El profesor Yuval Harari publicó en el año 2007 un libro recientemente traducido al español donde aborda un tipo de acciones bélicas que fueron muy frecuentes en la época: las operaciones especiales o de comando, que diríamos en un lenguaje más popular. Define estas como acciones militares limitadas a un área pequeña, ejecutadas en intervalos de tiempo breves, planificadas, difíciles y llevadas a cabo por una fuerza relativamente reducida pero capaces de conseguir resultados militares o políticos desproporcionados en relación a los medios invertidos. El secreto en su preparación y el factor sorpresa serian otras de las características que las definen. El objeto de este trabajo es abordar su presencia en la Edad Media española, de la que Harari inexplicablemente no habla, y acotar en la medida de lo posible su influencia real en el desarrollo de los conflictos bélicos.
Operaciones especiales en la Edad Media en España
Son muchas las acciones de guerra realizadas en este periodo que entran dentro de la definición. De la abundancia de las mismas nos da una idea el hecho de que en castellano tenemos incluso varias palabras para definir algunas en concreto. El término celada, por ejemplo, significa emboscada de gente armada en paraje oculto, acechando al enemigo para asaltarlo descuidado o desprevenido según la definición de la RAE. Podríamos citar varias más que aparecerán en este breve artículo. Nuestras crónicas y literatura épica nos traen múltiples ejemplos de estas operaciones que ilustran el concepto. La toma de fortalezas y plazas fuertes eran uno de los principales objetivos militares y además extremadamente costoso, ya que por regla general solo se lograba la conquista de las mismas tras un largo asedio o por asaltos que exigían muchos medios por parte de los atacantes. Poder acceder a ellas por sorpresa o mediante engaños era una de las operaciones especiales más comunes y que más fama podían reportar. En el Cantar de Mío Cid, se nos describen varios de estos golpes de mano afortunados que podían suponer la adquisición de una plaza o fortaleza, como la toma de Castejón estando las puertas abiertas o la conquista de Alcocer, por la maña, según expresión del autor anónimo, de hacer salir a sus defensores en la creencia de que sus atacantes se retiraban (véase «Campidoctor. Tácticas y armamento en tiempos del Cid» en Desperta Ferro Antigua y medieval n.º 40: El Cid). Por contra, la pérdida de un castillo por descuido o negligencia de sus guardianes era algo extremadamente condenable. El tratadista del siglo XV Alonso de Cartagena hacía merecedores de la muerte a quienes perdían un castillo por estas causas.
Las guerras fronterizas entre cristianos y musulmanes, así como los múltiples conflictos internos que vivieron los reinos peninsulares, hicieron que en nuestro territorio abundaran las cabalgadas, razzias o algaras, tropas de a caballo que salían a correr y saquear las tierras del enemigo en una sucesión continua de golpes y contragolpes. Una magnífica descripción de este tipo de operaciones nos lo da el llamado Romance de los Caballeros de Moclín. Hecho al calor de las guerras con Granada, narra la toma de un molino y termina con un verso significativo de lo que era la vida en la frontera y el intercambio sucesivo y casi permanente de acciones entre unos y otros. Le dice un padre a su hijo que quiere vengar una cabalgada o razzia de los granadinos:
No vayedes allá, hijo
si mi maldición os venga
que si hoy fuere la suya
mañana será la vuestra.
Sufrir este tipo de acciones era por tanto algo normal y esperable. Los hombres de la época debían vivir con la esperanza de no ser muy dañados por las mismas y obtener un futuro desquite.
Otro de los objetivos de las operaciones especiales en este periodo era la eliminación de los jefes militares contrarios o la captura de los monarcas rivales. Esto podía suponer un duro golpe al rival, provocar la descomposición del ejército enemigo u obtener una ventaja política decisiva. Los defensores musulmanes de Cuenca por ejemplo, estando asediados por el ejército castellano, intentaron una salida a la desesperada para matar a Alfonso VIII, acción que se saldó sin éxito pero que pudo haber supuesto el fin de la campaña y la conservación de la ciudad para el mundo islámico unas décadas más. Los reyes podían ser objeto de secuestro como bien supieron Juan II y Enrique IV de Castilla. El primero fue hecho preso por su rival Juan de Navarra en el denominado Golpe de Ramaga, autentico golpe de Estado en pleno siglo XV. Don Enrique era un hombre taciturno y melancólico que gustaba de la soledad. Uno de sus sitios preferidos era El Pardo, donde solía retirarse a cazar incluso en plena guerra contra los nobles que habían entronizado a su hermanastro Alfonso. Sabedor de esto, el célebre caballero Pedro Arias Dávila ideo una operación audaz para secuestrar al monarca en el cercano pueblo de Fuencarral, donde se alojaba provisionalmente la corte. Los conjurados lograron acceder a las estancias regias e incluso capturaron a uno de los pajes del monarca, que afortunadamente pudo ponerse a salvo antes de ser capturado.
Muy a menudo las operaciones especiales pertenecen a un tipo de guerra donde el engaño y la traición están muy presentes, algo que no dejaba de generar algunas dudas en los tratadistas de la época. Santo Tomas de Aquino consideraba que no se debía mentir ni romper juramentos en una guerra justa, si bien aceptaba el uso del subterfugio bajo ciertas circunstancias. Honore de Bauvet consideraba que estos medios podían llegar a ser contraproducentes a la larga por ir contra el honor y fama de quienes lo usaban. Muy probablemente estas reservas últimas están detrás de que apenas sepamos nada seguro de una de las operaciones especiales más exitosas de nuestra Edad Media, la muerte del rey Sancho II durante el sitio de Zamora. Prácticamente todos los cronistas de la época coinciden en señalar que su muerte se debió a una traición, pero no entran en detalles ya que el beneficiario de la misma y su probable instigador fue el rey Alfonso VI, heredero de su hermano. La tradición literaria sin embargo nos ha legado una visión que quizás refleje parcialmente lo ocurrido. Un caballero, Bellido Dolfos, salió de la ciudad y convenció al rey de que le acompañase hasta un punto desde donde se podía tomar fácilmente la plaza. Cuando el rey inspeccionaba el posible acceso fue asesinado a traición por su presunto guía, que corrió a refugiarse dentro de las murallas. Este hecho daría lugar a un ciclo de romances y a un cantar de gesta hoy perdido. Los zamoranos negarían en los mismos haber tenido participación en la muerte del monarca. La famosa leyenda de la Jura de Santa Gadea, donde El Cid obligaría a Don Alfonso a jurar que nada tuvo que ver con la muerte de su hermano, tiene su origen también en este oscuro asesinato. Nadie jamás reivindicó ni se pretendió descendiente de quien quedó en la memoria colectiva como protagonista de un acto terriblemente deshonroso. Solo en tiempos modernos han aparecido defensores de este caballero al que algunos quieren ver como defensor o paladín de la independencia leonesa frente al expansionismo castellano. Si nos damos cuenta, lo ocurrido puede responder a un truco o técnica defensiva muy común en la época. Los defensores hacían creer a sus atacantes la posibilidad de realizar una operación especial del tipo asalto que les diera la plaza. Estos mordían el anzuelo e iniciaban un ataque que realmente les llevaba a una emboscada donde encontrarían la muerte o la derrota. Es lo que ocurrió al rey Don Sancho.
Podemos decir en conclusión que las operaciones especiales fueron algo muy común en la Edad Media española como en toda Europa, de hecho eran tan abundantes que generaron un vocabulario propio dentro del idioma militar. Estaban en el ambiente y los poderes de la época debían prevenirse contra las mismas. El éxito de algunas de ellas causaba admiración a sus propios contemporáneos y aún hoy nos sorprenden, pero no podemos equipararlas en importancia a las grandes y decisivas batallas en campo abierto como fueron los enfrentamientos de las Navas de Tolosa, Muret o Salado.
El hecho de que la historiografía no les haya dado un lugar especial es porque salvo excepciones no fueron decisivas ni sirvieron para cambiar el curso de los acontecimientos. Castillos y ciudades se rindieron mayoritariamente por capitulaciones o fueron tomadas al asalto, rara vez un grupo reducido de hombres fue capaz de tomar una posición fortificada. Podemos por tanto recuperarlas y darlas el lugar que las corresponde en la historia militar, seguir disfrutando incluso de las muestras de astucia y valor que dieron a menudo los hombres de esa época, pero no debemos tampoco darlas más importancia de la que realmente tienen ni atribuirles un peso decisivo en el devenir peninsular ni europeo.
Bibliografía
- Poema de Mío Cid. Edición Colin Smith. Editorial Cátedra. 1998.
- El Romancero Viejo. Edición Mercedes Díaz Roig. Editorial Cátedra. 2007.
- Romancero del Cid. Edición de Luis Guarner. Editorial Miñón. 1954.
- Richard Fletcher. El Cid. Editorial Nerea. 1999.
- Alonso de Cartagena. Doctrinal de los Caballeros. Universidad Santiago de Compostela. 1995.
- José Manuel Rodríguez García. Hombres de religión y servicios de información. Trabajo incluido en Hombres de religión y guerra: cruzada y guerra santa en la Edad Media peninsular, siglos X-XV, obra coordinada por Carlos Ayala y J.S Palacios Ontalva. Editorial Sílex. 2018.
- Eduardo Manzano. Las épocas medievales, dentro de la colección de Historia de España de Josep Fontana y Ramón Villares. Editorial Crítica Marcial Pons. 2015.
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