Idus de marzo julio césar

La muerte de Julio César, de Vincenzo Camuccini (1806). Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles. Originalmente comisionado por Frederick Hervey, conde de Bristol, una primera versión de esta representación de los idus de marzo fue destruida por el propio autor, ante las críticas recibidas por su estilo. Cuando acabó esta nueva versión, su mecenas había fallecido, y ante la negativa de su viuda a abonar el precio de la pintura, Camuccini la vendió a Joaquín Murat, mariscal de Napoleón devenido en rey de Nápoles.

Sin embargo, para Julio César no era todo de color de rosa: se estaba quedando calvo, lo que le causaba bastante ansiedad, e intentaba disimularlo con una “cortinilla” y con el uso de la corona cívica. Parece que también tenía epilepsia, lo que repercutió en su salud. No era joven y lo sabía. Su ascenso no había sido fácil. Había nacido en una familia noble, pero no demasiado potente económicamente. Fue perseguido por Sila, y su carrera política y militar despegó muy lentamente: ante la estatua de Alejandro Magno, alojada en el templo de Hércules de Gades, prorrumpió en lloros ya que a la edad de la muerte del macedonio él todavía no había logrado nada semejante. Después, una carrera política in crescendo, su alianza con Pompeyo y Craso −el triunvirato−, su fulgurante conquista de la Galia y la guerra civil que le permitió convertirse en el amo de Roma, en todo menos en nombre.

Pero nadie es inmortal, tal y como se recordaba al imperator romano que celebraba un triunfo −aunque los datos sobre este particular son confusos−, y el turno del divino calvo iba a llegar un día de marzo de 44 a. C., cuando cayó cosido a puñaladas. Si hoy en día siguen siendo muchos los crímenes que jamás se aclaran, las nieblas del tiempo hacen todavía más complicado conocer los detalles de aquel. Uno de los problemas que nos encontramos es que casi todas las noticias que nos han llegado son muy posteriores al hecho, escritas ya bajo una forma de gobierno imperial asentada. De los contemporáneos, apenas encontramos retazos, como los que dejaron Cicerón o Nicolás de Damasco en sus escritos. Aun así, es un episodio lo suficientemente traumático e importante como para que muchos autores antiguos −Apiano, Suetonio, Plutarco, Dion Casio…− lo consideraran un claro referente y escribiesen sobre ello, en gran medida bebiendo de otros anteriores.

Casi todos hemos pensado alguna vez cómo nos llegará la parca. Plutarco dice que cuando le preguntaron a César cómo quería morir, dijo que de forma inesperada. El hado le concedería otro más de sus deseos, el último, aunque en realidad solo una excesiva confianza hizo que fuese inesperado. Las fuentes nos hablan de presagios y advertencias sobre los idus de marzo, como la del arúspice Espurina o el ominoso sueño de su esposa, Calpurnia, y de manadas de caballos consagrados que lloraban amargamente, o de profecías en sepulcros antiguos que se estaban demoliendo. Pero incluso los autores antiguos, muchos de los cuales debían creer en los presagios, reconocen que algunos parecen inventos posteriores. Siendo realistas, la conspiración se hacía inevitable por el propio comportamiento de César. Ya había conseguido la dictadura perpetua, y corrían rumores de que pretendía ser aclamado rey por el Senado. No solo eso, sino que Suetonio afirma que decía en público y sin ningún empacho, que “la República no era nada, un simple nombre sin cuerpo ni figura”.

Oposición y conjura

Aun así, y aunque menos consciente de la importancia de la propaganda que quien tras otra sangrienta guerra civil sería su sucesor, el futuro Augusto, supo perfectamente que todo tenía un límite. No podía ignorar el profundo sentido romano de libertad y autonomía política. El Senado votó por dedicar un templo, en su nombre, a Libertas. Una estatua a la misma deidad se erigió en el foro. La construcción de un nuevo foro era parte de todo un programa evergético y propagandístico y el templo a Venus Genetrix recordaba al pueblo la ascendencia supuestamente divina de los Julios, como descendiente de Eneas y, por tanto, de la misma diosa Venus. César intentaba vender su papel como liberador, refundador de Roma y personaje providencial, coqueteando cual monarca helenístico con la idea de su divinidad.

Denario de plata acuñado por Marco Junio Bruto en 43 o 42 a. C. en conmemoración del asesinato de César en los idus de marzo. Las acuñaciones de los libertadores, cuyo propósito inmediato era mantener la fidelidad de las tropas que servían bajo su mando, servían también como perfecto medio para la difusión de su programa político. En el anverso, el rostro del propio Bruto –tal y como sabemos por Dión Casio (XLVII.25)–, barbado a imagen de su legendario antecesor Lucio Junio Bruto, que en 509 a. C. habría expulsado al último rey de Roma, Tarquinio el Soberbio. Le rodea la leyenda BRVT IMP –“Bruto Imperator”– L PLAET CEST –“Lucio Pletorio Cestiano”, el acuñador–. En el reverso, la leyenda EID MAR –“idus de marzo”– rodea un pileus –gorro que se entregaba a los esclavos cuando se les emancipaba– y sendos puñales, clara alusión al magnicidio y a la libertad con él conseguida. Puñales que a nosotros nos han servido de inspiración para la cubierta de Infamia. Los crímenes de la antigua Roma, de Jerry Toner, y también para su colofón (derecha), que aquí os dejamos.

Pero hay maneras de matar a un dios. La oposición a su gobierno distaba de ser escasa, y en la conjura participaron más de sesenta senadores. Fueron tres los cabecillas, curiosamente personas que eran del círculo íntimo de César o habían sido favorecidos directamente por él. Las guerras civiles habían acabado, pero en falso. Sus causas, raíces y rencores no habían muerto, ni en Farsalia ni en Munda. Tampoco la pregonada clementia de César −que solo aplicaba a otros romanos, no fue tan clemente con los galos, como lamentaría Vercingétorix en el Tullianum− restañó todas las heridas. El primer cabecilla de la conjura era Cayo Casio Longino. Había sido partidario de Pompeyo, pero fue perdonado por César, que había seguido impulsando su carrera política. El segundo era Décimo Junio Bruto, amigo personal de César; había combatido con él en la Galia y en la expedición a Britania, además de deberle su carrera política. De hecho, era uno de los herederos de César. Pero hay que considerar que, pese a su alineamiento cesariano, casi toda su familia se había posicionado con Pompeyo y los optimates. Otro miembro de esa gens también participó en este complot, Marco Junio Bruto. Aunque como Longino había sido partidario de Pompeyo, también había sido perdonado por César y rehabilitado. De hecho, había seguido ejerciendo cargos políticos. Se ha especulado incluso que fuese hijo ilegítimo César, dada la relación amorosa entre este y su madre Servilia, rumor sin fundamento ya que cuando Bruto nació César contaría apenas con quince años y sus amoríos con Servilia habría sido bastante posterior.

Hay que tener en cuenta que tanto Décimo como Marco eran descendientes de Lucio Junio Bruto, uno de los legendarios fundadores de la República y causante de la caída y asesinato de Tarquinio el Soberbio, el último rey de Roma. El paralelismo con César era evidente y no pasó desapercibido tampoco a las fuentes contemporáneas. Suetonio dice que aparecieron pintadas en la estatua de Lucio Junio Bruto, deseando que aún viviese, y otras en una estatua de César, en la que le acusaban de querer convertirse en rex. Cicerón, poco tiempo después del asesinato, reprochaba a Marco Antonio en su segunda Filípica haber ofrecido una corona a César en las Lupercalias, que este rechazó ostensiblemente: “¿hay cosa más indigna que el hecho de que viva aquel que colocó la corona, cuando todos reconocen que se ha dado muerte justamente al que la rechazó?”. Por otro lado, Nicolás de Damasco no fue ingenuo y, más allá de los ideales de la República, la figura idealizada o denostada de los tiranicidas y la defensa de los asesinos como héroes de la libertad que hizo Cicerón, afirmaba que la causa real de la conspiración era el ansia de poder. Al final, ser César en lugar de César era una gran tentación. Tampoco la clemencia cesariana había sido un gesto de bondad desinteresada, ni siquiera con el hijo de su amante. El amor pesaba en Roma bastante menos que la capacidad política y económica que tenía dicha mujer, aunque fuera en la sombra, y su familia.

Los idus de marzo

Tras barajar otras opciones −¡entre las que estaba tirar a César desde un puente!− los conjurados decidieron llevar a cabo su acción aprovechando una reunión del senado en la curia de Pompeyo que tendría lugar los idus de marzo. Aquella mañana César se sintió indispuesto, y su esposa Calpurnia le confesó su pálpito nefasto y le suplicó que no acudiese al senado. La conspiración podía haberse frustrado, ya que César partiría en breve para emprender su nueva campaña, por lo que se envió a Décimo Bruto para que le persuadiese para acudir al senado. César accedió, y acompañado por quien creía su amigo, se dirigió hacia su destino. Antes de entrar, Artemidoro de Cnido, un filósofo, le entregó una carta en la que le avisaba de la conjura, pero César no la leyó. También se cruzó con Espurina, el augur que había tratado en vano de prevenirle:

-Los idus de marzo han llegado − le dijo César, para recalcar que su lúgubre profecía no se había cumplido.

-…pero todavía no se han ido – replicó Espurina.

César entró en el teatro de Pompeyo, y los conspiradores se arremolinaron en torno suyo, como si fueran a prestarle respeto. Uno de ellos, Tulio Cimber, se acercó a él, fingiendo querer hacerle una petición, y, al ser rechazado por César, le agarró por los hombros para que otro conjurado, Servilio Casca, le asestase la primera puñalada en el cuello. Fue la señal para que el resto se aprestaran a descargar sus dagas sobre el cuerpo del dictador, que encajó veintitrés puñaladas, y que tuvo la prestancia de ánimo para cubrirse el rostro con la toga y encarar la muerte como había vivido, sin miedo.

teatro de Pompeyo

Reconstrucción ideal del teatro de Pompeyo. Inaugurado en 55 o 52 a.C., este complejo monumental contaba con un templo dedicado a Venus, un teatro y un gran peristilo con estatuas en sus exedras que rodeaba a un jardín. En un extremo de este se situaba la Curia Pompeii, en espacio donde se iba a producir la reunión del Senado en los idus de marzo de 44 a.C., y que en la actualidad correspondería con la zona bajo la calzada que bordea el área arqueológica de Largo Argentina (abajo). Augusto ordenó sellar la curia de Pompeyo, que se convertiría en un lugar maldito y acabó siendo destinado a servir como letrinas. En 2012 un equipo de arqueólogos de la Escuela Española de Historia y Arqueología del CSIC en Roma afirmó haber localizo la estructura de cemento que correspondería al lugar donde fue asesinado César, aunque Andrea Carandini, arqueólogo experto en la Urbs, se ha mostrado escéptico al respecto. © A derivative work of a 3D model by Lasha Tskhondia – L.VII.C

No deja de ser un guiñó irónico que César muriese a los pies de la estatua de Pompeyo, su rival por ser el primer hombre de Roma. Lo que vendría después sería otra pugna por ese puesto, un atroz periodo de guerras civiles, de años de hierro, que acabarían dado la puntilla a la República y llevando, ya definitivamente, a un gobierno unipersonal, el Principado, con un Augusto que capitalizó con tremenda sagacidad el legado político de su tío-abuelo y convirtió a Roma en un imperio sin fin en el tiempo ni en el espacio: un Estado-mundo.

Bibliografía

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