Epidemias en la América de la Conquista viruela Tenochtitlan

Enfermos de viruela durante el asedio de Tenochtitlán (1521) según una miniatura de la Historia general de las cosas de Nueva España, o Códice Florentino, de Bernardino de Sahagún (ca. 1499-1590), Biblioteca Laurenciana, Florencia. La viruela sería la más letal de las epidemias que diezmaron a la población indígena en la América de la conquista.

El padre Las Casas estimó que, entre 1492 y 1560, murieron en las Indias Occidentales al menos 40 millones de nativos, despoblándose unas 4000 leguas, “cosa nunca jamás otra oída, ni acaecida, ni soñada”. Y, aunque es posible que las cifras del dominico sean excesivas, es innegable que la conquista provocó directa o indirectamente varias decenas de millones de muertos. Los taínos de las Antillas Mayores fueron exterminados de la faz de la tierra en apenas unas décadas.

Casi todos los cronistas que vivieron en primera persona la conquista de América se plantearon las causas del brutal descenso de la población aborigen. Y, en general, no estuvieron nada desacertados. Todos y cada uno de ellos explicaron el descenso en base a una multicausalidad: las epidemias, las guerras, los malos tratos y el trabajo excesivo. No obstante, algunos de ellos alteraron el orden de importancia de cada una de ellas.

Para Pedro Mártir de Anglería el descenso demográfico de La Española se debió, por este orden, a las siguientes causas: las guerras, el hambre y las epidemias, especialmente –afirma– la de viruelas, desatada a partir de 1518. Y no le faltaba razón al italiano cuando reflejaba ese triple origen, aunque no ponderó suficientemente el peso de las plagas. De hecho, la enumera en último lugar, cuando en realidad hoy sabemos que fue la principal. El padre Las Casas fue mucho más explícito al señalar, como primera causa, los malos tratos y las matanzas de amerindios. Resulta obvio que el cenobita, bien no percibió la importancia de las epidemias, o bien interpretó que su virulencia se debía al lamentable estado sociolaboral en que se encontraban los nativos.

Mucho más acertados estuvieron otros cronistas como Gonzalo Fernández de Oviedo o el franciscano fray Toribio de Benavente. El primero sostuvo que la principal causa del descenso de la población indígena fueron las enfermedades, especialmente las viruelas. Lo más curioso es que explica esta dolencia como un castigo divino, por los vicios e idolatrías cometidos durante siglos por los nativos. Más adelante, cuando se refiere a los dos millones de fallecidos, entre 1514 y 1542, en la zona de Castilla del Oro, insiste nuevamente que todo fue obra de Dios, como castigo de “las idolatrías y sodomía y bestiales vicios y horrendos y crueles sacrificios y culpas de los mismos indios”. Benavente, por su parte, especificó las plagas que acabaron con la población indígena en México, citando entre las primeras las epidemias, empezando por la de la viruela. Las otras fueron las armas de fuego, el hambre, la presión de los estancieros y los negros, las edificaciones, la esclavitud, el servicio en las minas y las divisiones internas.

Las epidemias en América, cuestión de etnias… y de clases

Queda claro, pues, que la primera causa del descenso de la población indígena fue, con diferencia, la epidemiológica. Lo cual, no lo olvidemos, ha sido una constante en la mayor parte de los grandes procesos expansivos de la Historia. Las bacterias viajaron junto a los españoles que, sin ser conscientes, introdujeron un arma letal frente a las poblaciones sometidas. Estas enfermedades nuevas (influenza, viruela, gripe, sarampión, varicela, peste bubónica, etc.) se sumaron a otras endémicas que ya padecían ellos, como la sífilis, la tuberculosis o la disentería. Ya Diego Álvarez Chanca, médico que viajó junto a Colón en su segunda travesía descubridora, se percató de que las enfermedades afectaban más a los amerindios que a los europeos. No tardaron en aparecer pruebas evidentes de que estos sucumbían más masivamente ante un mismo agente morbífico. Efectivamente, las enfermedades se cebaron con los nativos por dos motivos: uno, su aislamiento durante milenios, es decir, que no tenían inmunidad alguna ante ellas. Y otro, porque cuando les sobrevinieron, una detrás de otra, se encontraban subalimentados y vivían en pésimas condiciones de vida y de higiene. Ya lo denunció el padre Las Casas al señalar que las epidemias fueron más virulentas por el extenuante trabajo al que se vieron sometidos, por la escasez de alimentos y “por su desnudez”. En el siglo XX, otros muchos historiadores, como Tzvetan Todorov, afirmaron igualmente que los amerindios acentuaron su vulnerabilidad a los microbios debido a que estaban agotados de trabajar, hambrientos y desmoralizados. También antropólogos como Marvin Harris han recalcado que la capacidad de recuperación de grupos afectados por epidemias ha estado siempre directamente relacionada con una dieta equilibrada y con un nivel suficiente de proteínas.

En Europa se cebaron con los más desfavorecidos, pues, cuando las plagas llegaban a ciudades populosas, perecían entre un tercio y la mitad de la población. Eso fue lo que ocurrió en el Viejo Mundo entre 1360 y 1460, o más de un siglo después en Venecia, donde perdieron la vida nada menos que 50 000 personas entre 1575 y 1577. También en América pasaron a mejor vida muchísimos colonos, víctimas de las citadas epidemias, sobre todo en los primeros años, debido a la falta de infraestructuras sanitarias y a la escasez de alimentos. No obstante, nadie se ha ocupado aún de cuantificar el número de españoles fallecidos en estas plagas y de ofrecer cifras comparativas con la mortalidad indígena.

Como hemos visto, en Europa el aspecto social de las epidemias es bien conocido; los escasos avances médicos solamente alcanzaban a las clases privilegiadas. Sin embargo, en pocas ocasiones se ha aplicado estas mismas concepciones al caso de los amerindios. En el Nuevo Mundo, al igual que en Europa, los microbios se volvieron a cebar con los más desfavorecidos. De hecho, el padre Las Casas escribió que los sanos iban a trabajar a las minas, mientras que los viejos y enfermos quedaban desamparados en los pueblos, por lo que “perecían todos de angustia y enfermedad sobre la rabiosa hambre”. Es conocido el dramático lamento de los indios de Chiametla al acusar a los hispanos de servirse de ellos cuando estaban sanos y de abandonarlos a su suerte cuando enfermaron. Por su parte, Antonio de Herrera fue más allá, al vincular directamente hambre y epidemias. De hecho, cuenta que, en 1539, los nativos de Popayán dejaron de sembrar la tierra para intentar echar a los españoles. A continuación, pasaron una gran hambruna que vino sucedida de una no menos rigurosa “pestilencia”. Y es que en algunos casos está bien demostrada la relación entre miseria y enfermedad, como ocurre con el tifus que se contagiaba a través de los piojos. Pero, es más, disponemos de algunos testimonios indígenas en los que se puede comprobar que también ellos vincularon las epidemias con la explotación laboral.

Mitayos quechuas explotación laboral Epidemias en la América de la Conquista

Mitayos quechuas según la Primer nueva corónica y buen gobierno (ca. 1615) de Felipe Guamán Poma de Ayala (1534-1615). Esta obra, dirigida al rey Felipe III, denunciaba los abusos que sufrían los indígenas del Perú. La leyenda reza: “indio capitán alquila a otro indio por el indio enfermo, azogado, porque no se acabe de morir”.

Es cierto que su aislamiento secular aumentó la virulencia de las epidemias, pero también que la situación de desamparo, de desatención sanitaria, la carestía alimenticia y la política reduccionista acentuaron sus efectos. De alguna forma hubo, como ha escrito Massimo Livi-Bacci, una “confiscación de energías” que provocó una reducción notable de su capacidad de supervivencia. Además, los aborígenes no contaban con ningún tipo de infraestructura sanitaria, pues ni disponían de hospicios propios, ni sus familias tenían posibilidades de atenderlos y alimentarlos en casa. En amplias zonas de América era frecuente que a los enfermos se les dejase comida y bebida y se los abandonase a su suerte, “si lo comía bien, si no, que se muriese…”. Asimismo, la política de concentración o de reducción de los naturales a pueblos, para favorecer, como se decía entonces, su vida en policía, favoreció considerablemente el contagio.

También debió influir la misma mentalidad de los vencedores y de los vencidos. Los primeros porque no movieron ni un ápice para evitar la propagación de estas enfermedades infecciosas, pensando que se trataba de un castigo divino por las idolatrías pasadas. Atribuir estos azotes epidémicos a la providencia divina era verdaderamente funesto, pues dado que lo mandaba Dios, poco o nada se podía hacer por evitarlo.

¿Habría disminuido la morbilidad si los españoles se hubiesen preocupado más por ellos? Con total seguridad, pues, según fray Toribio de Benavente, cuando en 1529 con motivo de la epidemia de sarampión se prohibió a los naturales bañarse en agua fría y se cuidó en alguna medida a los enfermos, los índices de mortalidad descendieron sensiblemente. Asimismo, cuando a partir de 1542 se moderó el trabajo servil de los indígenas novohispanos, se redujo al mismo tiempo la morbilidad epidémica.

Los jinetes del Apocalipsis

Lo cierto es que las epidemias fueron llegando en grandes oleadas, provocando un daño irreversible en las poblaciones indígenas. La mortalidad fue espantosa, al igual que dos siglos después lo fue en Oceanía, muy a pesar de que ya se conocían los mecanismos de transmisión, así como algunas vacunas, como la de la viruela.

La primera gran epidemia asoló la isla de la Española en 1493, aunque se discute si se trató de un brote de influenza suina o de viruela. En cualquier caso, sus consecuencias fueron muy virulentas, pues mató a algunos españoles y a varias decenas de miles de naturales. Se estima que en solo cuatro años la isla Española perdió una cuarta parte de su población. Entre 1496 y 1508, el declive, sin embargo, se ralentizó, pues fueron años en los que, debido a los graves problemas internos en la factoría colombina, se produjo una menor presión sobre el indígena.

Una de las epidemias más letales fue la de viruela, que causó estragos en la Española desde 1518, luego pasó a las demás Antillas Mayores y, finalmente, de Cuba viajó a Nueva España, América Central y Perú. Según los propios cronistas, en la mayor parte de las provincias indianas murió más de la mitad de la población, pues, como uno de ellos escribió, “morían como chinches, a montones”. Sorprendentemente, los virus viajaban en ocasiones más rápidos que los propios conquistadores y allanaban el camino de estos. De hecho, el inca Huayna Cápac murió de viruelas varios años antes de la llegada de Francisco Pizarro, lo que desencadenó una guerra por su sucesión. La viruela mató a decenas de miles de indios en toda América y su caso no fue único, pues el tlatoani de Tenochtitlán envió una delegación al reino de Michoacán para que se sumase a su defensa frente a los hispanos, y les llevaron la viruela, que descabezó a su élite política. Al margen de la viruela, el sarampión llegó a la Española en 1495 y se sumó a los estragos provocados por la influenza. Poco a poco se fue difundiendo a las demás Antillas, a Panamá (1523), a México (1531), y de ahí a Guatemala, Honduras y Nicaragua.

La segunda de las causas de mortalidad fue el trabajo forzado al que fueron sometidos los indígenas. Trabajaron hasta la extenuación como porteadores y padecieron traslados indiscriminados como esclavos y la explotación en las minas. La política de reducir a los nativos a pueblos, con la doble intención de protegerlos de los excesos y de utilizarlos mejor laboralmente, provocó una verdadera hecatombe. Estas concentraciones de aborígenes destruían su estructura social y facilitaban la propagación de las enfermedades.

El duro trabajo en los yacimientos mineros, con jornadas laborales interminables y con una alimentación escasa, hizo que estos se convirtieran en verdaderos cementerios. En 1516 se decía, de los que trabajaban en las minas, que de cien no volvían vivos sesenta y, en ocasiones, de trescientos no regresaban treinta. Este era el dantesco panorama del trabajo minero en la isla Española en las primeras décadas de la colonización.

La tercera causa fue el hambre, que los mató directamente por inanición o indirectamente, al hacerlos más débiles frente a las enfermedades. Hay que considerar en este sentido los efectos devastadores que debieron suponer, sobre todo para Centroamérica y Norteamérica, la aparición de grandes manadas de ganado cimarrón que debieron acabar con los campos de maíz. El cambio radical de una economía y alimentación agrícola a otra ganadera debió provocar efectos nefastos sobre las poblaciones autóctonas.

Peor aún lo pasaron los indígenas que laboraban en las minas pues, por lo general, sus patrones ni siquiera se preocupaban de suministrarles viandas; y los que sí lo hacían, tan solo les daban cazabe y maíz, obviando que esos alimentos en época Prehispánica eran completados con los aportes de la caza y la recolección. Esta carestía fue especialmente dramática en las primeras décadas por dos motivos: uno, porque los españoles se dedicaban a obtener metal precioso, despreocupándose de las actividades agropecuarias. Probablemente, la mentalidad de la época contribuía a empujar a la élite a los trabajos mineros antes que a la explotación agropecuaria. Y otro, porque las estructuras agrarias quedaron paralizadas tras la irrupción de los españoles. Como ha demostrado Massimo Livi, mientras las sustracciones en Mesoamérica y el área andina se hicieron sobre los excedentes, en el área antillana o en Norteamérica se produjo sobre la subsistencia. No eran economías excedentarias, por lo que la ocupación de los agricultores en faenas mineras, y el consumo excesivo de los españoles, que ingerían cada uno, de media, el triple que los nativos, provocó una gran carestía de alimentos.

Sin duda, la ruptura de su frágil ecosistema quebró el equilibrio entre consumo y producción, con consecuencias no menos devastadoras que el drama bacteriano. En Norteamérica las epidemias tuvieron una menor incidencia, quizás debido a la dispersión de los grupos indígenas. Allí fue mucho más letal la apropiación de los alimentos por parte de las huestes que terminaron diezmando a los naturales.

tortitas de maiz aztecas

Elaboración de tortillas de maíz por parte de los aztecas en una miniatura de la Historia general de las cosas de Nueva España, o Códice Florentino, de Bernardino de Sahagún (ca. 1499-1590), Biblioteca Laurenciana, Florencia.

Para colmo, fue frecuente durante las primeras décadas del siglo XVI que los naturales quemasen sus propios cultivos. Su idea era, precisamente, provocar la escasez para así conseguir que los extranjeros se marchasen de sus tierras. La resistencia se canalizó en muchas ocasiones a través de la estrategia de la tierra quemada, una vieja práctica usada desde la antigüedad y que los amerindios no desconocían. En La Española está bien descrita la destrucción de cultivos de yuca, lo que, paradójicamente, afirma Anglería, provocó la muerte por inanición de nada menos que 50 000 taínos.

Claro está que esta escasez de alimentos, con la que querían ahuyentar a los españoles, les terminó afectando más a ellos porque aquéllos se comían la poca comida que estos obtenían. Y es que, según Las Casas, comía más “un tragón español en un día que diez indios en un mes”.

La cuarta causa del declive fue el dramático descenso de la tasa de natalidad entre los indios, aunque no fue uniforme en todo el continente. Hoy está claro que la extinción se produjo no solo por un aumento de la mortalidad epidémica, sino también por un descenso brusco del número de nacimientos. El descenso poblacional fue tan brutal porque las altísimas tasas de mortalidad no fueron contrarrestadas por una amplia natalidad. Y, ¿a qué se debió esta crisis natalicia? Pues, al igual que en el caso de la mortalidad, también hemos de hablar aquí de una multicausalidad. La propia guerra no solo causó un incremento temporal de la mortalidad masculina, sino también un aumento igualmente importante de la mortalidad infantil y un descenso de la tasa de nacimientos. Se trata de una constante en todas las guerras. Cuando los varones son movilizados para la conflagración, siempre se producen una serie de daños colaterales: un descenso drástico de la natalidad, un progresivo incremento del envejecimiento poblacional y una interrupción en el crecimiento de la población.

Pero, además, superada la fase bélica, se produjo un secuestro masivo de mujeres por parte de los vencedores, y la tasa de fecundidad de cualquier grupo humano está directamente relacionada con la disponibilidad de féminas en edad de procrear. Prueba de ello es la aparición de una clase cada vez más pujante y numerosa de mestizos. Muchos españoles tenían en sus casas auténticos harenes de mujeres, los más para servirse sexualmente de ellas, y otros, simplemente como asistentas. En cualquier caso, se les impedía salir de casa y las posibilidades de procrear con un hombre de su etnia eran casi nulas. Para colmo muchos varones pasaban toda la jornada en las minas, por lo que no llegaban con fuerzas ni con ganas de mantener ningún tipo de relación con sus propias esposas. Por cierto, que, aunque los defensores de la historia apologética hablan del mestizaje como la prueba de la grandeza de miras de los pobladores hispanos, la realidad no es tan halagüeña. Incluso en obras contemporáneas se justifica el mismo por la tradicional convivencia y miscigenación entre andalusíes y cristianos. Pero es bien sabido que el mestizaje entre islámicos y cristianos en la España bajomedieval fue muy reducido y no parece probable que esa idea de mestizaje procediera de las convicciones de los castellanos. Simplemente, en la primera mitad del siglo XVI, viajaron a América muy pocas mujeres, lo que obligó a muchos a amancebarse –se casaron raramente– con las indígenas, por lo que apareció el grupo pujante de los mestizos. Con posterioridad lo hicieron también con las mujeres de color, lo que dio lugar a un grupo cada vez más numeroso de mulatos. Fue sobre todo una reacción práctica ante la escasez de mujeres europeas en el Nuevo Mundo, frente a la colonización anglosajona protagonizada, en buena parte, por familias completas. Bien es cierto que no hubo rechazo racial alguno, ni hacía las mujeres indígenas ni hacia las de color.

La quinta causa es el propio “desgano vital”, que terminó provocando depresiones y tendencias suicidas en muchos de los indígenas. Con total seguridad, la destrucción de sus religiones contribuyó negativamente a esta desazón al verse privados de unos credos que estaban adaptados a sus condiciones y que disponían de dioses de características morales elevadas. Y es que cada religión crea a sus dioses, dependiendo de sus necesidades, y a los aborígenes se les quitó toda su cosmovisión cuando más falta les hacía, porque la religión, a nivel general, suaviza las tensiones, pero, a nivel individual, como dijo Durkhein, “aquieta temores personales, infunde confianza y anima al individuo a seguir adelante”. Los dioses se manifestaban en la guerra, pero también en el amor, en las calamidades y en las tempestades. Las distintas religiones prehispánicas constituyeron el principal vehículo de cohesión grupal, por lo que, eliminando éstas, se aseguraba la desarticulación del universo indígena.

Es más, cuando los nativos veían que las epidemias afectaban mucho menos a los españoles, pensaban que su Dios los protegía, lo que aumentaba su desánimo. Y cuando se juntaban cientos de ellos infestados de viruelas, sin saber qué hacer, reforzaban su creencia de que el fin de su mundo había llegado. Todo ello contribuyó a esa actitud pasiva que muchos adoptaron, a perder la ilusión por la vida, a no tener hijos y, en casos extremos, incluso, a quitarse voluntariamente la vida. Los amerindios, como todos los pueblos primitivos, eran en general muy religiosos. Cuando vieron quebrado su presente prefirieron incorporarse a un tiempo sagrado, equivalente a la eternidad. Así se llegó a esa desgana vital; pereza por la vida y ganas de trascender a la eternidad, junto a sus antiguos dioses, a sus antepasados y a su mundo. Por ello, no querían tener hijos, a sabiendas de que vivirían en una indeseable situación de explotación laboral.

Todo esto llevó a un colapso demográfico de la población aborigen que a finales del siglo XVI quedó reducida a apenas un millón de personas. Desde el siglo XVII, eso sí, su población se ha recuperado, y en la actualidad se sitúa en torno a los 45 millones.

Bibliografía

  • COOK, Noble David: La conquista biológica. Las enfermedades en el Nuevo Mundo. Madrid, Siglo XXI, 2005.
  • LIVI BACCI, Massimo: Los estragos de la Conquista. Quebranto y declive de los indios de América. Barcelona, Crítica, 2006.
  • MIRA CABALLOS, Esteban: Conquista y destrucción de las Indias. Sevilla, Muñoz Moya editor, 2009.
  • SÁNCHEZ-ALBORNOZ, Nicolás: La población de América Latina, desde los tiempos precolombinos al 2025. Madrid, Alianza Universidad, 1994.
  • —– (Coord.): “¿Epidemias o explotaciones? La catástrofe demográfica del Nuevo Mundo”, Dossier de la Revista de Indias, Vol. LXIII, N. 227. Madrid, 2003.

Esteban Mira Caballos es doctor en Historia de América por la Universidad de Sevilla y miembro correspondiente extranjero de la Academia Dominicana de la Historia (2004) y del Instituto Chileno de Investigaciones Genealógicas (2012). Está especializado en las relaciones entre España y América en el siglo XVI. Ha publicado veinticuatro libros, así como más de un centenar de artículos en obras colectivas, congresos y revistas de investigación. Entre sus obras más recientes figuran La gran armada colonizadora de Nicolás de Ovando (Academia Dominicana de la Historia, 2014), Hernán Cortés: mitos y leyendas del conquistador de Nueva España (Badajoz, Palacio Barrantes Cervantes, 2017) y Francisco Pizarro: una nueva visión de la conquista del Perú (Crítica, 2018).

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