Si hay un tipo de tropa que pone de manifiesto la singularidad del ejército ruso de las Guerras Napoleónicas, este es sin duda la caballería cosaca, tropas irregulares de las estepas del sur de Rusia y Ucrania de orígenes heterogéneos (de descendencia tártara, eslava e incluso polaca) y fuerte identidad propia cuya colaboración con los rusos se remontaba al siglo XIV, cuando combatieron a la Horda de Oro junto a Dmitri Donskói. Esta relación no fue fácil, y la naturaleza independiente de los cosacos (kazaks) se demostró en los múltiples levantamientos a los que se sumaron.
Sin embargo, durante el siglo XVIII se llevaron a cabo diversas iniciativas para aplacar su naturaleza levantisca y para comienzos del XIX estaban plenamente integrados en el ejército, al que aportaban proporcionalmente más efectivos que cualquier otra comunidad, esfuerzo bélico al que aportaban, además, su propio armamento, consistente en largas lanzas de entre 3 y 4 m, diversas armas cuerpo a cuerpo (sables, cimitarras, martillos de guerra) y armas de fuego (carabinas y pistolas, normalmente dos pero en ocasiones hasta seis). Para hacer frente a la invasión napoleónica de 1812, la Hueste (Voisko) del Don organizó un total de noventa polks (regimientos, a su vez divididos en cinco o diez sotnias o escuadrones, de un centenar de cosacos cada una) y dos baterías de artillería a caballo, las del Mar Negro y los Urales diez polks cada una, la de Siberia diez polks y dos baterías de artillería, la Hueste de Ucrania cuatro polks, la del Bug tres y la de Orenburgo una. En total, 69 600 cosacos fueron reclutados para marchar al frente.
Como tropas irregulares, los cosacos descollaban en tareas de reconocimiento («nada elude a su ajetreo, escapa a su perspicacia o sorprende su vigilancia», decía el general Wilson, agregado británico en el ejército ruso en 1812) o como pantalla de las tropas propias, protegiendo los flancos y la retaguardia de las columnas, protagonizando temerarias incursiones tras las líneas enemigas, tendiendo emboscadas, etc. En la batalla de Mir (9 de julio de 1812), durante el avance francés, hicieron gala de una de sus tácticas favoritas, cuando un destacamento de cosacos atrajo con una huída fingida a una importante fuerza compuesta por seis regimientos de lanceros polacos a Mir, donde les esperaba el Polk de Sysoev. Tras violentas cargas y contracargas, una vez fijado el enemigo, otros siete regimientos, hasta entonces ocultos, atacaron por sorpresa a los polacos, que en su retirada, se encontraron con que otras dos sotnias, que habían permanecido al abrigo de un bosquecillo, les bloqueaban el camino. De los 1600 polacos que participaron en la acción, 600 contaron baja, mientras que los rusos apenas perdieron 180 hombres. Y en otra de sus tretas, la noche del 27 de julio, cuando todo parecía apuntar a que al día siguiente Napoleón tendría por fin su ansiada batalla en Vítebsk, se vería burlado una vez más por Barclay de Tolly y por sus cosacos, que mantuvieron vivos los fuegos del campamento ruso mientras el ejército se le escapaba al corso una vez más de entre los dedos.
Sin embargo, su particular idiosincrasia y su escaso interés por el sacrificio personal no era de demasiada utilidad en batalla campal frente a unidades formadas, como quedó demostrado en el raid de caballería durante la batalla de Borodinó, el 7 de septiembre, cuando los cosacos de un ebrio (y no de gloria) atamán Plátov no lograron avanzar hasta alcanzar sus objetivos en la retaguardia francesa. Dos días después, en un combate de vanguardia, Rafael de Llanza daba testimonio de esta falta de espíritu:
«Los cosacos y kalmuks nos obligaron repetidas veces a formar en cuadro y a cerrar las columnas para librarnos del hierro de sus mal labradas lanzas; no puedo menos que acusarles de no habernos roto y deshecho algunas veces, y en verdad que en aquella ocasión pudieron haberle muy bien rascado el cogote al Rey de Nápoles [Murat] que nos mandaba».
Sin embargo, tras Borodinó el maltrecho ejército ruso tendría ocasión de recomponerse, y de nuevo serían los cosacos los que más unidades brindarían a Kutúzov, con un total de 15 000 jinetes armados y equipados encuadrados en 26 nuevos regimientos provenientes del Don, en un esfuerzo logístico sin parangón que no solo borraría la mácula de su atamán Plátov, sino que le valdría un condado. En circunstancias normales, un contingente de este porte hubiera parecido a todas luces excesivo pero las circunstancias en las que se iba a desarrollar el desenlace de la campaña de 1812 distarían mucho de ser normales.
El acoso a las fuerzas francesas comenzaría durante la misma estancia de las fuerzas francesas en Moscú, donde en palabras del español Rafael de Llanza, jefe de uno de los cuatro batallones del Regimiento José Napoleón, «el exército francés carecía de víveres. Los merodeadores o ladrones, que es lo mismo, en vez de hallar provisiones para la campaña, solían probar las lanzas de los cosacos». Napoleón tratará de abrir una ruta hacia el sur, pero será derrotado el 24 de octubre en la batalla de Maloyaroslávets. El sargento Burgogne nos cuenta en sus memorias los sucesos del día siguiente:
«El 25, había permanecido de guardia desde la noche anterior en una pequeña casa donde el Emperador había pasado la noche. Había una espesa niebla, típica de octubre. De repente, sin informar a nadie, el Emperador montó a caballo, seguido por algunos oficiales de ordenanza. Apenas hubo partido cuando se escuchó un gran estruendo. Al principio pensamos que eran gritos de ‘Vive l’Empereur!’ pero entonces escuchamos la orden ‘Aux armes!’ [‘¡a las armas!’]. Seiscientos cosacos, comandados por Platov, nos habían sorprendido, al abrigo de la niebla y de las quebradas […] Nos vimos frente a frente con estos salvajes, que aullaban como lobos mientras desenvainaban […] vimos que el Emperador se encontraba en medio de los cosacos, rodeado de generales y oficiales de ordenanza».
Llanza narra ese mismo incidente de forma menos poética, confesando que perdieron «toda la artillería al amanecer del 25 por una emboscada de dos mil cosacos que, saliendo de un bosque, cortan la columna, matan quanto encuentran desordenan espantosamente todo el convoy y en esta situación el Emperador se hallaba de paso entre él, y tuvo a buen partido poner pies en polvorosa. Su guardia, tres edecanes y un general fueron lanceados». Desde entonces, Napoleón llevaría siempre consigo al cuello un vial de opio, belladona eléboro blanco y al alba del 26 de octubre, ordenaba la retirada de la Grande Armée.
Será la retirada francesa de Moscú la que permitirá a los cosacos ganar su fama imperecedera al sacar el máximo partido a sus cualidades en unas circunstancias atroces, en la que cualquier unidad de caballería regular se hubiera desintegrado. Si el wurtembergués Jakob Walter sobrevivió a la retirada fue gracias a agenciarse un caballo «de aquel país» que
«no llevaba herraduras y podía levantarse después de caerse. Tenía incluso la buena costumbre de sentarse sobre sus ancas siempre que bajábamos una colina; estirando sus patas delanteras hacia delante se deslizaba por el valle sin que yo tuviera que desmontar. Sin embargo, los caballos alemanes llevaban herraduras lisas que hacían que se resbalaran continuamente, pero no se las podíamos sacar ya que no teníamos las herramientas adecuadas».
Durante el crudo invierno ruso, los cosacos no solo acosarán incansablemente a la retaguardia francesa, sino que impedirán que las columnas enemigas se avituallaran acabando con toda partida de forrajeadores que osara separarse del grueso de las tropas. Según Llanza «Se esparció la voz de que en Smolenks había un exército de 100.000 hombres con los cuales nos sería fácil librarnos de los tabardillos de los cosacos, que constantemente los teníamos a derecha e izquierda del camino, sin podernos apartar a la más corta distancia sin ser lanceados.»
Separarse de la columna para buscar el calor de un pueblo en llamas y de nuevo la «inteligencia poco común» de su caballo permitió a Walter salvar el pellejo:
«Tan pronto como me alejé, llegaron los cosacos y cogieron a todos los que pudieron […] Hicieron prisioneros a aquellos que habían hecho la marcha a pie y los despojaron de sus pertenencias. Los franceses a menudo eran abatidos por los rusos, que no les perdonaban la vida. Los alemanes contaban con el perdón […]»
Encuadrados en partidas independientes o en las columnas volantes de aguerridos oficiales como Chernyschev o Davydov, su atrevimiento sería cada vez mayor, y ya a mediados de octubre tropas partisanas y polacas penetraban en el Gran Ducado de Varsovia, sembrando la destrucción y obligando a los invasores a empezar a preocuparse por su retaguardia.
A comienzos de 1813 los cosacos cabalgaban impunemente en suelo alemán, donde se convertirían en una auténtica pesadilla para el enemigo, cuyas fuerzas de caballería habían menguado terriblemente tras la retirada de Rusia, hasta el punto de que el acoso constante a las líneas de comunicación francesas y la continua intercepción de correos imperiales proporcionaba a los mandos rusos –y aliados tras formación de la Sexta Coalición– la mejor inteligencia posible sobre las intenciones napoleónicas. Pero los amigos tampoco salían siempre indemnes. Tras una serie de incidentes con fatal desenlace, los oficiales aliados, muchos de los cuales vestían de azul, comenzaron a portar brazaletes blancos para diferenciarse de los franceses y evitar así peligrosos malentendidos con los cosacos, que durante los meses siguientes demostraron otra de sus vocaciones, su voracidad por lo ajeno. «Hombres los más ladrones del mundo, atravesando una multitud de campamentos rusos que no tienen menos inclinación a las virtudes de Caco», decía Llanza de los cosacos tras su captura a manos de estos. Mientras la plegaria «De cosaquibus Domine, libera nos» resonaba por Alemania, muchos oficiales aliados se las tuvieron que ver con ellos y no siempre para evitar el pillaje; algunos, como el coronel Löwenstern, que rivalizaba con los cosacos en cuanto a rapacidad, fue incapaz de escamotearles su parte, acostumbrados estos a repartir el botín equitativamente. En un temerario golpe de mano, los cosacos llegarían a irrumpir en las calles de Berlín. Poco después, el 4 de marzo, la capital de Prusia caería en manos rusas. La campaña de Rusia había terminado. Comenzaba la guerra por Alemania.
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