Ese es el origen de este trabajo, que sirve de apoyo a otro de mayor recorrido, centrado en el concepto de “Segunda Guerra de los Treinta Años”, que enlaza las dos guerras mundiales con el variopinto panorama de alteraciones que se planteó entre ambas, estudiando en conjunto cuanto ocurrió en Europa entre 1914 y 1945. Y como ya se ha indicado previamente, parte de las causas de los odios étnicos contemporáneos se pueden encontrar en la conflictividad social que se extendió por todo el continente en la Baja Edad Media y culminó en el movimiento husita de Bohemia, que a partir de un origen reformista religioso sirvió como aglutinante de numerosos conflictos sociales, políticos y nacionales.
El conflictivo siglo XIV
En los primeros siglos de la Baja Edad Media confluyó un conjunto de condiciones muy propicias para el crecimiento económico y demográfico en Europa. A las favorables circunstancias climáticas se le unieron ciertas innovaciones técnicas para dar como resultado inmediato una notable mejora en la producción agrícola, que a su vez fue la base para el desarrollo del comercio y el consiguiente auge de las ciudades como centros de intercambio y de prestación de servicios. Se trató de una auténtica revolución urbana o burguesa, alternativa al mundo rural y señorial aún prevaleciente, de una nueva economía y de sociedades urbanas, en gran medida libres del régimen feudal. El resultado de todo ello fue un gran crecimiento demográfico, que llevó la población europea de los 30 millones del año 1000 hasta los 74 de comienzos del siglo XIV[1]. De hecho, había zonas más pobladas de lo que estarían en pleno siglo XIX, cuando las posibilidades de aprovisionamiento serían mucho mayores. Tal auge permitió la colonización alemana de amplios espacios en el centro del continente, aumentando la heterogeneidad étnica de una zona ya de por sí habitada por pueblos de orígenes muy diversos por las sucesivas oleadas invasoras recibidas a lo largo de los siglos.
Sin embargo, tal desarrollo debía convivir con un régimen feudal basado en la arbitrariedad de la imposición fiscal y la prestación de servicios personales, la existencia de una desigualdad jurídica poco propicia para mejorar la productividad agrícola y la omnipresencia de unos grupos privilegiados (la nobleza y la Iglesia) que paulatinamente iban olvidando sus deberes pero seguían exigiendo sus derechos en forma de tributos y prestaciones[2]. El resultado era que el campesino medio no podía dedicarse por completo a la explotación de su tenencia, disminuyendo de este modo las ya demasiado débiles capacidades de producción, por lo que no generaba excedentes para su venta y por tanto no podía adquirir en el mercado aquello que no producía por sí mismo.
Como resultado de estos desequilibrios, a lo largo de todo el siglo XIV se sucedió un gran número de conflictos que pusieron en gran riesgo de derrumbe el entramado socio-político medieval. Quizá los puntos claves para entenderlos sean la sucesión de desastres climatológicos, con su corolario de malas cosechas, y la extensión de la Peste Negra (1348), que se agravó al incidir sobre una población masificada y subalimentada. El resultado fue la disminución de la población europea hasta los 52 millones en 1400[3] y la incapacidad de los poderes feudales para hacer frente a los peligros exteriores y atender a las necesidades de sus súbditos, agravando así los efectos de otros procesos.
Por un lado, la expansión otomana en los Balcanes a lo largo de todo el siglo (culminada con la ocupación de Serbia en 1389 y Bulgaria en 1393) y la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1337-1453) crearon un entorno general bélico y la consiguiente necesidad de recaudar nuevos tributos. A ello habría que añadirle la larga crisis que vivió la Iglesia, tanto por el traslado del Papado a Aviñón (1309-1377), con lo que suponía de supeditación al poder temporal, como por el Cisma que durante casi cuarenta años (1378-1417) dividió a la Cristiandad en un momento en que el papa seguía siendo una importante referencia, no solo espiritual sino también política. Y ello pese a la corrupción generalizada del clero, tanto económica como moral, que levantaba propuestas de reforma e intensas luchas internas.
Por otro lado tuvo lugar un gran número de revueltas populares, de origen y desarrollo muy variado, pero que tenían en común la crítica al sistema de imposiciones fiscales y personales. La causa principal fue el desarrollo de la renta feudal en su forma pecuniaria y el fortalecimiento de la producción artesanal, cuyo auge, si bien servía en cierta medida al sistema feudal, suponía al mismo tiempo un elemento ajeno a aquél. Las ciudades se situaron junto a la nobleza; y la burguesía y el campesinado reivindicaron derechos más amplios. Así se produjeron violentas luchas de los siervos y la burguesía contra los señores feudales laicos en Flandes (combates librados en las ciudades en 1302 y en las zonas rurales, especialmente en 1323), en Francia (la jacquerie) y el conjunto de alteraciones que se extendieron por toda Europa entre 1378 y 1383: la revuelta de los ciompi en Florencia, el gran levantamiento en Inglaterra y los continuos conflictos en ciudades francesas. Veamos brevemente las características de las principales revueltas.
La primera fue la sublevación del Flandes marítimo entre 1323 y 1328, cuando una cruel guerra civil devastó la región de Brujas y de Ypres. De origen principalmente campesino, comenzó con tumultos en las aldeas y violencia contra los castellanos y los oficiales del conde. La revuelta vino precedida por una serie de calamidades durante dos años consecutivos; sequías estivales acompañadas de tempestades, seguidas de meses lluviosos alternados con un invierno riguroso. Los disturbios comenzaron por la negativa a pagar el impuesto condal y los diezmos. En el campo, los campesinos de mediana condición se lanzaron contra todo lo que representaba la autoridad, dando lugar a asesinatos, incendios y pillajes. Sin embargo, no hubo anarquía, pues los jefes rebeldes, grandes poseedores de tierras en su mayoría, asumieron sus responsabilidades, sustituyendo a la del conde con una especie de administración paralela.
Los años centrales del siglo supusieron un periodo de calma en las turbulencias sociales, especialmente por la incidencia de la Peste Negra. Pero en 1358 se produjo un nuevo levantamiento campesino de gran trascendencia, en este caso en una Francia que ya llevaba casi veinte años de guerra con Inglaterra. Se trató de la Jacquerie, que tomó su nombre del apelativo «Jacques Bonhomme», que daban los nobles, despectivamente, a sus siervos (véase «Étienne Marcel y la Jacquerie» en Desperta Ferro Antigua y medieval n.º 38). Tuvo su origen en la imposición al campesinado de unos impuestos crecientes, para atender a los gastos de la guerra. Además, en ese momento había grupos de soldados dispersos saqueando y expoliando las tierras del norte de Francia, por lo que muchos campesinos cuestionaron por qué debían trabajar para unos nobles que no podían proteger a sus vasallos. Tras destruir gran número de propiedades nobiliarias y castillos, los revoltosos fueron derrotados.
Veinte años después se desató una oleada de disturbios que duró casi cinco años, desde la primavera de 1378 a los primeros meses de 1383, y se extendió por gran parte de Europa. Entre ellos destacó la revuelta que tuvo lugar en Florencia en 1378, protagonizada por los cardadores de lana conocidos como ciompi, un grupo de trabajadores de la industria textil no representados por gremio alguno. Presentaron una serie de peticiones demandando mayor equidad fiscal y el derecho de agremiarse, llegando a tomar el poder con el apoyo de miembros radicales de los gremios menores. En pocas semanas, la inseguridad y la resistencia de los dueños de los talleres y negocios principales extendieron el desabastecimiento y el paro y se hicieron evidentes los conflictos de intereses entre los ciompi y los gremios menores. Finalmente, las fuerzas combinadas de los gremios mayores y menores derrotaron y disolvieron al de los ciompi y los principales protagonistas de la revuelta fueron ejecutados o desterrados.
Mucha mayor extensión y complejidad tuvo la “sublevación de los trabajadores” ingleses de 1381, pues se trató del único movimiento con un carácter casi nacional y afectó a importantes regiones del reino e incluso a la propia capital (véase «¿Cuándo Adán araba y Eva hilaba, dónde estaba el caballero? La revuelta de Wat Tyler» en Desperta Ferro Antigua y medieval n.º 49). Aunque tuviera su base en el campo, ganó también un gran número de adeptos en las ciudades y durante algunos días la propia monarquía pareció estar en peligro. De hecho, los revoltosos demostraron tener una organización muy superior al del resto de los fenómenos análogos y hasta un esbozo de “programa” político, que permitió a los jefes rebeldes presentar al rey un verdadero pliego de reivindicaciones. Finalmente, la revuelta fue derrotada y reprimida. Una vez más, la causa había estado en el establecimiento de un impuesto destinado a financiar la guerra en Francia, que se añadía al mal momento de Inglaterra en el conflicto y el endurecimiento de la situación del campesinado y de los obreros de las ciudades.
Para entender correctamente la extensión de la revuelta hay que tener en cuenta las encendidas predicaciones de un clérigo, John Ball, cuyo igualitarismo basado en la Biblia se decía inspirado en las doctrinas del reformador John Wyclif (h. 1324-1384). Aunque este no había participado en la revuelta y la desautorizó abiertamente, el empleo de sus ideas era una demostración del alcance que éstas habían alcanzado. A lo largo de los veinte años anteriores, este sacerdote y profesor de Oxford había destacado por sus críticas al poder pontificio, pues creía que la disciplina eclesiástica era de naturaleza espiritual, carente de efectos temporales, por lo que la jerarquía eclesiástica sería necesaria para la administración de los sacramentos, pero no tendría autoridad por el hecho de ser jerarquía, ni por sí misma derecho a la propiedad temporal. De este modo, no solo se ponía en tela de juicio el poder del Pontificado, sino que se abría paso a la injerencia del poder civil en los asuntos estrictamente eclesiásticos en un momento de intenso conflicto entre el Papado y los reyes que estaban asentando su poder en toda Europa. Aunque en sus primeros escritos se mostraba respetuoso con la jerarquía eclesiástica, el Cisma y las escandalosas situaciones que generó llevaron a Wyclif a posiciones cada vez más críticas e irreconciliables con la ortodoxia, negando la legitimidad de la jerarquía episcopal y afirmando que el Pontificado era una institución nociva para la vida de la Iglesia. Paulatinamente, tales ideas fueron siendo consideradas heréticas y condenados sus seguidores.
En paralelo a las alteraciones florentina e inglesa se desarrollaban otras en Flandes y, sobre todo, en Francia: revuelta del Puy y agitación en Nimes (1378), sublevaciones en Montpellier, Aubenas y Aiés (1379), la agitación universitaria en París y las revueltas contra los impuestos en Saint Quentín, Compiégne y Laon (1380), y los repetidos conflictos en Rouen y París, además de la agitación en Amiens y Normandía (1382)[4]. Vemos que en unos casos se trataba de crisis de subsistencias rurales, en otros de reclamaciones laborales en un entorno urbano, pero en todos se podía observar un fenómeno común, la crítica a la Iglesia, especialmente por su papel temporal, en la línea de lo expuesto por Wycliff:
Un rasgo característico de este periodo es su reiterada hostilidad hacia la Iglesia y sus prácticas religiosas por cuanto que, para que pudieran quedar expeditos los caminos de la transformación, habían de desmoronarse los pilares ideológicos y materiales del régimen feudal, es decir, la Iglesia católica. […] El hecho de que la Iglesia fuese la mayor autoridad feudal significa que el pueblo sometido a esa autoridad consideraba a los curas, abades y obispos no ya sólo como a sus pastores espirituales, sino también como a sus señores feudales, a quienes debía prestaciones personales, cánones de servidumbre, diezmos e impuestos para las ceremonias religiosas. Juan Hus puso de manifiesto la riqueza de la jerarquía eclesiástica, oponiéndola a la pobreza. Los ataques de numerosos laicos contra la Iglesia derivan del hecho de que «ven que los sacerdotes ricos tienen mejores vestidos, más bellos caballos, mayor abundancia de bienes, mujeres más hermosas, armas y armaduras». Hus identificó así, con gran precisión, los signos de la poderosa posición de la Iglesia, que se apropiaba de los derechos del «brazo secular»[5].
Otro elemento común a todos los tipos de conflicto fue la relativa permeabilidad de los apoyos de los grupos sociales. En casi todos los reinos, la creciente institucionalización de un “proto-Estado” en torno a la figura del rey había ido creando una burocracia basada en algunos nobles junto a miembros de la burguesía. Como consecuencia, la nobleza quedó dividida tanto en el terreno económico como en el político: por un lado, la alta nobleza, grandes señores que aspiraban al poder y disputaban a los reyes los primeros cargos del reino; por otro, la pequeña nobleza, que no renunciaba a sus ambiciones políticas, pero que encontraba su propia vía en su vinculación al rey y la participación en la administración de la corte y el consejo real. A ello se añadía que la nobleza veía con envidia el continuo crecimiento de los bienes eclesiásticos y trataba de arrebatar buenos pedazos de las “manos muertas” o, al menos, obtener una parte de los beneficios de los prelados mediante la “protección” de los bienes eclesiásticos. En cualquier caso, la principal vía de ingresos para la nobleza seguía siendo el cobro de tributos a sus vasallos, tanto en dinero como en servicios; además, no dudaban en subir sus cuantías cuando así lo consideraban conveniente, empeorando las condiciones de vida de los campesinos.
A finales del siglo XIV, las ciudades, como centros de una producción artesana y mercados de carácter local e internacional, tenían cada vez más peso en la vida cotidiana. Sin embargo, la población de las ciudades carecía de unidad social, pues había casi tantas diferencias como en el entorno rural, lo que ofrecía un panorama social y político de gran complejidad. En la cúspide se encontraba el patriciado urbano, que asentaba su poder sobre bienes muebles y raíces y se apoyaba en los privilegios que concedía el rey a sus negocios comerciales; los patricios constituían una delgada capa social que no dejaba de acercarse a la nobleza y cuyos miembros se esforzaban por ennoblecerse. Por debajo se hallaban los burgueses, artesanos y profesionales, que constituían el elemento principal del funcionamiento de la ciudad, pero que no podían acceder a los cargos ciudadanos más influyentes. Sin embargo, entre ambos grupos se producía un constante movimiento ascendente y descendente, siendo muy difícil desentrañar sus mutuas relaciones, tanto en las peripecias particulares como en los cambios en la administración urbana, donde los cargos eran muy disputados. En el último escalón social urbano se encontraba una gran masa de trabajadores no cualificados, sin derecho a integración en gremios o directamente indigentes, quienes habían de ser los primeros sufridores en caso de problemas de abastecimiento y los protagonistas de altercados que en algunos casos les eran ajenos.
Pero, sin duda, quienes más sufrían las características del feudalismo eran los campesinos, que estaban sometidos a formas de vasallaje muy distintas según los diferentes países. Soportaban el peso de los nuevos impuestos, cánones y obligaciones impuestos por los nobles y la Iglesia, a los que se añadían las prestaciones en especie, menos frecuentes que en los siglos anteriores pero que no habían desaparecido. Además, su cuantía y forma de pago estaban sometidos a la arbitrariedad del señor, que podía modificarlos según sus necesidades. No es sorprendente que hubiera rechazo a esta opresión, bien con quejas presentadas ante el rey, bien en litigios, bien en forma de revueltas locales o regionales.
El movimiento husita
Se conoce con el término de Iglesia husita al movimiento reformador y revolucionario surgido en Bohemia a principios del siglo XV. El nombre procede del teólogo Jan Hus (1369-1415), quien fue condenado y ajusticiado en el Concilio de Constanza por mantener una posición muy crítica frente al poder eclesiástico. Su terrible muerte agravó las tensiones religiosas, sociales y nacionales hasta desembocar en el estallido revolucionario del 30 de julio de 1419, cuando la muchedumbre asaltó la casa consistorial de Praga, defenestró a las autoridades municipales, liberó a varios presos acusados de husitas y tomó el poder en la ciudad. La muerte del rey Venceslao, el 16 de agosto de ese mismo año, y la reclamación del trono checo por su hermano Segismundo complicaron más el panorama político, pues le apoyó la alta nobleza mientras la pequeña, la burguesía y los sectores sociales desfavorecidos se oponían a sus pretensiones.
Los husitas formaban un heterogéneo movimiento dividido por profundas diferencias sociales, políticas e incluso dogmáticas. Básicamente podían distinguirse dos grupos: los moderados praguenses y los radicales taboristas (de la ciudad de Tábor en Bohemia del Sur). Segismundo decidió el empleo de la fuerza contra ellos, pero sólo consiguió que el movimiento lograse la unidad en torno a un programa único, los Cuatro artículos de Praga: predicación en checo; comunión bajo los dos especies para todos los fieles; desaparición de la distinción entre clérigos y laicos y de la propiedad eclesiástica; y castigo de los pecados públicos por las autoridades temporales[6]. Con ese programa en lo religioso, al que se añadía la pretensión de realizar numerosas transformaciones sociales y políticas, llegando al comunitarismo, los taboristas se sublevaron provocando las “guerras husitas” (1419-1436), en las que consiguieron derrotar a las sucesivas cruzadas enviadas para derrotar al movimiento considerado hereje. Sin embargo, las divisiones internas seguían extendiéndose entre los husitas, hasta el punto que los taboristas fueron vencidos en Lipany en 1434 por los moderados, quienes pudieron así negociar con los católicos. Tras el Concilio de Basilea y las conversaciones de Praga se llegó a un acuerdo de paz por el que el Vaticano permitía a los husitas la comunión bajo las dos especies y se reconocía la confiscación de los bienes de la Iglesia, base del enriquecimiento de la nobleza checa y las ciudades. Las peticiones «democráticas» de las capas menos favorecidas del pueblo fueron, por lo general, desatendidas. Posteriormente hubo rebrotes como el protagonizado por el husita Jorge de Podiebrad, que se hizo coronar rey de los checos, dando pie a una cruzada que le destronó.
Para entender la duración y relieve de este movimiento es preciso tener en cuenta que en la segunda mitad del siglo XIV Bohemia era uno de los reinos más poderosos de Europa, con ricas minas de plata, florecientes ciudades, una importante producción agrícola y una ventajosa situación, en las inmediaciones de las principales rutas comerciales continentales. En tiempos del rey Carlos IV (1346-1378), la casa de Luxemburgo reunía bajo su cetro no solo Bohemia y Moravia, sino también la mayor parte de Silesia, Lusacia y feudos al oeste de Bohemia. Al igual que las posesiones familiares en Luxemburgo, el reino de Bohemia constituía una poderosa unidad política cuyo centro natural era Praga. Por añadidura, Praga se convirtió en la capital del Sacro Imperio Romano Germánico, por lo que se creó una corte imperial que atrajo a comerciantes y artesanos. Además en 1348 se fundó allí la que era la primera Universidad de Europa central.
Sin embargo, la sociedad checa llevaba en su interior los mismos elementos de desequilibrio y tensión que la del resto del continente, por lo que entró en idéntica crisis económica y social. A ello había que añadir ciertas divergencias de índole nacional, pues el pueblo checo vivía en notable homogeneidad en el territorio de Bohemia y de Moravia y estaba unido bajo una monarquía centralizada, pero no tenía igualdad de derechos políticos respecto a sus convecinos alemanes. Ello hizo que en las ciudades la burguesía checa reivindicara unos derechos más amplios mientras la nobleza protestaba contra la influencia de los extranjeros en la administración del país y el clero veía con indignación la apropiación de suculentas prebendas por prelados extranjeros. La creciente importancia de la nacionalidad checa se reflejaba también en el número cada vez mayor de documentos redactados en checo que salían de la cancillería real. El pueblo checo se apartaba del patriotismo territorial y manifestaba sus sentimientos nacionales en el lingüístico; la lengua se convirtió en el principal símbolo que distinguía a los checos de los extranjeros y de la población alemana establecida en Bohemia y Moravia. Estrechamente vinculados a la crisis social y al movimiento reformador, los conflictos de nacionalidades entre checos y alemanes se fueron agudizando. Ello no obsta para que, en todo caso, las querellas de nacionalidades quedaran relegadas a segundo término ante las divergencias sociales y religiosas.
De hecho, el origen del movimiento husita debe buscarse en la crisis moral que afectaba a la Iglesia y que hacía levantar voces reclamando su reforma mediante la vuelta a los principios bíblicos. A comienzos del siglo XIV, la Inquisición había enviado a la hoguera a catorce herejes en Bohemia, pero fue incapaz de parar la expansión de las posturas críticas y en 1338 llegaron a hacerse preparativos de una cruzada contra los valdenses, que proclamaban el culto de la pobreza y la aversión hacia una Iglesia rica. En estos grupos «predominaban los pequeños campesinos y los indigentes. La crisis social se relacionaba estrechamente con la crisis eclesiástica y la protesta religiosa tomaba la forma de insurrección popular»[7].
La preocupación por la decadencia moral de las instituciones eclesiásticas y los peligros de desmoronamiento social que conllevaría hizo que algunos prelados y sacerdotes se plantearan la necesidad de la reforma de la Iglesia, bien desde la jerarquía, bien desde la base. Uno de los primeros representantes del movimiento reformador fue el alemán Conrado Waldhauser, quien comenzó a predicar en Praga en 1360 y pretendía conseguir el renacimiento de la Iglesia desde abajo, apoyándose en la reforma de los corazones y espíritus de los creyentes. En la misma línea fueron las actividades de Juan Milic, quien en 1363 empezó a actuar como predicador pobre, exaltando el ideal evangélico del sacerdote anunciador de la ley divina. De este modo, el púlpito pasó a ser el lugar desde donde se propagaban las ideas de los eruditos partidarios de las reformas y en torno al cual las gentes cultivadas llegaban a capas más extensas de la población. El objetivo primordial de Milic era la reforma de la Iglesia y de las costumbres cristianas, llegando a crear en Praga una asociación de laicos denominada “nueva Jerusalén”, en la que sus miembros se entregaban a la predicación del Evangelio y a una vida virtuosa.
Uno de los más interesantes grupos reformadores se formó en torno al arzobispado de Praga, bajo cuyo patrocinio un grupo de nobles fundó en 1391 la capilla de Belén, destinada a reunir a predicadores que constituyesen el germen de la pretendida reforma. Estos utilizaban el checo como medio para lograr una mayor proximidad al pueblo de las verdades de la fe y también como expresión de un innegable nacionalismo. Defendían una reforma a fondo de la Iglesia, reclamando la vuelta a la primitiva Iglesia y señalando a la jerarquía eclesiástica y la posesión de bienes como responsables de la mala situación. Como vemos, era la misma línea de pensamiento que había desarrollado Wyclif, que alcanzó bastante predicamento en ese ambiente propicio. Sus ideas fueron estudiadas e interpretadas por un joven estudiante checo que había de cambiar el rumbo de la historia de su país, Juan Hus. Cuando el 14 de marzo de 1402 subió por primera vez al púlpito en la capilla de Belén no se limitó a hablar de los temas de la fe, sino que añadió sus propios comentarios sobre la situación de la Iglesia y sus opiniones políticas, en particular acerca de los derechos del reino de Bohemia, con lo que se ganó las simpatías de los oyentes. A través de Hus, el movimiento reformador erudito, basado en la Universidad, comenzó a relacionarse con la naciente oposición popular que se alzaba contra los abusos de la Iglesia. A partir de ese momento fue expandiéndose el mensaje de reforma religiosa asociada a la necesidad de cambios sociales y políticos. En pocos años, casi toda Bohemia seguía las indicaciones de Hus, que era visto como un peligro por una Iglesia que en ese momento estaba cerrando la crisis del Cisma.
El tercer elemento a considerar en el movimiento husita, junto con el social y el religioso, era el nacional antes apuntado. Los últimos años del siglo XIV habían visto numerosos incidentes en la Universidad de Praga entre estudiantes checos y la jerarquía alemana. De ahí que el estudio de las tesis de Wyclif suscitara ardientes debates en gran parte mediatizados por la cuestión nacional: los checos se apasionaron por sus exigencias morales, mientras los alemanes siguieron fieles al nominalismo. La Universidad estaba organizada en cuatro naciones, que agrupaban por su origen a estudiantes y profesores. Los alemanes dominaban tres de ellas (bávara, sajona y polaca), por lo que aunque la nación checa era más numerosa que las otras tres en conjunto, la elección de cargos y la toma de decisiones por naciones daba siempre el control de la Universidad a la minoría no checa. Cuando el arzobispado pidió a la Universidad que estudiara las ideas de Wyclif para extraer las afirmaciones contrarias a la fe que pudieran contener, fue un maestro alemán, Juan Hübner, el encargado de realizar dicho análisis. A propuesta suya, en mayo de 1403, las tres naciones alemanas de la Universidad de Praga condenaron 45 proposiciones heréticas y decidieron la prohibición de todas las obras de Wyclif. El sistema de votación por naciones hizo que la decisión se impusiera sobre la opinión mayoritaria de los checos, que unánimemente defendieron la ortodoxia de la obra del pensador inglés.
Años después, el rey Venceslao quiso refrendar su candidatura al Imperio, por lo que tomó decidido partido en el Cisma, que vivía su momento de máxima confusión. Por ello apoyó la celebración del Concilio de Pisa, pero cuando pretendió obtener el apoyo de la Universidad de Praga para su postura se encontró con el rechazo de las comunidades bávara, sajona y polaca; solo los checos secundaron los deseos del monarca. Para evitar nuevos problemas, probablemente por inspiración de Hus, Venceslao decidió resolver la situación, alterando esencialmente el peso de cada nación en el gobierno de la Universidad. Mediante el decreto de Kutná Hora, de 1409, ordenó que la nación checa tuviera tres votos mientras las otras tres tendrían conjuntamente uno solo. Casi inmediatamente Juan Hus se convirtió en rector de la Universidad. Esta decisión implicó la partida de un millar de maestros y estudiantes germanos, dándole a la Universidad un carácter nacionalista que no tenía hasta entonces.
Pero los alemanes no solo fueron expulsados del mundo académico. Como consecuencia de la situación monetaria y de la pérdida de la corona imperial de Venceslao (1400), Praga había perdido parte de su importancia comercial, por lo que los patricios, en su mayor parte de nacionalidad alemana, tropezaron con crecientes dificultades. Su dominio sobre los burgueses checos, que se materializaba tanto el plano político (en las alcaldías ocupaban los puestos más elevados) como en el económico (controlando el negocio de materias primas y de mercaderías, dictando los precios y abusando de la usura) fue resquebrajándose a medida que aumentaba su impopularidad. Por ello el comienzo de la revolución husita en 1420 provocó la inmediata expulsión de miles de alemanes.
Conclusión
No era el objeto de este trabajo la descripción y análisis de los numerosos conflictos sociales que salpicaron el siglo XIV. Pero el esbozo de su número y causas nos ha permitido ver cómo se estaba transformando el esquema socio-político sobre el que se había asentado la población europea durante siglos. Tras el auge económico y demográfico de los siglos anteriores, el XIV fue una centuria plena de incidencias negativas, que iban desde las inclemencias climáticas hasta las epidemias pasando por los conflictos políticos, territoriales y religiosos.
La búsqueda de las causas de tal agitación social ha dado lugar a un profundo debate entre historiadores, en esencia entre no marxistas y marxistas. Para los primeros, los disturbios fueron principalmente resultado de la recesión, pues el crecimiento de los siglos XII y XIII habría conducido a una superpoblación que sobrepasó las posibilidades técnicas de la producción agrícola. De ahí las carestías que se multiplicaron a comienzos del siglo XIV y la terrible repercusión de epidemias y pestes sobre una población subalimentada. Todo ello habría terminado por comprometer a Europa occidental y central en un proceso de recesión que duró más de un siglo. El factor demográfico es pues, a los ojos de estos historiadores, la variable esencial; los disturbios resultaron de las desdichas de la época, teniendo un carácter accidental. Ese no es el punto de vista de los marxistas, para quienes las relaciones de producción se organizaron de tal manera en el seno de la sociedad feudal que habrían provocado una verdadera «lucha de clases» que no esperó a la recesión para manifestarse. La recesión habría sido incluso el resultado de su exasperación, pues su causa habría sido principalmente social, ligada a la «crisis del feudalismo», que se resolvería por el tránsito progresivo al capitalismo. Por tanto, el debate está entre la consideración de la crisis como coyuntural o estructural, como “crítica” u “orgánica” si seguimos la terminología empleada por Fourquin[8].
En cualquier caso, en la Bohemia de 1400 se unieron todos los elementos de crisis social, económica y política con unos deseos de reforma religiosa que se materializaron en la revolución husita, que alargó sus consecuencias hasta mediados del siglo XV y dejó profundas huellas en toda Europa Central. No es de extrañar que fuera en ese mismo territorio donde estallara la Guerra de los Treinta Años, ya en el siglo XVII, haciendo renacer las diferencias larvadas desde doscientos años antes.
Bibliografía
- ÁLVAREZ PALENZUELA, Vicente Ángel (2004). “Wyclif y Hus: La reforma heterodoxa”. Clío & Crimen, núm. 1, pp. 241-259.
- CARBONELL, Charles-Olivier et al. (2000). Una historia europea de Europa. Mitos y fundamentos (de los orígenes al siglo XV). Barcelona, Idea Books.
- FOURQUIN, Guy (1973). Los levantamientos populares en la Edad Media. Madrid, Castellote Editor.
- MACEK, Joseph (1967). ¿Herejía o revolución? El movimiento husita. Madrid, Ed. Ciencia Nueva.
- MACEK, Joseph (1975). La revolución husita. Orígenes, desarrollo y consecuencias. Madrid, Siglo XXI de España Editores.
- MOLLAT, Michel y WOLFF, Philippe (1976). Uñas azules, Jacques y Ciompi. Las revoluciones populares en Europa en los siglos XIV y XV. Madrid, Siglo XXI de España Editores.
Francisco Escribano Bernal es coronel de caballería y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Zaragoza. En 2011 presentó el trabajo de fin de máster titulado La ‘segunda guerra de los 30 años’ (1914-45), para el cual estudió las raíces de la conflictividad en Centroeuropa desde la Edad Media.
Notas
[1] CARBONELL (2001), p. 198.
[2] Véase el análisis de “las sociedades de órdenes” en FOURQUIN (1973), pp. 67-83.
[3] CARBONELL (2001), p. 198.
[4] MOLLAT y WOLFF (1976), pp. 121-122.
[5] MACEK (1975), p. 24.
[6] ÁLVAREZ PALENZUELA (2004), p. 256.
[7] MACEK (1975), p. 9.
[8] FOURQUIN (1973), pp. 265-266.
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