejército egipcio en el Sudán con el que debía sofocar la rebelión mahdista era claramente superior en todo tipo de recursos al derviche, especialmente en armas modernas, su oficialidad era mediocre y sus filas estaban compuestas por hombres que adolecían de una falta de aptitudes militares y de deseo de luchar, especialmente contra las fuerzas de un carismático hombre religioso que había obtenido una serie de casi milagrosas victorias. Una vez que Hicks se puso al mando pudo comprobar el enorme problema al que se iba a tener que enfrentar con sus mismas tropas, lo que le llevó a pedir que se le enviara parte de las fuerzas que habían sido entrenadas y reorganizadas por los británicos; sin embargo, El Cairo le envió 3000 hombres que habían sido rechazados tras fracasar en dicho adiestramiento, 1800 soldados que habían formado parte del motín encabezado por el coronel Ahmad al-Urabi –aplastado en la batalla de Tel el-Kebir en septiembre de 1882–, muchos de los cuales llegaron al Sudán encadenados, ya que se negaban a servir en un destino que consideraban como una sentencia de muerte segura. Meses después recibió 4000 camellos y una fuerza de 500 jinetes que aún no había sido instruida en el manejo de sus caballos. Para empeorar la situación, la mayoría de los oficiales se negaba a cooperar debido a la baja moral imperante en el ejército, compuesto por 7000 infantes, 1000 jinetes y varias piezas de artillería y ametralladoras.

Herlth estaba agazapado tras un terraplén de tierra amontonado apresuradamente durante la noche anterior, pegándose aún más al suelo mientras los proyectiles zumbaban y silbaban a su alrededor. Era un ex oficial de ulanos –lanceros– austriacos que en ese momento servía en el Ejército turco-egipcio de 11 000 hombres que estaba al mando del general William Hicks Pachá, un inglés recientemente nombrado comandante en jefe del Sudán por Tewfiq Pachá, el jedive o gobernador hereditario de Egipto.

La columna de Hicks Pachá –hasta la fecha el mayor contingente militar enviado a las salvajes y áridas estepas al oeste del Nilo Blanco– se encontraba inmovilizada y rodeada en el bosque de Shaykan, al sur de El Obeid, por un ejército de guerreros tribales musulmanes conocidos popularmente como derviches, que superaba a la fuerza colonial en una proporción de cuatro a uno. La fuerza turco-egipcia, que doce días antes había abandonado el Nilo a la altura de El Dueim, estaba compuesta por once oficiales europeos, más de 8500 soldados de infantería egipcios escasamente entrenados y casi 2000 efectivos de caballería, incluyendo levas locales de Sudán y bashi bazouks –jinetes irregulares de todos los confines del Imperio otomano–; les acompañaba un tren de suministros de no menos de 6000 camellos, mulas y burros, y además tenía un as en la manga: una batería de apoyo de dieciséis piezas entre cañones de montaña Krupp y ametralladoras Nordenfelt.

Hicks se había mostrado muy escéptico respecto a la calidad de sus soldados egipcios desde el principio, por lo que depositó su fe en la artillería de tiro rápido y sus ametralladoras –el culmen de la tecnología armamentística del momento–. Sin embargo, no todo el mundo compartía su confianza; Frank Power, corresponsal del Times de Londres, evacuado por disentería al tercer día de marcha, había vaticinado que las ametralladoras no desalentarían a los rebeldes: “si cincuenta derviches consiguen penetrar en el cuadro egipcio […] bien podría perderse la totalidad de la columna”.

Dirigidos por un santón musulmán llamado Mohammad Ahmad, autoproclamado como el Mahdi, “Esperado Guía”, los rebeldes habían tomado diez meses antes el enclave de El Obeid, la capital de la provincia de Kordofán, al oeste de Sudán. Tras demorar la decisión durante un considerable tiempo, Hicks finalmente fue despachado por el jedive para retomar la ciudad y eliminar la amenaza mahdista de una vez por todas.

Era la mañana del 4 de noviembre de 1883, en menos de veinticuatro horas, Hicks, Herlth, los otros oficiales europeos y casi toda la columna turco-egipcia estarían muertos y los Krupp y Nordenfelt en los que el general había depositado una confianza casi mística estarían en manos del Mahdi. Muchas de las armas serían capturadas sin haber llegado a disparar un solo tiro. El gobierno turco-egipcio en el Cairo se había precipitado ciegamente hacia la debacle a causa de un exceso de confianza y por el deseo de terminar con la rebelión en el oeste de Sudán, que había sido una molestia durante los dos últimos años.

El Sudán y la rebelión mahdista

El Sudán fue invadido en primer lugar en 1820 por el virrey otomano de Egipto, Mohammad Ali Pachá, y desde entonces había sido la colonia de una colonia del Imperio otomano. No obstante, desde aproximadamente una década antes, el poder de facto en Egipto no habían sido los turcos, si no los británicos, que ejercían ahora una velada pero poderosa influencia a través de su gobernador títere, el jedive Tewfiq. Los sudaneses del norte comenzaron por rechazar las innovaciones que los turcos habían introducido en su país –líneas del telégrafo, ferrocarriles, hospitales, escuelas y barcos de vapor– pero, por encima de todo, resintieron la supresión del comercio de esclavos, una política que el jedive había adoptado, contra su voluntad, a causa de la enorme presión británica. Esta prohibición no solo había significado el fin de la forma de vida de muchos sudaneses del norte envueltos en dicho tráfico, sino que además el sistema impositivo turco-egipcio aumentó sus exigencias y su severidad convirtiéndose, en la práctica, en un robo. Así, cuando el Mahdi llamó a un alzamiento general contra los turcos, decenas de miles de hombres desencantados de las tribus acudieron en tropel a unirse bajo su estandarte.

Los turco-egipcios eran musulmanes que debían obediencia espiritual al sultán otomano en su papel de príncipe de la fe, califa del islam y representante de Dios en la tierra. Mohammad Ahmad, sin embargo, rechazaba su autoridad y condenaba a sus seguidores por hipócritas que coqueteaban con poderes cristianos extranjeros. Perteneciente a una orden sufí de ascetas con una visión fundamentalista del islam, todos aquellos que no comulgaban con sus postulados eran considerados traidores que merecían morir. Tras abandonar su base original en la isla de Aba, sobre el Nilo, el Mahdi había trasladado a sus hombres a las remotas y desoladas tierras del Kordofán, al oeste del río, ya que era una región ideal para llevar a cabo operaciones de guerrilla. Allí había coordinado ataques contra columnas de suministro, capturado puestos de avanzada aislados y aniquilado guarniciones enteras, de modo que a todos los efectos el gobierno colonial había perdido el control del Sudán occidental.

Mohammad Ahmad el Mahdi rebelión mahdista

El Mahdi, grabado publicado en Cassell’s History of the War in the Soudan, vol. I. Muhammad Ahmad ibn as Sayyid abd Allah (1844-1885) lograría unificar a las tribus del Sudán bajo su autoridad religiosa y tras una serie de brillantes victorias que dejaron boquiabierta a la opinión pública occidental, liberar al país de la dominación angloegipcia. La muerte le llegaría poco después del éxito más sonado de la rebelión mahdista, la conquista de Jartum, defendida por el célebre general Charles George Gordon, antes de que llegaran las columnas de rescate británicas (véase Desperta Ferro Historia Moderna n.º 23: Jartum)

Aventurarse en aquella árida y desolada región con un ejército sin experiencia, sin unas líneas de comunicación seguras y –lo que era peor– sin información sobre dónde encontrar agua o, al menos, conocer el despliegue de un ejército guerrillero superior en número, conocedor de la zona y acostumbrado a ella, parecía desafiar a toda lógica militar. Además, el informe de un oficial del Estado Mayor británico, el teniente coronel Hamill Stewart, quien meses antes había visitado Jartum –la capital de Sudán–, había sido muy crítico con la cobardía de las tropas egipcias. Stewart había llegado a la conclusión de que “si la columna de Hicks resulta derrotada, probablemente todo el Sudán se perderá”.

Hicks era alto, robusto y de espesa barba, un oficial experimentado que había luchado en el ejército indio y en Abisinia y estaba, también, al tanto de que el futuro del Sudán dependía de su propia suerte. En privado afirmaba que sus tropas debían ser utilizadas solo para defender el Nilo, el área de Jartum y la Gezira –la cuña de tierra situada entre los Nilos Azul y Blanco, al sur de la capital–, pero se encontraba atrapado en un laberinto creado por él mismo: durante meses había insistido repetidamente al jedive para que le ascendiera a comandante en jefe; ahora que había satisfecho su ambición, habría parecido descortés –quizás incluso cobarde– negarse a emprender la marcha.

Así, para bien o para mal, lo que hizo fue iniciar la expedición, aunque su decisión crearía una situación única en la historia ya que la derrota y masacre de la columna en el bosque de Shaykan, durante la primera semana de noviembre de 1883, conduciría directamente al final del Gobierno turco-egipcio, convirtiendo el Sudán en el primer estado radical islámico y en el único país africano en liberarse de las cadenas de la dominación colonial por la fuerza de las armas.

Si Hicks carecía de información relativa al territorio y la localización del enemigo, el Mahdi, al contrario, se encontraba en una situación inmejorable pues, desde el día en que la columna había abandonado el Nilo, 3000 exploradores derviches montados en camellos vigilaban al enemigo, dando cuenta de cada paso dado y prediciendo y manipulando sus futuros movimientos; haciendo uso de la hostil geografía de aquellas planicies onduladas semidesérticas para conseguir una gran ventaja, al vaciar los poblados de gente, cegar pozos y envenenar las fuentes de agua. Supusieron que Hicks se dirigiría a la fuente de Birka, a unos 60 km al sur de El Obeid, por lo que el día 1 o 2 de noviembre la ocuparon.

La batalla de Shaykan

Esto no dejó a Hicks más alternativa que dirigirse a otra fuente, Fula al-Masarin “la fuente de las vísceras” que se encontraba hacia el norte, más allá del denso bosque de matorrales de Shaykan. Como bien sabían los derviches, el boscaje allí era tan espeso y espinoso que la columna no podría mantener la formación. Al ponerse el sol el 3 de noviembre, Hicks ordenó un alto e hizo que sus hombres levantaran terraplenes de tierra, pero durante la noche miles de sudaneses reptaron a través del bosque y rodearon la columna. Cuando el Mahdi llegó a la mañana siguiente, ordenó a sus hombres abrir fuego desde sus posiciones ocultas. La intensidad del tiroteo fue abrumadora: “tan fiera” recordaba un derviche con posterioridad, “que la corteza era arrancada de los árboles como si hubiera sido lavada con jabón”.

Encogidos detrás de sus fortificaciones de tierra, los hombres de Hicks Pachá –exhaustos y sedientos– solo pudieron disparar inútilmente contra un enemigo al que no podían ver, y observar cómo caían sus camaradas y animales de transporte. El intercambio de disparos duró todo el día pero los derviches no hicieron ningún amago de atacar. Al día siguiente, 5 de noviembre, por la mañana, Hicks ordenó marchar a la columna y, a pesar de los montones de hombres y animales muertos y de las piezas de artillería abandonadas, conservó la calma y organizó a sus soldados en una formación de punta de flecha formada por tres cuadros, uno al frente y dos a retaguardia. A estas alturas las fuerzas turco-egipcias prácticamente se tambaleaban ciegas de sed, pero al menos el matorral era menos denso de lo que había sido el día anterior, lo que facilitó mucho la marcha. Hicks y sus hombres desconocían que en este lugar, donde los árboles comenzaban a ralear, los derviches iban a asestar un último golpe para aniquilar la columna.

Mapa Expedición Hicks Pachá rebelión mahdista

Mapa de la expedición de Hicks Pachá enviada para sofocar la rebelión mahdista, octubre-noviembre de 1883. Pincha en la imagen para ampliar. © Desperta Ferro Ediciones

Menos de una hora después del inicio de la marcha, decenas de miles de guerreros tribales –ataviados con jibbas adornadas con parches de colores y turbantes– saltaron fuera de los arbustos en dirección a la columna, aullando y cantando, disparando sus rifles o blandiendo cimitarras y largas lanzas con enormes moharras. La carga golpeó el cuadro frontal como un ciclón, deshaciéndolo de golpe. La lucha cuerpo a cuerpo con armas blancas era el fuerte de los derviches –estas eran las armas de los hombres, mientras que las de fuego, a pesar del excelente uso que hicieron de ellas, eran para los esclavos–, y las tropas turco-egipcias no tuvieron la moral necesaria para mantenerse en pie. En las distancias cortas, armados con tal solo sus rifles y sus endebles bayonetas, no tenían ninguna oportunidad.

Mientras el cuadro de vanguardia empezaba a desmoronarse, dividiéndose en pequeños grupos que se debatían entre gritos, los dos que lo flanqueaban pivotaron para abrir fuego sobre los atacantes. Aterrorizados y tan desgastados por la sed y la fatiga que apenas eran capaces de concentrarse, dispararon a ciegas matando tanto a sus propios camaradas como al enemigo. Casi en el mismo momento, otros tantos miles de derviches salieron precipitadamente de entre los árboles, aproximándose a ellos desde los cuatro costados. “A continuación llegó la confusión más salvaje”, recordaba un superviviente, “los cuadros se disparaban entre ellos, sobre amigos y enemigos […] la creciente masa de derviches rodeaba completamente a la columna y estrechaba gradualmente el cerco a su alrededor”. Los cuadros se rompieron en grupos de hombres maltrechos, los derviches los rodearon y acabaron de forma sistemática con cada hombre que quedaba en pie.

Los oficiales europeos y su guardia montada de bashi bazouks, que estaban situados en la vanguardia cuando comenzó el ataque inicial, acabaron de espaldas a un árbol baobab gigante, luchando tenazmente; el propio Hicks Pachá fue uno de los últimos en caer. Según un testigo vació su revólver tres veces, tras dispararlo y recargarlo metódicamente, y cuando se le terminó la munición cargó contra una tropa de jinetes enemigos, gritando y lanzando tajos en derredor con su espada, pero su caballo resultó herido y cayó sobre él, aunque continuó luchando a pie hasta que fue alanceado y muerto. Los derviches le cortaron la cabeza y la llevaron a El Obeid como trofeo.

Finalmente callaron los rifles, que dieron paso a los gemidos y los sollozos de los heridos y moribundos, el cielo estaba ya oscurecido por los buitres que acechaban en círculos. Gustav Klootz, un antiguo ulano de origen alemán, contempló la carnicería boquiabierto por la incredulidad. Había acompañado a Hicks como ordenanza de dos europeos, el comandante Gotz von Sekendorff, otro alemán, y Edmund O’Donovan, corresponsal de guerra irlandés del Daily News, pero había desertado una semana antes para unirse a los derviches y convertirse al islam. Ahora era el único europeo que estaba vivo para poder contar la historia. Había tomado parte en batallas con anterioridad –de hecho, había sido condecorado con la Cruz de Hierro al valor– pero nunca había sido testigo de algo parecido: los cuerpos de sus antiguos camaradas yacían desperdigados entre los arbustos, distribuidos a lo largo de 3 km –montones de cuerpos cubiertos de sangre, apuñalados, mutilados y desfigurados, algunos de los cuerpos aún humeaban por el efecto de las heridas por arma de fuego efectuadas a bocajarro–.

Klootz vio grupos de derviches moviéndose entre los muertos, despojándoles de todo lo que tenían: armas, municiones, botas, relojes e incluso sus uniformes ensangrentados. Algunos de los guerreros hundían la punta de sus lanzas de más de tres metros en las heridas de los enemigos muertos y se entregaban a lentas danzas circulares de triunfo de forma ritual. El número de bajas entre los derviches había sido asombrosamente bajo, probablemente no más de un par de cientos. La mayoría de los sudaneses llevaba un hejab, un verso del Corán estrechamente enrollado y guardado en una bolsita de cuero que se colgaba alrededor del cuello o se ataba al brazo y que les otorgaba inmunidad frente a las armas del enemigo. Por supuesto, antes de la batalla, el Mahdi había asegurado a sus hombres que las balas de los invasores se convertirían en agua ante ellos y así parecía haber ocurrido. Mohammad Ahmad dijo asimismo que su fuerza vendría acompañada de cuarenta mil ángeles vengadores, que descenderían desde el cielo en sus grandes alas y destruirían a los infieles; algunos guerreros derviches aseguraban con posterioridad haber visto esas oscuras aves de presa en el campo de batalla.

Inspeccionando la escena, Klootz encontró el árbol baobab donde los europeos habían ofrecido su última resistencia, de cuyas ramas colgaba suspendido un soldado. Cerca de allí encontró el cuerpo decapitado de Hicks y los cadáveres igualmente sin cabeza de von Sekendorff y O’Donovan, los dos hombres a los que había servido. “Fue sumamente difícil para mí resistir la tentación de hundirme” escribió con posterioridad, “cuando vi los cuerpos mutilados de aquellos con quienes, poco tiempo antes, había conversado y reído”.

Epílogo

Una semana después, cuando el hedor de los muertos se había vuelto insoportable y tras haber saqueado todo cuanto pudieron, los derviches marcharon de vuelta a El Obeid llevando con ellos varios cientos de prisioneros turco-egipcios desnudos y atados unos a otros con cuerdas alrededor del cuello. Los mahdistas entraron triunfantes en la ciudad, con sus banderas escarlatas, negras y verdes ondeando, la infantería rugiendo con cantos de guerra, la caballería ejecutando furiosas cargas simuladas. Los prisioneros, pateados, apaleados, golpeados, imprecados y escupidos, fueron ejecutados o abandonados en el mercado para mendigar hasta morir de hambre. Tras los cautivos llegaron los preciados pero, finalmente, inútiles Nordenfelts y Krupps de Hicks, y a continuación, el propio Mahdi, a lomos de un camello blanco.

La población local recibió su retorno con una felicidad rayana en el éxtasis. Ninguno, ni siquiera él, había esperado una victoria tan completa. Había sido reverenciado como un santón antes de la batalla, pero ahora se había convertido en objeto de veneración, la gente se arrojaba al suelo a su paso y besaba por donde su camello había caminado. En las semanas y meses posteriores, escribió cartas a otras comunidades islámicas, tanto dentro de Sudán como en el exterior, indicando que la victoria de Shaykan demostraba su estatus divino como Mahdi y convocó a todos los verdaderos musulmanes bajo su bandera: ya no lideraba una rebelión local, declaró, si no una yihad a nivel mundial.

No fue hasta el 21 de noviembre, más de dos semanas después, cuando las noticias de la masacre llegaron al comandante en funciones en Jartum, el teniente coronel Henry de Coetlogon, a través de un superviviente herido que había sido recogido por uno de sus barcos de vapor, el Bourdain. Las noticas no dejaban lugar a dudas: la columna había sido completamente aniquilada. “Hicks, su alto mando, O’Donovan, y los doce mil (sic) soldados, han sido masacrados”, escribió el corresponsal del Times Frank Power. “El coronel Coetlogon y yo estamos en Jartum, donde el volcán aún no ha «entrado en erupción», pero el Mahdi tiene trescientos mil hombres (sic) con rifles y nosotros solo dos mil soldados, sin vía de retirada, la ciudad y el país hasta el mar Rojo hierven de entusiasmo por los rebeldes”.

muerte de Hicks Pachá en la batalla de Shaykan

La muerte de Hicks Pachá en la batalla de Shaykan, grabado de la segunda mitad del siglo XIX. Hicks no estuvo libre de culpa en la suerte final de sus hombres ni en la suya propia. Aunque aparentemente compartía la opinión de otros oficiales británicos en El Cairo acerca de que la mejor estrategia para frenar el avance del Mahdi era retener el control del Nilo, de Al Jazirah y del este de Sudán, mientras que se podía abandonar, aunque fuera temporalmente, Kordofán y Darfur, su mayor error fue desconfiar de su propio juicio. A pesar de haber reconocido en septiembre de 1883 las limitaciones de sus oficiales y soldados; de saber que no podía mantener abierta una línea de comunicación entre sus tropas y el aprovisionamiento que llegaba a través del Nilo; de desconocer el tamaño de las tropas de su enemigo; finalmente acabó adentrándose en territorio enemigo, cuando hubiera sido más acertado mantener una estrategia defensiva, ya que el este del Sudán ya estaba perdido, por lo menos hasta que la inteligencia militar hubiera realizado su trabajo.

De Coetlogon rápidamente telegrafió las noticias a sir Evelyn Baring, cónsul general en el Cairo y verdadero poder tras el gobierno títere turco-egipcio del jedive Tewfiq. La primera medida de Baring fue ordenar el traslado de una escuadra de barcos de guerra británicos desde la India hasta el mar Rojo para asegurar los puertos sudaneses –Suakin y Massawa–, solo entonces telegrafió al secretario de Exteriores británico, lord Granville, en Londres, para informarle de las desagradables noticias.

La masacre de la columna de Hicks Pachá fue sentida como un terremoto por todo Occidente –solo igualado por la tragedia del 11 de septiembre, unos cien años después–. Una hatajo de salvajes armados tan solo con lanzas, espadas y rifles había derrotado y virtualmente aniquilado a un ejército moderno, acompañado por artillería y ametralladoras y dirigido por europeos. Baring recordaba la profecía de Hamill Stewart de que si la expedición fracasaba, el resto de Sudán probablemente caería también.

Ahora que Hicks había sido retirado del tablero, el gobierno colonial se encontró inmerso en una guerra de insurrección popular que se extendía como la pólvora y que, sin la afluencia masiva e inmediata de tropas, material y dinero, jamás podría ganarse. En una conferencia con sus tres generales principales unos días después, Baring estuvo de acuerdo en que la masacre de la columna suponía el fin del gobierno turco-egipcio en el Sudán: era solo cuestión de tiempo que los derviches atacaran Jartum, por lo que sus comandantes sugirieron mantener la capital tan solo el tiempo suficiente para que las otras guarniciones fueran retiradas, el país entero debería ser entonces evacuado, con la única excepción de los puertos del mar Rojo.

El Mahdi no tenía prisa, sabía que al derrotar a Hicks la totalidad del Sudán había caído en sus manos como una fruta madura. En los meses posteriores a Shaykan, su ejército aumentó de decenas de miles a cientos de miles de efectivos a medida que tribu tras tribu se unían a su causa. Los ojos del mundo estaban ahora fijados expectantes en la última pieza clave del tablero, a 500 km al este de El Obeid, donde el Nilo Azul se encuentra con el Blanco, y en donde una delgada línea de tan solo 2000 soldados turco-egipcios defendía las murallas de Jartum.

Bibliografía

  • Colbourne, J. (1884): With Hicks Pasha in the Sudan: Being an account of the Sennar Campaign in 1883. London: Smith, Elder.
  • Gulla, S. A. (1925): “The Defeat of Hicks Pasha”, Sudan Notes and Records, VIII.
  • Hicks, W. (1983): The Road to Shaykan: Letters of General William Hicks Pasha Written During the Sennar & Kordofan Campaigns 1883. Edición de M. J. Daly. Durham: Centre for Middle Eastern and Islamic Studies, University of Durham.
  • Asher, M. (2008): Jartum. La última aventura imperial. Barcelona: Inédita Ediciones.
  • Wingate, R. (1891): Mahdism and the Egyptian Sudan. London: MacMillan.

Michael Asher es un historiador, ecologista convencido, autor y explorador. Hablante fluido del árabe, vivió en Sudán durante diez años, incluyendo tres en los que residió con una tribu nómada, los kababish, como uno más. Autor de veintiún libros, incluyendo ocho novelas, es miembro electo en la Real Sociedad de Literatura. En 1986-1987 él y su mujer, la arabista y fotógrafa Mariantonietta Peru, cruzaron el desierto del Sahara desde el Atlántico hasta el Nilo en camello –una distancia de 7500 km en 271 días–. Antiguo soldado en el Regimiento de paracaidistas SAS, vive actualmente en Nairobi, Kenia, donde enseña literatura inglesa en una escuela internacional.

Este artículo apareció publicado en el Desperta Ferro Historia Moderna n.º 22 como adelanto del siguiente número, el Desperta Ferro Historia Moderna n.º 23: Jartum.

Etiquetas: , , ,

Productos relacionados

Artículos relacionados

VI Concurso de Microensayo

Aquel brote de cólera en Broad Street

Un caluroso día de agosto de 1854, unos cuantos millones de individuos pertenecientes a la especie de Vibrio cholerae se replicaban a gran velocidad en el intestino de la hija lactante de un matrimonio que vivía en el 40 de Broad Street, los... (Leer más)
VI Concurso de Microensayo - Finalista

El destino del Gulnare

El último coletazo de la Primera Guerra Carlista en el frente valenciano y aragonés lo constituyó la captura del Gulnare, un barco contratado por el caudillo Ramón Cabrera para traer ocho... (Leer más)