La casa real de Estuardo era la legítima depositaria de Escocia de la misma manera que los jefes de las Tierras Altas y los cabezas de familia de las Tierras Bajas eran, según la costumbre, los protectores de sus parientes. La legitimidad dinástica era percibida como la fuente de la justicia y la base del gobierno, pero ambas se vieron amenazadas en Escocia por la ruptura de la continuidad dinástica, primero por Guillermo de Orange y la Revolución Gloriosa contra Jacobo VII de Escocia y II de Inglaterra, entre 1688 y 1691, y luego por la sucesión de la casa de Hannover con Jorge I en 1714.
En Escocia, la adhesión al catolicismo romano era minoritaria. La lealtad confesional de los jacobitas, sobre todo en sus núcleos de las Tierras Altas y del nordeste, era abrumadoramente protestante, pero episcopaliana. Durante la Revolución Gloriosa, el episcopalianismo (el gobierno de los obispos) había sido apartado de su posición como Kirk of Scotland [N. del T.: nombre que recibía la Iglesia de Escocia en el siglo XVII] en favor del presbiterianismo (gobernado por tribunales eclesiásticos). Una minoría de episcopalianos estaba dispuesta a buscar un acuerdo para garantizar la tolerancia religiosa, primero con Guillermo de Orange y su sucesora la Reina Ana, y luego con los de Hannover. Los locales donde se reunían estos episcopalianos –conocidos como “jurados”– se convirtieron en puestos avanzados de la Iglesia anglicana de Inglaterra. El rechazo de la inmensa mayoría de los episcopalianos a abjurar de la exiliada casa de Estuardo los sometió, como a los católicos, a las leyes penales.
El impulso del jacobitismo
Después del Tratado de Unión de 1707 el jacobitismo escocés necesitaba no solo un nuevo impulso, sino también una nueva dirección. El patriotismo, no menos que la lealtad dinástica, se convirtió en su fuerza motriz y constituyó parte del proceso de redefinición continua del jacobitismo en Escocia, algo que no siempre fue del agrado de la casa de Estuardo. Este proceso se basaba en un concepto de patria fundado por la enseñanza humanista, en concreto por el neo-estoicismo. La identidad del pueblo escocés se expresaba a través de los logros trascendentales de eruditos, soldados y aventureros en la misma medida que los de sus monarcas. Patrick Abercromby y George Mackenzie, ambos con fuertes conexiones familiares con los núcleos jacobitas, conceptualizaron la “patria” justo después de la Unión para señalar que la nacionalidad territorial debía ser prioritaria frente al estado dinástico. Al mismo tiempo, el jacobitismo podía aprovechar la oposición a la Unión para acabar con el sometimiento político de Escocia. El nacionalismo, que puede identificarse con el jacobitismo escocés en el siglo XVIII, era una potente mezcla de patriotismo y quejas generalizadas suscitadas por el mal gobierno de Escocia después de 1707.
La primera muestra de mal gobierno se produjo en el Parlamento británico inicial, de 1708, con la aprobación de un acta para fortalecer la Unión que constaba de tres medidas que hicieron patente en Escocia la naturaleza de la incorporación política: la primera fue el establecimiento de un Tribunal de Ingresos para Aduanas e Impuestos Especiales, para garantizar que la regulación y la administración fiscales inglesas se extendieran a Escocia; la segunda fue la imposición de la Ley de Traición en Escocia para facilitar la condena de los jacobitas; y la tercera fue la abolición del Consejo Privado escocés. De golpe, Escocia se veía privada de su ejecutivo central, con lo que perdía los poderes de supervisión judicial y administrativa.
Además del desmantelamiento administrativo, hubo otras violaciones del espíritu del Tratado de Unión, si no del texto, con respecto a la política y la economía. Cuando el Gobierno británico aumentó el impuesto sobre la malta en 1713, antes del fin de la Guerra de Sucesión Española, cundió la indignación entre los escoceses. El Tratado de Unión había excluido de manera específica cualquier subida del impuesto de la malta en tiempos de guerra. Más importante aún fue la igualación de las tasas fiscales, que actuó en perjuicio de Escocia. La irritación fue tal que los principales políticos escoceses que habían apoyado activamente la Unión, comenzaron a trabajar en estrecha colaboración con los que se habían opuesto a ella. La moción que se debatió en la Cámara de los Lores en 1713 no pretendía disolver la Unión, pero sí instigar un debate formal hacia el mismo fin. La Unión se salvó por cuatro votos.
Persecuciones y disturbios
La Unión había sobrevivido por un margen muy estrecho. Dos años más tarde, los jacobitas fueron derrotados, cuando tenían la victoria al alcance de la mano, en el gran levantamiento de 1715 a 1716 conocido como “el Quince”. Sin embargo, la indignación escocesa contra el Gobierno británico se reavivó tras el trato punitivo dispensado a los líderes jacobitas, que fueron privados de sus propiedades, más que por un proceso legal, por la pérdida de sus derechos. Los miembros de la Comisión de Fincas Decomisadas estaban dispuestos a anular todos los intereses para asegurarle un retorno financiero al Gobierno británico, a pesar de las protestas de la judicatura y los principales políticos escoceses. Los miembros de la comisión alentaron los intereses especulativos londinenses a comprar propiedades jacobitas con el fin de despojar a los propietarios de los derechos forestales y mineros. Sin embargo, la élite jacobita escocesa estaba lo bastante bien relacionada con sus homólogos hannoverianos como para que evitar la completa ruina de las familias con tierras, así como la de sus socios comerciales, se convirtiera en una determinación nacional; por ello, cuando las propiedades de los jefes y la nobleza principal fueron confiscadas, los miembros de sus clanes se aseguraron de frustrar, la mayoría de las veces, los esfuerzos del Gobierno por venderlas a otros terratenientes escoceses o bien a aventureros recién llegados. Los jefes y la aristocracia siguieron cobrando sus rentas en el exilio y, después de una década de desobediencia civil, las propiedades no vendidas fueron devueltas.
La amenaza de disturbios, que había llevado al Gobierno británico a posponer el aumento del impuesto de malta en 1713, se hizo realidad cuando se revisó el impuesto en 1725. La protesta más notoria se produjo en Glasgow, donde una multitud arrasó la mansión Shawfield, si bien la gestión incompetente de los militares agravó el desorden. El Gobierno británico culpó a los magistrados y al Ayuntamiento, que fueron castigados con una multa por el poder judicial escocés. El general George Wade, enviado desde Inglaterra para restaurar el orden, siguió imponiendo una ocupación militar de las Tierras Altas para contener el jacobitismo, que, en realidad, no había hecho siquiera acto de presencia.
Nueve años más tarde, la guardia de la ciudad de Edimburgo abrió fuego contra una multitud que trataba de liberar a un contrabandista encarcelado. La muchedumbre se reagrupó y el capitán del guardia, John Porteous, fue capturado y linchado. Las resonancias políticas fueron menos acusadas que después del motín de Shawfield y se restableció el orden sin castigo alguno para los magistrados o el Ayuntamiento. Los “disturbios de Porteous” se atribuyeron más bien a la falta de coordinación entre los militares y el poder judicial escocés. Tampoco se detectó presencia alguna de los jacobitas, aunque los gobiernos británicos siguieron temiendo su asociación con el contrabando.
Entre el Tratado de Unión y el levantamiento de 1715, los jacobitas carecieron de una organización nacional permanente que, durante la década de 1720, se centrase en aprovechar el continuo malestar contra la Unión en lugar de limitarse a informar a la corte jacobita, exiliada en Roma. Después de un paréntesis de doce años, en 1739 se formó una Asociación Escocesa de Jacobitas, seis años antes del último gran levantamiento, de 1745 a 1746. El enlace con la corte de Roma a través de agentes poco fiables debilitó su credibilidad política y obstaculizó gravemente los preparativos para el levantamiento del 45. Incluso entre los clanes, la columna vertebral militar del jacobitismo escocés, se produjo una marcada pérdida de apoyo. En 1715, veintiséis de los cincuenta clanes principales se movilizaron, pero no más de diecinueve lo hicieron en 1745. Los clanes dispuestos a luchar por los hannoverianos se mantuvieron bastante constantes: ocho en 1715 y siete en 1745. Los clanes políticamente divididos pasaron de cinco en 1715 a doce en 1745. Estas cifras reflejan no solo la disminución del atractivo del nacionalismo escocés sino también el crecimiento gradual en Escocia del patriotismo y el unionismo británicos.
Patriotismo británico y economía
En 1728, David Scot había subrayado que el jacobitismo escocés no tenía derechos exclusivos sobre el patriotismo. Este autor escribió una réplica histórica a las obras de Abercromby y Mackenzie y redefinió la “patria” con una identidad británica. Resulta evidente, a partir de las listas de suscripción a las obras de estos tres autores, que la “patria” escocesa era atractiva al margen de las divisiones políticas entre jacobitas y hannoverianos. Figuras de la Ilustración partidarias de la casa de Hannover, como Adam Ferguson, enfatizaron los derechos y libertades compartidos por los británicos. Sus esfuerzos por alinear el presbiterianismo escocés con el patriotismo británico eran, sin duda, compartidos de manera mayoritaria por los clérigos de la Kirk, que no solo sirvieron a los intereses hannoverianos desde los púlpitos, sino también en su esmerada vigilancia de las actividades jacobitas.
Esta reformulación del patriotismo coincidió con el pago atrasado de modestos fondos de desarrollo prometidos en la Unión y que el Gobierno británico canalizó conjuntamente a través de la Junta de Custodios para las Industrias Pesqueras y las Manufacturas y del recién fundado Banco Real de Escocia. El Banco de Escocia, establecido en 1695, no era de confianza debido a su conocida asociación con el jacobitismo en el pasado. El capital de riesgo limitado se aplicó sobre todo a la mejora de los estándares de fabricación del lino y, más tarde, de la lana. Los distritos que vivían de la ganadería ovina en el núcleo jacobita de las Tierras Altas y del nordeste quedaron excluidos de las compensaciones económicas. El Gobierno británico solo concedió a los empresarios escoceses una pequeña motivación para mantener la Unión y la sucesión hannoveriana, gracias a la concesión de generosos reintegros por las exportaciones de lino, a principios de la década de 1740.
El transporte de ganado vacuno creció considerablemente en los años posteriores al Tratado de Unión, cuando el acceso sin restricciones a mercados en expansión transformó Londres en una metrópolis imperial, la mayor ciudad de Europa, así como por la demanda de carne de res para los barcos y el crecimiento de las ciudades industriales de Inglaterra. El transporte de ganado tuvo un impacto negativo al incentivar el absentismo, la acumulación de deudas y el aumento de los arrendamientos de los líderes y la nobleza de los clanes; pero también resultó ser un estímulo positivo para la competición entre los dos bancos nacionales, que financiaban empresas comerciales a partir de créditos en lugar de fondos seguros, algo que atrajo la inversión desde Inglaterra. Este dividendo de la Unión, que sin duda benefició a las manufacturas textiles y a la pesca, se tradujo asimismo en la existencia de un dividendo imperial con fondos disponibles para las exportaciones de lino y lana directamente a los mercados coloniales. El patriotismo británico se benefició de la recuperación económica de Escocia en cuanto los empresarios nativos aprovecharon las oportunidades imperiales en América, África y Asia.
Las escasos cargos públicos y puestos de poder con los que se premió a la clase dirigente escocesa después de 1707 tendieron a ser monopolizados por presbiterianos y otros hannoverianos comprometidos, en lugar de por episcopalianos o jacobitas indecisos. Sin embargo, este último grupo tuvo un éxito notable cuando buscó colocación en el Imperio, en gran parte a causa de la miríada de contactos de John Drummond de Quarrel. Tras comenzar su carrera como comerciante en Edimburgo, este escocés se estableció en Ámsterdam como el principal proveedor de fondos de las fuerzas británicas en el continente durante la Guerra de Sucesión Española. Tras el fin del conflicto, se movió entre Ámsterdam, Edimburgo, París y Londres; facilitó el reclutamiento en Escocia de la Compañía Real Africana para ampliar sus ambiciones en Sierra Leona, Gambia y Angola, y, después de establecerse en Londres en 1724, contribuyó a dar forma a la Compañía de las Indias Orientales. Aunque era unionista, Drummond tenía fuertes conexiones episcopalianas y jacobitas. Con el respaldo del primer ministro Robert Walpole usó el patrocinio imperial para rehabilitar a los jacobitas y recompensar a los hannoverianos. Hasta su muerte, en 1740, fue el principal impulsor del asentamiento escocés en la India y también ejerció un patrocinio más limitado en las Indias Occidentales, Virginia y Carolina del Sur.
El atractivo del Imperio para los jacobitas y los episcopalianos tenía un valor particular para el Reino Unido. Los intereses que buscaban acabar con la Unión podían ser neutralizados o incluso ganados para la causa. El patriotismo y el unionismo británicos eran totalmente compatibles; no así el nacionalismo escocés y las ambiciones británicas de los Estuardo. Esto tendría serias consecuencias estratégicas para el jacobitismo en los levantamientos de 1715 y, sobre todo, en 1745.
Las dos grandes rebeliones
Depuesto de su cargo como secretario de Estado para Escocia con la llegada de la casa de Hannover, John Erskine, conde de Mar, supo aprovechar la necesidad de un líder prominente en el levantamiento de 1715, pero no consiguió canalizar el descontento general contra la Unión. Tras tomar Perth, envió un destacamento a través del fiordo del río Forth para establecer contacto con los escoceses e ingleses de la frontera. En lugar de aunar esfuerzos en una maniobra de pinza sobre Edimburgo, los escoceses insistieron en marchar sobre Inglaterra y fueron rotundamente vencidos en Preston el 13 de noviembre de 1715, el mismo día que Mar sufría una derrota decisiva en Sheriffmuir, en el centro de Escocia.
El jacobitismo tuvo un comandante militar con un toque de genio en la rebelión de 1745, lord George Murray, que, sin embargo, se vio constantemente desautorizado por un terrible choque de personalidades con el carismático pero inepto Carlos Eduardo Estuardo, hijo mayor del exiliado Jacobo VIII de Escocia y III de Inglaterra. El fracaso del príncipe para consolidarse en Escocia antes de invadir Inglaterra implicó una pérdida del deseo colectivo para prolongar la campaña escocesa después de la derrota de Culloden, cerca de Inverness, el 16 de abril de 1746. La victoria inicial del príncipe en la batalla de Prestonpans, cerca de Edimburgo, el 21 de septiembre de 1745, seguida por la marcha de sus tropas hacia el sur hasta Derby, resultó engañosa. La falta de apoyo extranjero minó la confianza de los jacobitas ingleses, y además la vestimenta de las Tierras Altas impidió que se identificasen con el ejército escocés del príncipe. Cuando comenzó la retirada, a principios de diciembre, las líneas de comunicación jacobitas estaban sobreextendidas y el aprovisionamiento era muy difícil. A su vuelta a Escocia, su victoria en Falkirk el 17 de enero de 1746 fue tan sorprendente para ellos como para los hannoverianos. Los comandantes de las fuerzas británicas, superiores por tierra y mar, se convencieron entonces de que el jacobitismo debía ser aniquilado.
Bibliografía
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Allan I. Macinnes es profesor emérito de Historia en la University of Strathclyde, en Escocia. Ha publicado extensamente sobre la formación del Estado británico en el siglo XVII, el jacobitismo escocés en el siglo XVIII y los clanes y los desplazamientos forzados de las Highlands de los siglos XII al XIX. Actualmente está terminando una Historia de Escocia, 832-2014, e investigando la interacción entre el jacobitismo, la Ilustración y el Imperio.
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