“Mientras Virgilio muere en Bríndisi no sabe
que en el norte de Hispania alguien manda grabar
en piedra un verso suyo esperando la muerte.
Este es un legionario que, en un alba nevada,
ve alzarse un sol de hierro entre los encinares.
Sopla un cierzo que apesta a carne corrompida,
a cuerno requemado, a humeantes escorias
de oro en las que escarban con sus lanzas los bárbaros,
Un silencio más blanco que la nieve, el aliento
helado de las bocas de los caballos muertos,
caen sobre su esqueleto como petrificado.
Oh dioses, qué locura me trajo hasta estos montes
a morir y qué inútil mi escudo y mi espada
contra este amanecer de hogueras y de lobos.[…]
Oh dioses, cómo odio la guerra mientras siento
gotear en la nieve mi sangre enamorada.
Al fin cae la cabeza hacia un lado y sus ojos
se clavan en los ojos de otro herido que escucha:
Grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio”.
Esos versos del poeta Antonio Colinas, fragmentos del Canto X de su libro Noche más allá de la noche (1983), reflejan a la perfección la crudeza de la guerra y el horror de la batalla, en este caso desde la perspectiva de un legionario romano. Las narraciones viscerales sobre la experiencia del soldado en batalla se remontan hasta la obra fundacional de la literatura occidental, la mismísima Ilíada (eg xiii, 540 y ss.; xiv, 383 y ss.). Muchos siglos separan a Homero de escritores decimonónicos como Stendhal y Tolstói, pero serían ambos autores, en sus respectivas novelas La cartuja de Parma (1839) y Guerra y paz (1869), los pioneros en abordar la narración de la experiencia personal en batalla en su vertiente más caótica y confusa. Fuera del ámbito literario, en 1880, se publicó como obra póstuma Estudios sobre el combate del coronel francés Ardant du Picq, unos escritos que trataban de abordar la compleja temática del comportamiento del soldado en batalla, partiendo del combate en el mundo antiguo. Sin embargo, sería la famosa obra de sir John Keegan (1934-2012) El rostro de la batalla, publicada en 1976, la que supuso un cambio radical en la historia militar en lo que al modo de abordar el estudio de la batalla se refiere. Keegan se apartó del análisis táctico y de la visión del alto mando y examinó las condiciones físicas del combate, las emociones particulares y el comportamiento generado por la batalla, así como los motivos que impulsan a los soldados a luchar en vez de a huir.
Los académicos del mundo romano, a la zaga de los citados versos de Antonio Colinas, tardarían casi otras dos décadas en considerar que el enfoque planteado por Keegan podía –y debía– aplicarse a las batallas de la antigua Roma, de acuerdo con las limitaciones inherentes a las fuentes. El pionero fue el británico Adrian Goldsworthy quien, con su libro The Roman Army at War (1996), desmontó la visión tradicional del soldado romano deshumanizado y autómata, totalmente disciplinado y sin iniciativa propia. Desde entonces, son varios los expertos que han tratado de arrojar luz sobre la experiencia en batalla del legionario romano, atendiendo no tanto al ejército como un engranaje perfecto sino a cada combatiente individual y a los aspectos más humanos. En este sentido, las últimas dos décadas han sido prolijas en cuanto a publicaciones académicas –Sabin, Zhmodikov, Daly, Quesada, Lendon y Anders, entre otros[2]– Ciertamente, cuando Goldsworthy estudió las batallas mediante el enfoque propuesto por Keegan, la idea del legionario autómata estaba profundamente enraizada en la historiografía tradicional. Esta tendencia era aún más acusada en la cultura popular, debido principalmente a la imagen plana y maniquea trasmitida por el medio cinematográfico. Probablemente, el mejor ejemplo de esa visión del ejército romano como una fuerza increíblemente moderna, altamente organizada y totalmente disciplinada sea la secuencia de la batalla final de Espartaco (1960), dirigida por Stanley Kubrick.
El rostro de la batalla romana en el cine
Podría decirse que las ideas de Keegan han superado los límites del mundo académico. Desde luego, el rostro de la batalla ha tenido su eco en la novela histórica de temática antigua publicada en las últimas décadas, como ya se ha encargado de demostrar debidamente Fernando Quesada. Por su parte, desde la década de los ochenta y noventa un medio tan popular como el cine ha reflejado la experiencia personal del combatiente y los aspectos más sangrientos de la batalla. Esa tendencia hacia el realismo, que en ciertas producciones recientes ha tornado hacia una violencia gráfica hiperrealista, es una estética general en el cine y la televisión, así como en otros formatos de masas como las novelas gráficas y más aún los videojuegos. Una tendencia en la que probablemente las ideas de Keegan no han tenido tanto peso como las propias convenciones cinematográficas y televisivas y su desarrollo estético.
Igualmente, no se puede obviar la influencia de la experiencia de Vietnam y de conflictos más recientes como Iraq y Afganistán y lo que estos han supuesto en la creación de un imaginario colectivo sobre la experiencia bélica –desde la emisión televisada de imágenes de batallas a tiempo real hasta las investigaciones en torno al trastorno de estrés postraumático–. Salvar al Soldado Ryan (1998) supuso un punto de inflexión en este sentido, y desde entonces la representación del miedo, el caos, la visceralidad y la visión subjetiva de la experiencia en batalla a través de la pantalla se ha mantenido hasta las producciones más recientes, como sería el caso de Dunkerque (2017).
Por lo que respecta al cine ambientado en la antigua Roma, a partir del estreno de Gladiator en el año 2000 ha mostrado un modo de reflejar las batallas centrado en la experiencia personal del combatiente y también en los aspectos más viscerales y brutales del combate. David Franzoni, guionista y productor de la mencionada película, lo definía a la perfección cuando hablaba sobre la secuencia de la batalla inicial en Germania:
“el combate es realista, brutal y nada glorioso, vencieron pero fue asqueroso, no hay sensación de haber conseguido nada más que matar gente”.
En este sentido, el director Ridley Scott reconocía que buscaron una recreación con ciertas referencias a los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, al mismo tiempo que emplearon técnicas cinematográficas similares a las de Spielberg es su frenética recreación del desembarco en la playa de Omaha.
Frente a la imagen robótica y deshumanizada de los soldados romanos en el cine clásico, encontramos en las producciones recientes unas representaciones más humanizadas de los legionarios. Un nuevo acercamiento a la representación del soldado romano que se evidencia principalmente a través de las batallas, empleando diversas técnicas propias del lenguaje cinematográfico que van desde los diálogos hasta el empleo del CGI, pasando por los enfoques de cámara, la ambientación, los sonidos del combate y el uso o ausencia de banda sonora. Analizando producciones como Roma (2005-2007), Centurión (2010), La legión del Águila (2011) y la reciente versión de Ben-Hur (2016), se observa un acercamiento a la batalla muy visceral y que incide en los miedos y el punto de vista del legionario en batalla. Evidenciando ese hecho, he establecido una serie de relaciones entre esa representación bélica, las nuevas tendencias imperantes en el Séptimo Arte y algunos de los planteamientos del giro historiográfico conocido como el “rostro de la batalla”.
Uno de los ejemplos más significativos del mencionado cambio en el cine de romanos del presente siglo se observa en la película Centurión (2010). Quinto (Michael Fassbender), comenta tras la masacre de la Novena legión:
“en el caos de la batalla, cuando la tierra bajo nuestros pies es un lodo, mezcla de sangre, vómito, heces y las entrañas tanto de amigos como de enemigos, es fácil invocar a los dioses para que nos salven, pero son soldados los que luchan y soldados los que mueren, los dioses jamás se arriesgan”.
Hay otros ejemplos cinematográficos interesantes que resaltan las terribles consecuencias de una batalla romana, aunque en este caso en un tono menos oscuro y más irónico, como sería el caso del breve diálogo entre Marco Antonio (James Purefoy) y Octavio (Simon Goods) tras la batalla de Filipos en la segunda temporada de la serie Roma (2007):
– Antonio: “Respira hondo, chico, el olor de la victoria”
– Octavio: “Humo, mierda y carne podrida”
– Antonio: “Precioso, ¿verdad?”
Como es evidente, más allá de los diálogos, el cine, en este caso el “de romanos”, cuenta con toda una serie de recursos visuales para mostrar diferentes aspectos del rostro de la batalla. En este sentido, resulta especialmente sugerente una de las escenas iniciales de La legión de Águila (2011). Mediante el empleo repetido de primeros planos de las caras de los legionarios, se incide en la incertidumbre y el miedo de esos soldados romanos, tan humanizados que vemos cómo incluso uno de ellos no puede contener las ganas de vomitar. Formados ante las puertas del campamento y esperando para enfrentarse a un grupo de britanos considerablemente más numeroso, sus rostros son la viva imagen de la cita del autor romano Tácito que afirmaba que “en todas las batallas los primeros en ser vencidos son los ojos” (Germ. 43.5).
Notas
[1] Este tema lo he abordado en profundidad en un artículo titulado “Screening the Face of Roman Battle: Violence Through the Eyes of Soldiers in Film”, presentado en el V Congreso Internacional Imagines: The Fear and the Fury: Ancient Violence in Modern Imagination (Turín, 2016) y que se publicará este año en una monografía colectiva dirigida por el mismo proyecto IMAGINES y editada por Bloomsbury.
[2] Véase también la aportación de Pérez Rubio en Desperta Ferro Especial n.ºVI: La legión romana (I), La República media
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