La operación, que pretendía ser una acción militarmente limitada, pero políticamente ambiciosa –mantener el espíritu de resistencia hasta que la situación internacional permitiera una salida más favorable al conflicto para los intereses republicanos–, acabó por desgastar a buena parte de las unidades más combativas de las que disponía Vicente Rojo mientras se esfumaban, tras la conferencia de Múnich, las posibilidades de que las potencias internacionales mediaran en una solución negociada a la guerra.
La campaña de Cataluña
En esta situación, la invasión de Cataluña por parte del Ejército del Norte franquista, dirigido por el general Dávila y que se había convertido en una potente masa de maniobra desplegada desde los Pirineos al delta del Ebro, parecía inminente. El presidente del Gobierno, Juan Negrín, necesitaba con urgencia una nueva acción de calado estratégico en el teatro de operaciones del centro, antes de que terminara el año. El Plan P diseñado para partir el territorio sublevado en dos por Extremadura, acariciado por Rojo durante toda la guerra, era ahora materialmente inviable, así que esta necesidad se tradujo en un más limitado, pero aún ambicioso, plan para operar en Motril, Brunete y Peñarroya que, sin embargo, se demoró por desavenencias en la cúpula militar republicana. En el trasfondo de las discrepancias estaba el miedo del general Miaja a desviar tropas del Ejército del Centro, que celosamente conservaba para la defensa de Madrid y que sin embargo no habían participado en operaciones de envergadura desde la primavera y el verano de 1937.
Estos retrasos del enemigo permitieron a Franco lanzar libremente su ofensiva sobre el territorio catalán. El Ejército de Norte, con cerca de 275.000 hombres inició la campaña frente al Grupo de Ejércitos Oriental (GERO) de Hernández Saravia, que contaba con más efectivos, unos 300.000 hombres, pero una alarmante inferioridad material. Un día antes de la Nochebuena de 1938, los cuerpos de ejército franquistas rompieron el frente: los de Urgel (Muñoz Grandes) y el Maestrazgo (García Valiño) lo hicieron por Tremp, y el de Navarra (Solchaga), junto con el CTV italiano (Gambara), por Serós. El mando republicano trató de contrarrestar la ofensiva poniendo en marcha de forma parcial –quedaba descartada la acción en Motril– sus planes en el teatro del centro, dando lugar a lo largo de enero a la batalla de Peñarroya. Allí el Ejército de Extremadura (Escobar) republicano consiguió un notable éxito inicial que sin embargo, como en otras tentativas ofensivas del Ejército Popular a lo largo de la contienda, pronto quedó anulado, en este caso por la acción de las tropas de Queipo de Llano. La acción no logró frenar el avance franquista en Cataluña, cuyas tropas tomaron Tarragona el día 15 de enero y Barcelona el 26.
Hacia el final de la guerra civil
Las esperanzas de que la capital catalana se convirtiera en un segundo Madrid ya no tenía sentido en 1939, ni por el estado del ejército ni por la situación de la retaguardia. Ya en febrero, caerían Gerona y Figueras, y para el día 10 se habían cerrado los pasos hacia Francia de Port Bou y La Junquera. Cerca de 230.000 combatientes y 45.000 civiles cruzaron los Pirineos hostigados por la aviación. También había abandonado el país el Gobierno republicano. Rojo no era partidario de prolongar la guerra, pero Negrín regresó al territorio leal para sostener la resistencia a ultranza, respaldado por los sectores afines al Partido Comunista. La conocida reunión del aeródromo de Los Llanos el 16 de febrero confirmó, sin embargo, el nulo apoyo que recibiría de la cúpula militar, como demostraría pocas semanas después. Negrín estaba dispuesto a renovar la cúpula militar con hombres afines; en gran medida, los mandos milicianos del Ejército del Ebro: Líster, Modesto, Tagüeña…
El primer síntoma de oposición a estas medidas fue la sublevación de la base naval de Cartagena el 4 de marzo que, aunque finalmente fue sofocada, a punto estuvo de provocar un desembarco en su apoyo de tropas franquistas en el corazón del territorio gubernamental. Mientras, se puso en marcha el golpe que provocó la conocida situación de guerra civil dentro de la propia República. El 5 de marzo por la noche, Julián Besteiro proclamó desde Madrid la creación de un Consejo Nacional de Defensa y Casado se afanó en iniciar conversaciones para alcanzar una paz honrosa “entre militares”. Para oponerse a las unidades del Ejército del Centro afines a los comunistas, el nuevo consejo se apoyó en el cuerpo de ejército del miliciano anarquista Cipriano Mera, dando lugar a sangrientos días en la capital mientras la República terminaba de descomponerse. La “resistencia a ultranza” de Negrín había sido una ilusión, pero no lo fue menos el intento de paz negociada. Las conocidas como conversaciones de Gamonal del mes de marzo confirmaron que Franco solo admitiría una rendición incondicional. El día 25 dio por rotas las negociaciones y ordenó avanzar en todos los frentes sin que hubiera por parte de las tropas republicana voluntad de oponerse. El acto de rendición de la capital se escenificó el día 28 entre las ruinas del Hospital Clínico de la Ciudad Universitaria que se habían hecho mundialmente famosas en los primeros compases de la contienda. Tres días después, el 1 de abril, se firmaba en Burgos el último parte de guerra de la contienda, atestiguando el final de la guerra civil española.
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