Cuando Heródoto, en el siglo V a. C., emprendió la tarea de describir Egipto en sus Historias, cierto tema en concreto le fascinó, y así se detuvo en escribir un largo, minucioso y explícito estudio sobre los distintos tipos de momificación y sus técnicas (II.85-90). Más allá del gusto griego por las anécdotas, la inclusión de un asunto tan macabro y específico respondía a motivaciones más profundas, que tienen que ver con la propia visión helena del mundo: Egipto era representado como una civilización antigua y desarrollada, de conocimientos arcanos y profunda religiosidad, pero también extraña y misteriosa, de costumbres extravagantes. Nada ejemplificaba mejor esa visión ambivalente como las momias y sus pormenores.
Mito eterno
La obra de Heródoto se convirtió en un verdadero manual de referencia para todos los escritores grecolatinos en lo que respecta a la cultura egipcia. Desde luego, la visión de esta civilización en las fuentes antiguas fue muy variada y estuvo condicionada por múltiples motivaciones ideológicas: desde la fascinación melancólica de la Grecia clásica, que veía en Egipto un país utópico, hasta la animadversión promovida por Augusto, molesto ante el desafío de Cleopatra. Lo interesante es que, más allá de la actitud cambiante de la literatura clásica, ciertas ideas de fondo se mantuvieron intactas: su inmutabilidad en el tiempo, su sabiduría oculta, su profunda religiosidad y sus misteriosas costumbres funerarias, que se convirtieron en el dogma que definirá a Egipto transmitiéndose a la cultura occidental.
Probablemente una de las consecuencias más persistentes de esa imagen es su constante asociación con multitud de movimientos místicos y esotéricos, mezcla de magia, astrología, filosofía y religión. Surgidos durante el dominio griego, el período ptolemaico, y extendidos con el Imperio romano, respondían a los esfuerzos por comprender esa misteriosa espiritualidad egipcia y acceder a sus supuestos conocimientos perdidos. El hermetismo es probablemente el más conocido y sofisticado pero, en general, prácticamente todo lo relacionado con el ocultismo buscó sus referentes en el país del Nilo. Esa obsesión tuvo una larga continuidad en el tiempo, se mantuvo en la alquimia y la astrología medieval, tanto latina como árabe, y vivió un nuevo auge en el Renacimiento, atrapando a célebres humanistas como Athanasio Kircher o Giordano Bruno. Situándose siempre en el delgado filo entre la adaptación cristiana y la herejía, ni las disuasorias hogueras católicas acabaron con aquellas inquietudes; la búsqueda incansable de las claves ocultas de Egipto se transmitiría a la masonería, al esoterismo nazi y a las supercherías astrológicas más superficiales. Ese espejismo llenará de alusiones La flauta mágica de Mozart y poblará de pirámides los billetes de dólar.
Desde luego, las momias no fueron excluidas de ese interés ocultista por los egipcios. Muy al contrario, como parte de la idea de que atesoraban conocimientos científicos arcanos, se propagó la leyenda de que las sustancias de embalsamamiento tenían propiedades médicas sobrenaturales. Esto propició que desde la Edad Media se extendiese la práctica de triturar momias para utilizar el polvo resultante en elixires curativos (mummia). Su popularización, que alcanzó a las boticas de las monarquías europeas, derivó en el desarrollo de todo un mercado normalizado de momias, con el consecuente saqueo sistemático de tumbas, así como su falsificación mediante el arreglo de cadáveres recientes.
Mientras tanto, el conocimiento sobre la cultura egipcia se iba haciendo cada vez más palpable y directo. Siempre hubo peregrinos, comerciantes, viajeros y anticuarios que se atrevieron a adentrarse en el país y sus famosos monumentos, pero sin duda las puertas de Egipto se abrieron de manera definitiva con la campaña de Napoleón en 1798. Con ella se inició su exploración y expolio sistemáticos, lo que supuso el inicio de su estudio arqueológico y filológico y, en definitiva, el nacimiento de la egiptología como disciplina. Supuso igualmente una nueva “democratización” del mito: las colosales estatuas, momias, sarcófagos y ajuares, hasta entonces accesibles a unos pocos eruditos, ya podían ser contemplados en los nuevos museos occidentales, para disfrute de toda la sociedad y satisfacción del orgullo imperialista. Con esas nuevas oportunidades nacía, además, la figura heroica del explorador arqueólogo: aventureros a medio camino entre académicos y ladrones que se lanzaron a la rentable actividad de rastrear templos y tumbas en busca de piezas de valor. Es el caso de Giovanni Battista Belzoni, gigante de circo reconvertido en saqueador profesional, que se hizo mundialmente famoso por lograr entrar en la pirámide de Kefrén en 1818, lo que se celebró con libros, conferencias, exposiciones y medallas conmemorativas.
Pero ese redescubrimiento físico de Egipto no atenuó su halo de misterio; al contrario, le dio una nueva vida. Las elucubraciones sobre sus secretos se extendieron a una sociedad burguesa y culta ávida de curiosidades, incitada además por nueva industria cultural, editorial y turística de masas que sacaría buen rédito de ello. Esa sociedad decimonónica emocionada por lo exótico, ansiosa por evadirse de su restrictiva realidad y fascinada por todo aquello que transgrediese sus tabúes espirituales y morales, acogió con los brazos abiertos el enigma que les ofrecía Egipto.
Un buen ejemplo de esa combinación de ciencia y entretenimiento es el fenómeno del “desenrollado de momias”. Cuando un aficionado conseguía hacerse con una momia en el mercado de antigüedades, contrataba a un “profesional” para que la abriese ceremoniosamente en un evento público y revelase sus secretos. Satisfacía así la morbosa curiosidad de los invitados acerca del estado de conservación del cuerpo y las joyas que le adornaban. La práctica se popularizó notablemente entre las clases acomodadas, convirtiéndose algunos de esos especialistas, como Thomas “Mummy” Pettigrew, en verdaderas celebridades.
Al mismo tiempo las momias invadían la literatura. El relato futurista de Jane Webb Loudon, The Mummy. A Tale of 22nd Century, de 1827, suele considerarse la primera obra de la historia sobre una momia viviente. A partir de ese momento, los cuentos, novelas y obras de teatro con esa temática se sucedieron de forma imparable, seduciendo a grandes figuras como Edgar Alan Poe, Louisa May Alcott o Bram Stoker, entre muchos otros. El antiguo ocultismo egipcio se entremezclaba así con el gusto romántico por los monstruos, la muerte, lo sobrenatural y los eróticos romances imposibles.
De esta forma, a lo largo del siglo XIX, en paralelo con el desarrollo de la egiptología nacía la egiptomanía, la recreación popular de la cultura egipcia y sus tópicos. Estaba muy presente en la literatura, pero también en el arte –como en la pintura excepcionalmente documentada de Lawrence Alma Tadema–, la música –como la célebre Aida de Verdi (1871)– o la arquitectura –como el famoso Egyptian Hall de Londres o, cómo no, infinidad de panteones y ornamentaciones funerarias–.
Si la campaña de Napoleón abrió las puertas de Egipto a Occidente, el descubrimiento de la tumba de Tutankamón por Howard Carter en 1922 lo introdujo de lleno en la nueva realidad del siglo XX. En torno al acontecimiento se desplegó un aparato mediático sin precedentes, perfectamente diseñado, que aprovechó al máximo los nuevos recursos tecnológicos para magnificar el hallazgo y a su protagonista. Paradójicamente, todas esas novedades no hicieron sino relanzar la imagen tópica de Egipto como una cultura definida por el Más Allá y sus misterios. El episodio no solo reproducía el estereotipo del explorador, la tumba, la momia y el tesoro, sino que además estaba impregnado de tintes fantasiosos. En efecto, el descubrimiento de Tutankamón está inseparablemente unido a la leyenda de su maldición; propagada tras la muerte –nada sobrenatural– de Lord Carnarvon, la polémica alcanzó unas cotas inimaginables, alimentada por la prensa sensacionalista y con la intervención de celebridades como Arthur Conan Doyle. La historia de este hallazgo arqueológico adquiría así la forma de un argumento novelesco muy manido, pero con la ayuda de una proyección periodística nueva y el valor añadido de entremezclarse peligrosamente con la realidad.
No por casualidad, al calor del episodio de Carter, las momias daban el salto de la literatura al cine con The Mummy (1932). Aunque ya hubo algunas películas mudas con esta temática, el éxito arrollador de este film consolidó un subgénero que sería enormemente prolífico, reinventado una y otra vez, ya sea en tono de thriller, aventuras, terror, comedia, erotismo o entretenimiento infantil. Demuestra su vitalidad la repercusión de la reciente saga de Stephen Sommers (1998-2008), que ha generado una colosal franquicia de merchandising, programas de TV, novelizaciones, series de animación, videojuegos, etc. Pero no solo es un fenómeno cinematográfico; en el imaginario actual la momia egipcia es ya un arquetipo universal, un monstruo estándar, como los vampiros, los esqueletos o la criatura de Frankenstein, y es absolutamente omnipresente. La egiptomanía (con la tutmanía y la momiamanía) dejó de ser la moda de una burguesía aburrida para convertirse en un fenómeno cultural global. Heródoto sonreiría satisfecho.
Un arma de doble filo
No cabe duda de que aquel descubrimiento de Carter, más allá de sus aspectos fantasiosos, constituyó un verdadero punto de inflexión en la historia de la egiptología como disciplina. Pero no lo fue tanto por la información histórica que aportó el hallazgo (que fue mínima) o el valor de los objetos encontrados; marcó la diferencia porque, lejos de trasladar una imagen más seria de la arqueología de Egipto, reforzó los tópicos forjados siglos atrás y favoreció que se asociasen con la propia investigación científica. Por encima de todo, su parafernalia mediática consolidó el prototipo del arqueólogo heroico: el aventurero con aptitudes únicas que, tras superar las adversidades, logra revelar al mundo un secreto universal o un espectacular tesoro oculto bajo las arenas del desierto. Ese modelo ha atrapado la imaginación colectiva, reproduciéndose repetidamente en la cultura popular; está en Indiana Jones, en Rick O’Connell, en Lara Croft y en cientos de personajes que responden a un patrón idéntico. Pero lo más importante es que ese estereotipo quedaba también vinculado a los propios egiptólogos, convirtiéndose en el ideal con el que se ven obligados a competir de cara a la sociedad.
Sin duda el efecto más trascendental de la egiptomanía es su decisiva influencia en la egiptología. Por un lado, es cierto que esa enorme popularidad tiene efectos muy positivos para la investigación: ninguna otra especialidad arqueológica tiene tanta repercusión en los medios, vende tantos libros e inspira tantos documentales, lo que a su vez propicia –en principio– más oportunidades de financiación y mayor reconocimiento social, así como la atracción de los estudiantes en las universidades y del público en los museos y monumentos. No obstante, estas ventajas tienen su precio.
En primer lugar, se paga en la calidad de la propia divulgación de la egiptología. Para empezar, la atracción que ejerce el tema tiene el efecto de generar un movimiento amateur sin paralelos en ninguna otra disciplina. La implicación de aficionados, mejor o peor formados, en labores divulgativas, es sistemática e inevitable, lo que favorece su difusión, pero a menudo también contribuye a repetir tópicos o, en el peor de los casos, alimentar teorías esperpénticas (los llamados “piramidiotas”). Por otro lado, la propia explotación económica de la egiptología conlleva en sí misma una vulgarización de su conocimiento. Se publica y se produce mucho sobre el tema y, por la propia lógica comercial, se hace lo más rápida y barata posible. Esa dinámica conlleva que se tienda a transmitir un conocimiento poco preciso y que, además, se reproduzcan los temas que resultan más atractivos y reconocibles para el gran público: misterio, religión, personajes célebres y, obviamente, tumbas y momias.
Ahora bien, ¿qué papel juegan en ello los egiptólogos? Muchos investigadores críticos con su propia disciplina advierten de cómo el propio mundo académico está alimentando inconscientemente esas imágenes preconcebidas. La clave está en el hecho de que la investigación depende en buena medida de esa popularidad de la que disfruta Egipto: para que un equipo egiptológico consiga la financiación y el respaldo institucional que necesita tiene que responder a ciertas expectativas preconcebidas, básicamente, encontrar una nueva tumba, piezas valiosas o la momia de un personaje histórico, es decir, aquello que la sociedad espera de un descubrimiento en Egipto. O dicho de otra manera, un material que pueda traducirse en reportajes, exposiciones y merchandising de manera sencilla, rápida y rentable.
Esto condiciona el tipo de proyectos arqueológicos que se diseñan, y con ello, los temas que se tratan: la excavación de la tumba de un miembro de la realeza o un alto funcionario tiene un potencial mediático infinitamente mayor que la excavación de, por ejemplo, una aldea de campesinos, aunque esta última podría decirnos mucho más sobre la forma de vida de la gran mayoría de los habitantes de Egipto. En efecto, una parte importante de la investigación sigue centrándose en cuestiones muy tradicionales: religión, mundo funerario y corte faraónica. Por el contrario, otros temas alternativos, aunque cada vez más tratados, siguen siendo minoritarios: conflictos sociales, economía, arqueología del paisaje, urbanismo, etc., cuestiones que se consideran fundamentales en otras áreas como Grecia o Roma. El resultado es que, por lo general, la egiptología tiene una cierta tendencia a aislarse, mantener perspectivas tradicionales y centrarse excesivamente en la arqueología funeraria y el estudio de las élites. Eso tiene a su vez consecuencias en las exposiciones y museos. En cualquier exhibición convencional sobre Egipto la cuestión del más allá tiene un papel protagonista, cuando no exclusivo; además, suele presentarse con una escenografía tenebrosa y sugerente, y todos sus recursos tecnológicos se vuelcan en representaciones 3D de momias o audiovisuales sobre momificación. En definitiva, se busca lo que se espera encontrar y se enseña lo que se espera ver. Y con ello se sigue trasladando a la sociedad el tópico de la obsesión egipcia por la muerte, dejando de lado muchas otras facetas interesantes de su historia.
De esta manera, la popularidad del tema y la atención de los medios resulta ser un arma de doble filo. En realidad, esos problemas no son exclusivos de la egiptología, afectan a todas las especialidades de la arqueología en la actualidad; no obstante, el caso de Egipto es particular porque la fuerza de su mito es incomparablemente mayor que la de cualquier otra civilización. Esto se traduce en la frustración de investigadores, divulgadores y conservadores, que tienen que trabajar en un mundo muy condicionado por las ideas preconcebidas. Los verdaderos egiptólogos se enfrentan al desafío de cuestionar esos tópicos y transmitirlo a la gente. Asumen el reto de desechar la imagen de Egipto como una civilización deshumanizada, en la que las momias parecen tener más vida que la sociedad que las creó.
Bibliografía
- Carruthers, W. (2015) (ed.): Histories of Egyptology: interdisciplinary measures. London-New York: Routledge.
- MacDonald, S.; Rice, M. (2003): Consuming Ancient Egypt. London-Portland: University College London Press.
- Pérez Largacha, A.; Gómez Espelosín, F. J. (2003): Egiptomanía: el mito de Egipto de los griegos a nosotros. Madrid: Alianza.
Tomás Aguilera Durán es un joven investigador licenciado en Historia por la Universidad de Salamanca y especializado en Historia Antigua en la Universidad Autónoma y la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente está realizando su tesis doctoral en la Universidad Autónoma de Madrid acerca de la formación y transmisión de estereotipos sobre los pueblos prerromanos de la península ibérica.
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