Lejos de tratarse de un elemento arcaico, destinado a desaparecer por una presunta obsolescencia, la pica era, a comienzos del siglo XVI, un arma que había motivado en pocos decenios una transformación táctica considerable. En las Guerras de Borgoña (1474-1477), los grandes escuadrones de piqueros suizos demostraron no solo que la pica era extremadamente útil como defensa contra la caballería pesada –algo que no era ajeno a los generales de la época–, sino también como arma ofensiva contra cualquier otro tipo de unidad.[1] Los piqueros suizos, bien acorazados, y merced a una disciplina superior, arrollaron en este conflicto a la infantería borgoñona equipada con armas de asta más cortas, espadas, arcos y ballestas, sin que la más numerosa artillería borgoñona lograse frenarlos, pues los suizos, lejos de permanecer a la defensiva, daban a la pica un uso ofensivo.
El modelo suizo y el choque de picas en las Guerras de Italia
Las batallas campales de las Guerras de Italia (1494-1559) que protagonizó la infantería suiza, las de Novara (1513), Marignano (1515), y Bicocca (1522), se caracterizaron por el indiscutible papel ofensivo de esta, que en todos los casos se lanzó en columnas compactas contra un enemigo atrincherado y provisto de abundante artillería. La primera batalla culminó con una inesperada victoria de los helvéticos que llevó a Nicolás Maquiavelo a poner énfasis, en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, en “el ejemplo de los suizos, que en Novara, en 1513, sin artillería y sin caballería, fueron en busca del ejército francés, provisto de artillería, a su atrincheramiento, y lo rompieron sin el menor impedimento de aquella”.[2] De igual modo que en las Guerras de Borgoña, los cañones enmudecieron rápidamente ante el raudo avance de los escuadrones de picas. A este respecto, resultan reveladoras las palabras del mariscal francés Roberto III de La Marck, señor de Fleuranges: “la costumbre de los suizos es tal que, derechos hacia donde está la artillería de sus enemigos, ellos van a buscarla”.[3] Existía, por lo demás, una táctica muy útil contra el fuego de los cañones que describe el embajador veneciano Vincenzo Quirini respecto a la forma de combatir de los lansquenetes imperiales –que replicaban el modelo suizo–, en sus Relazioni di Germania (1507):
«[…] si el enemigo dispara con artillería sobre la formación, tan pronto como ven el fuego de los cañones, los infantes deben alzar al mismo tiempo sus alabardas y sus lanzas largas [picas] sobre sus cabezas y cruzar una lanza con otra, y otro tanto con las alabardas, y, al mismo tiempo, deben tumbarse tan a ras de suelo que los cañones, que no disparan hacia abajo, tiren sobre sus cabezas o alcancen las alabardas y las lanzas largas, lo que no causará mucho daño a los infantes de la formación».[4]
En Marignano, los suizos estuvieron cerca de romper el frente galo a pesar de que, en esta ocasión, el ejército francés estaba mucho mejor organizado y contaba tanto con una banda de lansquenetes, que fueron colocados en protección de la artillería, al igual que en Novara, como con un cuerpo de escopeteros y ballesteros al mando del que era entonces el más habilidoso general de infantería de la época, Pedro Navarro. Jean Barrillon, secretario del canciller Antoine Duprat, dejó patente tanto el arrojo de los knechte suizos como la firmeza de los lansquenetes alemanes: “La artillería empezó entonces a disparar. Los suizos, con sus picas cruzadas, atacaron vigorosamente a los lansquenetes y otras tropas de infantería, que los recibieron con bravura, y comenzó una encarnizada batalla”.[5] El señor de Fleuranges, partícipe en la lucha, fue menos elogioso de la infantería tudesca de Francisco I, pues los helvéticos, aun bajo un nutrido fuego de artillería, “vinieron a combatir cuerpo a cuerpo contra una de las citadas bandas de lansquenetes, que aguantaron bien poco, pues los suizos los destrozaron de inmediato”.[6]
Lo que previno la ruptura del ejército francés fueron las incesantes cargas de la caballería pesada francesa, que obligaron a los suizos a mantenerse inmóviles mientras la artillería los batía a placer. A pesar de todo, los piqueros helvéticos siguieron avanzando siempre que les fue posible hasta los cañones enemigos, comandados por el gran maestre de la artillería, Galiot de Genouillac. François de Rochechourat, testigo de la batalla, escribió: “Jamás he visto lanzar tan grandes acometidas por uno y otro bando, ni tales rebates”.[7] La batalla se prolongó por espacio de dos jornadas, al término de las cuales los suizos, carentes de caballería y artillería, fueron finalmente puestos en fuga. Fleuranges explica que solo el segundo día los lansquenetes lograron evitar el choque de picas con los suizos merced a un nutrido fuego de artillería y de arcabucería sobre un enemigo exhausto: “no llegaron [los suizos] al punto, menos una banda que se arrojó sobre los lansquenetes y la artillería, pero cuando estos bajaron las picas, se retiraron en orden sin osar acometerlos”.[8]
Para calibrar el grado de abatimiento de los suizos tras horas y horas de castigo a distancia, debemos comparar el desenlace de Marignano con el de Bicocca. En esta batalla, conforme a su táctica habitual, los piqueros helvéticos avanzaron en dos columnas compactas contra un enemigo atrincherado y con artillería. La batalla es célebre por la hecatombe que sufrieron en pocos minutos a manos de los arcabuceros españoles. Sin embargo, el nutrido fuego de las armas individuales no fue bastante para impedir, como el fuego de artillería y las cargas de caballería el segundo día de Marignano, que se trabase un choque de picas. El soldado Martín García Cereceda cuenta que los suizos, acribillados por los españoles, se desviaron contra el escuadrón de lansquenetes imperiales de Georg von Frundsberg y se enzarzaron en un choque cuerpo a cuerpo donde no faltó un duelo a muerte entre el alemán y Albert von Stein, uno de los capitanes helvéticos:
«[…] el escuadrón de los esguízaros saltó un foso, do dejando a los españoles, viene a las picas con el escuadrón de los alemanes, que vecino a los españoles estaba. Allí se afrentó Jorge de Frondsperg con el coronel de los esguízaros. Como estas dos naciones se desunen de muerte, se va el uno contra el otro; a los primeros botes, el coronel de los esguízaros dio un bote de pica a el coronel de los alemanes en un muslo, le pasó las armas y le hirió en el muslo; viéndose ansí herido, con el coraje a mala voluntad que tuviese al coronel de los esguízaros, arremete con él y lo mata».[9]
Lo que rompió –es decir, puso en desbandada– al escuadrón suizo fue el ataque que emprendieron por su cuenta un buen número de infantes españoles contra uno de sus flancos. Dicho de otro modo: los arcabuces y otras armas de fuego portátiles de menor calibre, como las escopetas y las espingardas, demostraron, tanto en Marignano como en Bicocca, que podían frenar un cuadro de picas, pero no destruirlo. Ello se aplica también a Pavía, batalla en la que el arcabuz se reveló, de nuevo, como un arma ideal para frenar –que no destruir– a la infantería armada con picas. A este respecto, Juan de Oznaya, paje de lanza del marqués del Vasto, menciona que:
«Fue tanta la furia que los enemigos no pudieron dar dos pasos adelante, sino que como en un cañaveral con gran viento, así parecía el caer de las picas. En medio cuarto de hora no se viera coselete en la vanguardia de los enemigos: que todos habían caído, y tal coselete se halló con cinco arcabuzazos en el peto, y otros con cuatro y con tres y con dos».[10]
Esta carnicería, sin embargo, tiene trampa, puesto que, en palabras de Fleuranges, que comandaba a los suizos, sus hombres “no tenían arcabuz alguno, pues la cosa había sido tan repentina que no habían tenido ocasión de llevarlos consigo”.[11] En todo caso, este fue el único escuadrón de infantería destruido con fuego de arcabuz en toda la batalla, puesto que los escuadrones de lansquenetes de la Banda Negra, los de los suizos de los cantones altos, y los de frantopines –infantería gascona y bearnesa–, tuvieron que ser acometidos cuerpo a cuerpo por la infantería imperial, y no se dieron a la desbandada hasta que fueron rebasados por el flanco, tal y como menciona García Cereceda:
«Yendo el escuadrón de los alemanes contra un escuadrón de los esguízaros […] y mostrando los españoles de ir contra de los otros escuadrones, con mucha astucia vuelven sobre la mano siniestra y fieren por un costado del escuadrón de los esguízaros, de manera que muy fácilmente los pudieron romper a ellos y a los otros escuadrones que con ellos vinieron a afrontar».[12]
Todo ello sin tener en cuenta que, siguiendo a Oznaya, los suizos de Montmorency y los frantopines, permanecieron más o menos cohesionados y fueron retirándose hacia el río Ticino, donde rompieron filas para escapar a nado, “no bastando muchas voces de españoles que tras ellos iban, prometiéndoles buena guerra, asegurándoles las vidas”.[13]
Las mencionadas batallas, lejos de suponer un menoscabo para la pica, rubricaron el valor de la infantería provista de esta arma siempre que actuase en buena coordinación con las restantes, en especial con el arcabuz, cuya función táctica más importante no era otra que debilitar el escuadrón enemigo antes de que las picas arremetiesen contra este. Aquí es preciso señalar que, aunque sin duda los españoles eran quienes utilizaban el arcabuz con mayor destreza y en cantidades más elevadas, ello no significa que los knechte suizos y los lansquenetes alemanes no integrasen rápidamente el arma de fuego en sus esquemas tácticos. En sus Relazioni di Germania (1507), quince años antes de Bicocca, el veneciano Quirini menciona que los lansquenetes ya empleaban el fuego sostenido con habilidad:
«[…] los escopeteros comienzan a disparar en cada lado, y no todos al mismo tiempo, sino, que en los dos costados unos disparan y otros se mantienen con las escopetas cargadas, y van disparando con tanta mesura que siempre aquellos que han disparado pueden recargar sus escopetas mientras los demás abren fuego, para poder, sin interrupción ninguna, ofender al enemigo».[14]
El propio Quirini describe en este punto, y esto es importante, cómo se llegaba al choque de picas: “[…] cuando dichas escopetas disparan tan adelantadas que pueden alcanzar al enemigo sin que este ofenda a los propios, y no falta sino que los infantes del escuadrón se aproximen al enemigo, cuando estos están a tiro de escopeta, el capitán manda a golpe de tambor que todo el mundo, con gran griterío, arremeta sin desordenarse hasta el choque”.[15] He aquí, pues, la manera en la que los lansquenetes, y por extensión sus adversarios helvéticos, llegaban al cuerpo a cuerpo.
Dopplesöldners y rodeleros
La avasalladora superioridad táctica de la infantería suiza propagó su modelo militar con rapidez, lo que llevó a la formación de unidades semejantes en otros Estados. Los lansquenetes imperiales, organizados por Maximiliano I, son el ejemplo más notorio. La Guerra de Suabia (1499), entre el Sacro Imperio y la Confederación Suiza fue escenario de los primeros combates entre tales formaciones antagónicas. En todos ellos triunfaron los suizos a pesar de que el modelo táctico de los dos bandos era calcado –de hecho, si seguimos al noble francés Martin du Bellay en su descripción de la batalla de Marignano, observamos que incluso en la indumentaria los knechte helvéticos y los lansquenetes imperiales era indistinguible[16]–. Lo que inclinó la balanza a favor de los confederados de una forma tan apabullante fue, en opinión de Charles Oman, su veteranía, disciplina y esprit de corps, muy superiores entonces a las de sus adversarios.[17]
En realidad, el nuevo paradigma táctico ya estaba instalado con firmeza en Europa occidental, con la salvedad de las islas británicas, a finales del siglo XV. En todos los casos observamos una diversificación creciente de las armas dentro del escuadrón. Si nos fijamos en las láminas del Kriegsbuch de Philipp Mönch (1496) que reflejan ejércitos desplegados en formación de combate, observamos que, en un mismo cuerpo, se mezclan hombres con picas, alabardas, ballestas y arcabuces. Los tiradores se sitúan en los flancos, los piqueros en las hileras frontales y los alabarderos en la retaguardia. En un grabado francés sobre la batalla de Fornovo (1495), observamos en los mercenarios suizos una disposición parecida, con la diferencia de que no encontramos alabardas en la formación. Si seguimos el relato de Paolo Giovio sobre este hecho de armas, nos fijamos en que, ciertamente, los suizos no llevaban alabardas en esta batalla, si bien ambos bandos –Carlos VIII de Francia, sus aliados locales, y la coalición italiana encabezada por Venecia–, habían desarrollado tácticas para quebrar los cuadros de picas ante el inevitable choque entre las formaciones de infantería. Los suizos emplearon zweihänders –espadones o montantes, en castellano–, espadas cuya hoja medía desde 1,4 m hasta 2 m. Los venecianos, milaneses y mantuanos usaron alabardas y espadas a una mano que blandían con escudos. Llegado el momento del choque, explica Giovio:
«[…] alzando las primeras hileras de su infantería [la italiana antifrancesa] sus larguísimas picas, que sustentaban sobre el brazo izquierdo según entonces se usaban, y arrojando los que venían detrás de ellos con rodelas, partesanas con hierros largos en los enemigos, y después tirando saetas los demás ballesteros que venían detrás de los de las rodelas, fueron esperados de los esguízaros no solamente sin temor, sino también con risa. Porque los esguízaros, cerrados y hechos un cuerpo de un apretado escuadrón, fácilmente menospreciaban aquel género de armas. Y así, luego que los italianos llegaron cerca, salieron de ambos lados de su escuadrón trescientos mancebos […] y, con unos grandes montantes de que jugaban de dos manos, comenzaron a cortar aquellas largas picas de los italianos».[18]
A finales del siglo XV, los knechte suizos y sus adversarios imperiales usaban montantes y albardas para quebrar las primeras hileras de un cuadro de picas y allanar el camino a los hombres que venían detrás. El ejemplo de Georg von Frundsberg en la batalla de La Motta (1513) es descriptivo de la función que tenían estos duros combatientes. Una crónica contemporánea a los hechos menciona que “situado en la primera hilera, blandía su espada y combatía como un leñador que talase un roble en el bosque”.[19] Giovio afirma que estos soldados acostumbraban a “ir muchas veces con una pestilencial honra a tomar claramente la muerte con sus manos para alcanzar, en edad nueva [o sea, siendo jóvenes] principales oficios en la guerra con hacer alguna hazaña de notable valor. […] Y permíteleses, por privilegio de su valor, que traigan bandera y sean capitanes de infantería, y todo el tiempo de su vida llevan paga doblada”.[20] De ahí que, a los soldados emplazados en las primeras hileras del escuadrón, se los llamase doppelsöldner.
A pesar de todo, debemos ser cautos respecto a los montantes, puesto que no abundan las referencias escritas sobre su empleo en el campo de batalla. Fleuranges menciona que, en Novara, batalla en la que combatió personalmente, los suizos que rompieron el escuadrón de lansquenetes alemanes estaban armados no con montantes, sino con alabardas.[21] En las miniaturas del Chronicon Helvetiae de Christoph Silberysen (1576) aparecen combatientes provistos tanto de alabardas como de zweihänders a la cabeza de las formaciones en el choque de picas. No obstante, esta obra data de entre cincuenta y ochenta años después de los hechos representados, por lo que existe la duda de si son verdaderamente fidedignas. En todo caso, podemos afirmar con seguridad que los montantes no eran armas de adorno o para la esgrima, pues Giovio menciona, además del ejemplo de Fornovo, que los defensores de Florencia los usaron en 1529 contra el ejército imperial que los asediaba. Así, en un ataque que emprendieron sobre un cuartel enemigo, el comandante florentino dispuso “que nadie llevase picas, puesto que, al caminar y combatir con ellas en un lugar estrecho, serían un impedimento, y él creía que las alabardas, y las espadas de dos manos eran mejores para matar a los enemigos”.[22]
En la segunda mitad de siglo, el florentino Domenico Moro, recomendaría el uso de montantes y alabardas en su tratado Il Soldato (1570), en conjunción con las picas, para la lucha cuerpo a cuerpo contra los escuadrones enemigos: “en la melé pueden actuar, con mucha más comodidad que con picas, algunos soldados armados con espadas y rodelas, y algunos con espadones, que en la dicha melé, si en alguna parte fuese roto [el escuadrón], harían una honrosa resistencia entrando entre los enemigos”.[23] Nos encontramos aquí ante un uso defensivo del montante. En este sentido, es interesante analizar un grabado suizo de 1548 que refleja la victoria de varios cantones católicos sobre las fuerzas protestantes de Zúrich, al mando de Huldrych Zwingli. En esta obra, los protestantes aparecen ya disgregados y en retirada, pero observamos que tres de ellos se lanzan sobre el escuadrón católico blandiendo zweihänders. Lo más probable es que dicha arma tuviese la función defensiva que describe Moro, en especial si tenemos en cuenta que el Trewer Rath und Bedencken. Eines Alten wol versuchten und Erfahrenen Kriegsmans (“Verdadero consejo y reflexiones de un viejo, probado y experimentado guerrero”), escrito posiblemente por Georg von Frundsberg hacia 1522, sitúa a los lansquenetes armados con montantes en el centro del escuadrón, alrededor de las banderas, y otro tanto dictaminan las posteriores ordenanzas imperiales, como las de Maximiliano II, de 1570, según las cuales, de los 400 hombres de una compañía, 50 debían estar equipados con zweihänders y alabardas para la defensa de las banderas.[24]
De lo que no cabe duda es de que el zweihänder podía cortar la punta de las picas. Aunque no existen muchas referencias al respecto, sí encontramos testimonios que lo atestiguan. Entre los más interesantes está una carta que un militar francés escribió en enero de 1558 durante el asedio de Calais, entonces posesión de Inglaterra. Los defensores realizaron una salida desde uno de sus baluartes sobre el cuartel que ocupaban los lansquenetes. Sin embargo, “los tudescos, apellidando a su rey, hicieron de Rolando uno tras otro, y con sus espadones a dos manos obraron una tala de aquellas picas que querían avanzar hacia fuera”.[25]
El arma idónea para emplear de manera ofensiva contra un cuadro de picas, sin embargo, era la alabarda Tanto los knechte suizos como los lansquenetes alemanes usaban esta arma de asta corta, mucho más manejable que la pica, para barrer las primeras hileras de la formación enemiga. El militar francés Raymond de Beccarie de Pavie, señor de Fourquevaux, define perfectamente la función de dicha arma en sus Instructions sur le faict de la Guerre (1548), donde introduce en la ecuación a los rodeleros:
«[…] Los alabarderos […] pueden combatir mejor en la melé con sus alabardas que no los piqueros con sus picas. Los alabarderos se destacan expresamente con este fin, y también pueden seguir a los antedichos rodeleros para librarlos de aquellos [piqueros] demasiado acorazados con los grandes y pesados golpes que reparten por doquier con sus alabardas».[26]
El maestro de esgrima italiano Giacomo di Grassi, en su tratado Ragione di adoprar sicuramente l’Arme, si da offesa come da difesa (1570), identifica la partesana, parecida a la alabarda pero con una cuchilla larga y puntiaguda con dos aletas en su base, en lugar de la combinación de hacha y lanza de la alabarda, como la mejor para romper un cuadro de picas: “tiene más fuerza para cortar las picas por su fuerza y su peso, y lo segundo porque no lleva adornos y carece de otros complementos, que podrían obstruir el golpe de costado. Por tanto, la partesana debe utilizarse […] para entrar entre las picas y cortarlas en pedazos”.[27] El inglés John Smythe, en su tratado Certain Discourses Military (1590) recomienda también “alabardas de estilo italiano, con puntas largas, bordes cortos y astas alargadas”.[28]
La alabarda y la partesana estaban destinadas a perder toda función táctica a finales de la centuria para quedar relegadas a símbolos, respectivamente, de los sargentos y los cabos. Todavía en 1582, sin embargo, hallamos referencias de su uso táctico –junto con el de zweihänders–, para acometer un escuadrón. Francisco Verdugo, en su Comentario de la Guerra de Frisia, cuenta que, durante uno de los combates que trabó delante de Lochem contra las fuerzas de los rebeldes holandeses, “no conociendo ventaja, saqué del escuadrón de infantería algunas hileras de alabardas, picas y espadones, ordenando a los demás que estuviesen firmes, y porque lo restante del ejército enemigo caminaba, envié al capitán Decheman [el frisón Reint Dekama] que cargase con la gente que le había dejado en la montaña y diese de través, como yo también hice con la que habla sacado del escuadrón”.[29] Un curioso testimonio gráfico de 1581, The Image of Irelande, with a Discoverie of Woodkarne (“La Imagen de Irlanda, con un hallazgo de los kern de los bosques”), muestra unas cuantas filas de alabarderos entre las formaciones inglesas de piqueros y arcabuceros.
Con respecto a los rodeleros, como hemos leído en el relato de Giovio sobre la batalla de Fornovo, ya entonces la coalición antifrancesa echó mano de soldados equipados con alabardas y espadas y rodelas que, escurriéndose bajo las picas propias y enemigas, acometieron las primeras líneas del escuadrón suizo. Los maestros en dicha táctica fueron los españoles, que contaban con un elevado número de soldados equipados a la ligera cuando desembarcaron en Italia, en 1495, al mando del Gran Capitán. Aquel mismo año, en Seminara, los rodeleros hispanos fueron arrollados por los piqueros suizos del ejército de Carlos VIII, lo que dejó patente la debilidad de los infantes armados con rodelas si no combatían encuadrados en una unidad con un núcleo de picas, en cuyo caso podían ser increíblemente eficaces. Diego de Salazar, que sirvió bajo las órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba, escribió un tratado, De Re Militari (1536), en forma de diálogo entre aquel y Pedro Manrique de Lara, otro general español, en el que explica que “las picas son buenas contra los caballos, y cuando vienen contra infantes, son útiles contra las que ellos traen antes que la batalla se aprieta […]; más después que la batalla es junta o revuelta, y ellas no son útiles, suceden los escudos y espadas, que pueden servir en cualquier estrechura”.[30]
Durante la segunda expedición del Gran Capitán a Italia, en la batalla de Barletta (1503), la infantería española logró desbandar un escuadrón de lansquenetes al servicio de Francia merced a la audacia de sus rodeleros, a pesar de que, conforme a lo habitual, fueron los helvéticos quienes llevaron la ofensiva y desordenaron las primeras hileras del escuadrón español. El capitán Salazar describe el combate:
«Habían pasado de Sicilia en Calabria, que es en el reino de Nápoles, cierta infantería y algunos caballos españoles, llevando por capitán al conde don Fernando de Andrade, y fue contra ellos monsieur de Ubini [D’Aubigny] con cierta gente de armas y cuatro mil infantes tudescos con otra infantería, los cuales con las picas abrieron la infantería española, más aquellos, ayudados de los escudos gallegos y asturianos que el conde don Fernando llevaba, y con la desenvoltura de las espadas de los españoles, y disposición de sus cuerpos, como se juntaron con los contrarios a golpe de espada, nacía la muerte y prisión de todos aquellos sin escapar uno solo, y la victoria de los españoles».[31]
En la batalla de Rávena (1512) se produjo un escenario parecido. Los franceses fueron los vencedores en esta ocasión, pero no pudieron alzarse con un triunfo decisivo porque la infantería española destruyó un escuadrón de lansquenetes al servicio de Luis XII y se retiró en orden del campo de batalla, lo que salvó la posición española en Italia. Francesco Guicciardini, impresionado, escribió en su Storia d’Italia que “la infantería española, desamparada de los caballos, peleaba con increíble valor; y si bien en el primer encuentro con los infantes tudescos había perdido en parte la ordenanza firme de las picas, llegándose después a ellos a la distancia de las espadas, y muchos de los españoles cubiertos con los escudos, metiéndose con puñales entre las piernas de los tudescos, habían llegado ya casi a la mitad del escuadrón con gran matanza”.[32] Una relación anónima, más extensa, explica el ardid de que se valieron los rodeleros españoles para escurrirse debajo de las picas de los lansquenetes:
«Hasta ocho mil gascones y tudescos arremeten: ansimesmo los nuestros se van a ellos, y afrontando el un escuadrón con el otro, tal gana llevaban de acercarse los unos a los otros y de tal manera se juntaron, que las picas suyas con las de los nuestros se tocaban, y ni los unos las podían rodear para herir a los otros, ni los otros a los otros, y viendo esto un coronel llamado Artieda y otro llamado Joanes de Arriaga, toman una pica, el uno por el hierro y el otro por el cuento, y métense entre medias, y debajo de las unas picas de los nuestros y de las de los enemigos, alzan las picas hacia arriba, y ellos metidos dejan la pica, y con espadas y rodelas viérades el segar y derribar de los enemigos como peones en buen pan».[33]
No se trata del único caso en el que los combatientes de un bando alzaron las picas enemigas para, a continuación, escurrirse por debajo y atacar directamente a los indefensos hombres que las sostenían. Fleuranges describe un caso semejante en la batalla de Scherwiller (1525), durante la Guerra de los Campesinos alemanes: “Cuando se llegó a combatir cuerpo a cuerpo, los luteranos estaban mal dispuestos y no todos eran gente de guerra; estaban demasiado cerca unos de otros, y tan compactos que no podían apoyarse como es debido; los lansquenetes levantaron las picas de estos luteranos y, por debajo, los mataron a voluntad”.[34]
La “mala guerra” hasta San Quintín
La evolución táctica desde Pavía hasta el fin de las Guerras de Italia fue relativamente escasa. Tal y como señaló Hans Delbrück, el incremento en el número de escuadrones de infantería y el consiguiente descenso en la cantidad de combatientes de cada cuadro, que se hicieron patentes en una batalla campal por primera vez en Mühlberg, no significaron un cambio perceptible en las tácticas, que siguieron estando dominadas por el choque de picas entre escuadrones.[35] Sí observamos, con todo, una creciente integración entre las distintas armas y una mayor flexibilidad en las formaciones. En la batalla de Cerisola (1544), el arcabuz adoptó, en los ejércitos francés e imperial, un rol claramente ofensivo, aunque supeditado al de la pica. El francés Blaise de Montluc escribió en su Commentaires:
«Pensé que sería el mejor capitán de la tropa al inventar el poner una fila de arcabuceros entre la primera y la segunda filas [formadas por piqueros], para matar a los capitanes de la primera fila [enemiga] […]; pero descubrimos que ellos habían hecho como nosotros, pues los habían puesto así, y no dispararon, como los nuestros, hasta la distancia de una pica. Entonces se produjo una gran matanza; no hubo tiro que no acertase».[36]
La inserción de una hilera de arcabuceros –pese a que Martin du Bellay habla de pistoleros en el caso de los lansquenetes[37]– fue una innovación sin continuidad, pero que anticipó un mayor peso de las armas de fuego en el choque entre los cuadros de infantería durante los años venideros. En Cerisola, como en la mayoría de las batallas de la primera mitad del XVI, lo que decidió el día fue el combate cuerpo a cuerpo, que Montluc describe con detalle. En sus Commentaires hallamos las instrucciones que transmitió a sus gascones sobre como sujetar la pica y batirse con ella contra los lansquenetes imperiales:
«Señores, puede que no haya muchos aquí que hayan estado antes en batalla y, por lo tanto, dejadme deciros que, si tomamos nuestras picas por el extremo posterior y peleamos a lo largo de la pica, seremos derrotados, porque los alemanes son más diestros en ese tipo de lucha que nosotros. Por el contrario, debéis sujetar las picas por el centro, como los suizos, y correr de frente para atajarlos y penetrar entre ellos, y veréis cuán confundidos estarán».[38]
Esta distinción sobre el modo de empuñar la pica resulta interesante, puesto que, en efecto, si nos fijamos en los grabados y miniaturas precedentes, vemos que los infantes suizos agarran las picas por la parte central del asta, a diferencia de la práctica que acabaría imponiéndose, consistente en hacerlo por la parte posterior, tal y como muestra el Wapenhandelinghe (“Ejercicio de las armas”) de Jacob de Gheyn II, elaborado hacia 1607. Sea como fuere, nos encontramos de nuevo –recordemos las palabras del embajador veneciano Quirini en 1507– ante un uso manifiestamente ofensivo de la pica y, por si quedasen dudas, he aquí lo que, según Montluc, sucedió cuando el escuadrón francés chocó con los lansquenetes imperiales:
«Los alemanes se aproximaron hacia nosotros a buen paso, y tanto que, al ser su cuerpo de batalla muy numeroso, no todos pudieron seguirlo y observamos grandes espacios en su formación y varias banderas bastante detrás. De pronto, nos arrojamos unos contra otros, al menos muchos de nosotros, pues, tanto de nuestro lado como del suyo, todos los de la primera fila fueron empujados al suelo. No es posible ver una furia mayor entre tropas de infantería. La segunda y la tercera hilera fueron las que nos dieron la victoria, pues aquella hizo tal presión que ellos [los lansquenetes] cayeron unos sobre otros y, a medida que los nuestros seguían presionando, el enemigo fue empujado hacia atrás».[39]
Mientras los gascones rompían un escuadrón alemán, los suizos del ejército francés estaban cerca del colapso a manos de un segundo escuadrón de lansquenetes que, según García Cereceda, “muy varonilmente había arremetido con los esguízaros y rótoles tres hileras y vanguardias”.[40] El triunfo se inclinó del lado francés cuando la caballería pesada del ala izquierda gala embistió por el flanco al escuadrón de lansquenetes de la derecha imperial.
Del relato de Montluc se infiere que el choque de picas se producía a gran velocidad y de forma muy violenta. Tal y como señaló Delbrück, la presión desde atrás es lo que permitía romper al enemigo, puesto que los hombres de las primeras hileras eran los más veteranos, fuertes y mejor protegidos, de modo que el filo del arma resultaba menos letal de lo que cabría suponer.[41] De ello encontramos un ejemplo palmario en la siguiente gran confrontación de infantería de las Guerras de Italia, la batalla de Marciano (1554), en la que los imperiales y sus aliados florentinos derrotaron a los franceses y a sus aliados de Siena. Antonio di Montalvo, testigo de la contienda, escribió que los galos avanzaron con resolución al grito de “¡Francia, Francia, victoria, victoria!”, a la par que los imperiales hicieron lo mismo. Un camino hundido separaba ambos ejércitos, y el maestre de campo del Tercio de Lombardía, Francisco de Haro, supo explotar este elemento. Cuenta Montalvo que:
«En esta manera se iban aproximando uno y otro ejército, si bien con mayor resolución lo hacía el enemigo para enfrentarse con nosotros, sin que hubiera por parte alguna una sola boca de fuego […], de manera que podríamos decir que ambos ejércitos dependían de su valor en el combate cuerpo a cuerpo, como antiguamente, cuando no se usaba la pólvora. Viendo que cinco hileras del escuadrón enemigo habían atravesado ya el foso, el maestre de campo y sus oficiales arremetieron como una tempestad al grito de Viva España, Santiago, que no se conoció cual era mayor [si este o el de los franceses], y golpeándose con las picas parecía que hacían fuego, pues sacaban chispas de las armaduras como si de una gran fragua se tratase».[42]
A la postre, tras quince minutos de lucha cuerpo a cuerpo, los españoles, que acometían desde un terreno ligeramente más elevado, pudieron explotar el desnivel para ejercer una mayor presión, y pusieron en fuga a los franceses. En el otro flanco, los lansquenetes del coronel Madruzzo cargaron sobre el escuadrón suizo del ejército francés y lo rompieron al primer embate. Como es lógico, el fresco contemporáneo de Giorgio Vasari para el Palazzo Vecchio de Florencia refleja el choque de picas, aunque los aspectos técnicos y la indumentaria de los soldados no deben ser tomados de forma literal, pues mezclan elementos de la época con otros de inspiración grecorromana.
En San Quintín (1557), se produjo la entrada en escena de un nuevo elemento táctico que desencadenó, junto con la adopción del mosquete una década más tarde, una nueva serie de transformaciones tácticas: el herreruelo o reiter, es decir, la caballería acorazada equipada con pistolas y otras armas de fuego cortas. En dicha batalla, la infantería alemana y gascona de Enrique II fue destruida en buena medida por la acción de esta nueva arma. Fue en la Guerra de Flandes y en las Guerra de Religión francesas donde el arte de la guerra y el combate entre la infantería continuaron evolucionando, como veremos en el siguiente capítulo.
Bibliografía
- Albi, J. (2017): De Pavía a Rocroi. Los tercios españoles. Madrid: Desperta Ferro Ediciones.
- Bru, J.; Claramunt, À. (2020): Los tercios. Madrid: Desperta Ferro Ediciones.
- Mallett, M.; Shaw, C. (2014): The Italian Wars 1494-1559: War, State and Society in Early Modern Europe. London: Routledge.
- Delbrück, H. (1990): The Dawn of Modern Warfare. Lincoln, London: University of Nebraska Press.
- Oman, C. (1937): A History of the Art of War in the Sixteenth Century. London: Methuen & Co.
Àlex Claramunt Soto (Barcelona, 1991) es director de Desperta Ferro Historia Moderna, graduado en Periodismo y doctor en Medios, Comunicación y Cultura por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor de dos libros, Rocroi y la pérdida del Rosellón (HRM Ediciones, 2012), y Farnesio, la ocasión perdida de los Tercios (HRM Ediciones, 2014) y coautor junto con el fotógrafo Jordi Bru del libro Los tercios, además de diversas colaboraciones en obras colectivas. Ha formado parte del consejo editorial del Foro de Historia Militar el Gran Capitán, el principal portal en lengua española sobre esta temática, y ha trabajado varios años en el diario El Mundo como responsable de la sección de agenda en la delegación de Barcelona, coordinador de la sección El Mundo de China del suplemento Innovadores, y redactor web de dicha publicación.
Notas
[1] Keen, M. (1999): The Changing Scene: Guns, Gunpowder, and permament Armies, en Keen, M. (ed.): Medieval Warfare: A History. Oxford: Oxford University Press, p. 286.
[2] Maquiavelo, N. (1857): Il principe: e discorsi sopra la prima deca di Tito Livio. Firenze: Felice Le Monnier, p. 264.
[3] La Marck, R. de (Señor de Fleuranges); Goubaux, R. (ed.) (1913): Mémoires du maréchal de Florange, dit le Jeune Adventureaux, II. Paris: Renouard, H. Laurens, successeur, p. 225.
[4] Quirini, V. (1507): Relazione di Vinvenzo Quirini, en AA.VV. (1862): Relazioni degli ambasciatori veneti al Senato durante il secolo decimosesto, S. I, Vol. VI. Firenze: Società editrice fiorentina, pp. 21-22.
[5] Barillon, J.; Vaissière, P. de (ed.) (1897): Journal de Jean Barrillon, secrétaire du chancelier Duprat, 1515-1521, I. Paris: Société de l’histoire de France, p. 120.
[6] La Marck, op. Cit., I, p. 193.
[7] Vaissière, P. de (ed.) (1909): Une Correspondance de Famille au commencement du XXIe siècle. Lettres de la la maison d’Aumont. Paris: Société de l’Historie de France, p. 9
[8] La Marck, op. Cit., I, p. 196.
[9] García Cereceda, M. (1873): Tratado de las compañas y otros acontecimientos de los ejércitos del Emperador Carlos V en Italia, Francia, Austria, Berbería y Grecia, desde 1521 hasta 1545, I. Madrid: Sociedad de Bibliófilos Españoles, pp. 26-27.
[10] Oznaya, J. de (s. f.): Historia de la Guerra de Lombardía, batalla de Pavía y prisión del rey Francisco de Francia, en AA. VV. (1862): Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, XXXVIII. Madrid: Imprenta de la viuda de Calero, p. 386.
[11] La Marck, op. cit., II, p. 228.
[12] Cereceda, op. cit., I, p. 123.
[13] Oznaya, op. cit., p. 393.
[14] Quirini, op. cit., p. 21.
[15] Quirini, op. cit., p. 21.
[16] Bellay, M. de (1569): Les memoires de Mess. Martin du Bellay, seigneur de Langey. Paris: A l’Olivier de P. L’Huillier, p. 11.
[17] Oman, C. (1937): A History of the Art of War in the Sixteenth Century. London: Methuen & Co, p. 77.
[18] Giovio, P.; Baeza, G. de (trad.) (1562): Historia general de todas las cosas succedidas en el mundo en estos 50 años de nuestro tiempo. Salamanca: Andrea de Portonarijs, p. 51.
[19] Delbrück, H. (1990): The Dawn of Modern Warfare. Lincoln, London: University of Nebraska Press, p. 55.
[20] Giovio, op. cit., p. 226.
[21] La Marck, op. cit., I, p. 127.
[22] Giovio, P. (1581): Delle Istorie Del Suo Tempo, II. Vinegia: Segno delle Colonne, p. 81.
[23] Mora, D. (1570): Il Soldato. Vinetia: Gabriel Giolito de Ferrari, p. 75.
[24] Schön, J. (1858): Geschichte der Handfeuerwaffen: Ein Darstellung des Entwickelungsganges der Handfeuerwaffen von ihrem Entstehen bis auf die Neuzeit. Dresde: Rudolf Kuntze, p. 79.
[25] AA. VV. (1581): Delle lettere di Principi, le qvali o si scrivono da Principi, o a Principi, o ragionano di Principi, III. Venetia: Francesco Ziletti, p. 188.
[26] Beccarie, R. de (Señor de de Pavie de Fourquevaux) (1548): Instructions sur le faict de la Guerre. Paris: Michel Vascosa & Gaiot du Pré, p. 29.
[27] Grassi, G. de (1570): Ragione di adoprar sicuramente l’arme si da offesa, come da difesa. Venetia: Giordano Ziletti, p. 103.
[28] Smythe, J.; Hale, J. R. (ed.) (1964): Certain Discourses Military. Ithaca, N. Y.: Cornell University Press, p. 45.
[29] Verdugo, F. (1871): Comentario del coronel Francisco Verdugo. Madrid: M. Rivadeneyra, p. 41.
[30] Salazar, D. de (1536): Tratado de re militari. Tratado de cavalleria hecho a manera de dialogo entre Don Goncalo Fernandez de Cordova y Don Pedro Manrique de Lara. Alcalá de Henares: Miguel de Eguya, fol. XXVII.
[31] Salazar, op. cit., fol. XI.
[32] Guicciardini, F.; Felipe IV (trad.) (1890): Historia de Italia; donde se describen todas las cosas sucedidas desde el año 1494 hasta el de 1532, Libro X, Cap. IV. Madrid: Librería de la Viuda de Hernando. p. 35.
[33] Anónimo (s. f.): Relación de los sucesos de las armas de España en Italia, en los años de 1511 a 1512, con la jornada de Rávena, en AA. VV. (1882): Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, LXXIX. Madrid: Miguel Ginesta, pp. 282-282.
[34] La Marck, op. cit., II, pp. 265-266.
[35] Delbrück, op. cit., pp. 56-57.
[36] Lasseran-Massencome, B. de (Señor de Montluc) (1822): Commentaires de messire Blaise de Montluc, mareschal de France. Paris: Foucault, p. 33.
[37] Bellay, op. cit., p. 319.
[38] Montluc, op. cit., pp. 27-28.
[39] Montluc, op. cit., p. 29.
[40] García Cereceda, op. cit., III, pp. 186-187.
[41] Delbrück, op. cit., p. 55.
[42] Montalvo, A. di (1863): Relazione della guerra di Siena. Torino: V. Vercellino, p. 106.
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https://www.despertaferro-ediciones.com/2020/tacticas-de-infanteria-siglo-xvi-guerra-de-flandes-guerras-de-religion-francesas/
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