Batalla de Oriamendi

Soldados del 5.º de Guipúzcoa, llamados chapelzuris por sus boinas blancas, combaten a los británicos en la batalla de Oriamendi.

1837, Primera Guerra Carlista. Tras cuatro años de desgarradora contienda civil y miles de vidas segadas, entre ellas la de Tomás Zumalacárregui, las posiciones de los bandos enfrentados no se han modificado sustancialmente en el Norte, con las grandes ciudades bajo control cristino. Sarsfield, comandante liberal, plantea una ambiciosa estrategia: Lacy Evans marcharía con su Legión Auxiliar Británica desde San Sebastián, Espartero desde Bilbao y él mismo desde Pamplona, en una maniobra concéntrica para aniquilar a los carlistas en el triángulo que formaban las tres capitales.

George de Lacy Evans (1787-1870), veterano de la Guerra de la Independencia y de la campaña de Waterloo, se pone en marcha con sus 12 000 hombres y 14 piezas el 10 de marzo. Tras varios días miserables de marcha por caminos enfangados y bajo una lluvia torrencial, el 15, aprovechando una tregua meteorológica, se lanza al ataque contra las posiciones carlistas. Estas tienen su centro avanzado en Oriamendi, defendido por un fuerte circular, artillado, al que solo se podía acceder mediante escaleras.

Lacy Evans batalla de Oriamendi

George de Lacy Evans (1787-1870) fotografiado en 1855.

La batalla de Oriamendi, 15 de marzo de 1837

Somerville ha dejado una estremecedora descripción del asalto, en el crepúsculo. Habla del griterío, de los “rostros salvajes” de los hombres; de la cara de uno, “enrojecida por una estupidez demente”; de otro que se tambalea hacia la retaguardia, con el vientre abierto, sujetando sus tripas con la mano; de soldados que, involuntariamente, se hieren unos a otros con las bayonetas caladas. Él mismo recibirá, casi simultáneamente, un impacto en la mochila, mientras otro le roza la frente y un tercero le arranca el tacón de una bota. Todo ello, bajo la cúpula del fuego de la artillería británica, que sigue tirando por encima de sus cabezas más allá del último minuto.

Gracias al bombardeo, que obliga a los defensores a permanecer a cubierto, pueden escalar el parapeto, de tres metros de altura, con sus oficiales al frente. Solo entonces callan los cañones. En el interior de la fortificación, el panorama es dantesco, cuerpos sin cabezas, trozos de cráneos, un oficial con las dos piernas arrancadas… Evans atribuirá el triunfo a “dos batallones del regimiento español de la Princesa y a dos regimientos irlandeses”, el 9.º y el 10.º. Los carlistas, hundido todo su frente, se retiran, casi todos en desorden, hacia Hernani o por el puente de Ergovia.

La población se ofrece a la vista de los ingleses, a su merced. Únicamente tienen que descender de las alturas donde se encuentran para entrar en ella. No lo hacen o porque la última línea carlista es todavía fuerte, según el general inglés, o, como apunta el cronista, temiendo que el inevitable saqueo y la igualmente inevitable borrachera universal deje al ejército inerme frente a una reacción de los de don Carlos.

Plano de la batalla de Oriamendi, 1837. Abajo queda la bahía de San Sebastián y arriba a la derecha, Hernani, objetivo de la columna de Evans.

Goiri, que con sus dos batallones vizcaínos había evacuado Choritoquieta, replegándose sobre Hernani, se encuentra allí con su hijo, edecán del infante don Sebastián Gabriel de Borbón y Braganza (1811-1875), sobrino del pretendiente y nuevo comandante en jefe del Ejército carlista del Norte, que le anuncia la llegada de este con refuerzos al día siguiente. Ante esa novedad, regresa a su posición, que no había sido ocupada todavía por los enemigos, formándose un nuevo frente, al que se dota de artillería, desde Astigarraga a Santa Bárbara, pasando por Hernani.

Don Sebastián había salido al paso de Sarsfield. Cuando este se retira, se dirige a Tolosa, donde llega tras una larga caminata por los caminos embarrados. Un consejo de guerra reunido esa misma noche acuerda operar contra Evans. De madrugada, la columna sale de la ciudad. A las seis y media de la mañana, entra en Hernani. Los pies descalzos de muchos hombres van dejando rastros de sangre, pero sus compañeros han ganado tiempo para darles ocasión de llegar, mediante un feroz asalto del 6.º de Guipúzcoa a la altura de Bertizain.

Oriamendi, 16 de marzo de 1837

Inmediatamente, el infante emprende el contraataque. El momento es perfecto. Los de Evans han pasado a la intemperie una dura noche, en la que la helada había congelado la lluvia caída el día anterior. Un testigo vio a soldados pegados al suelo por sus mantas y sus capotes, endurecidos por el hielo. Tras recibir su ración de aguardiente, se preparan para el avance, pero antes, debido a la longitud de la línea contraria, están ampliando su despliegue, aumentando la distancia entre las unidades. Son 9300 hombres, la mitad españoles. La caballería se reduce a 100 jinetes del 1.º de lanceros de la Legión Auxiliar Británica.

La aparición de los carlistas, cuya llegada ha ocultado el cerro de Santa Bárbara, desconcierta a sus rivales, que se encuentran todavía maniobrando. Antes de que se recuperen, tres columnas avanzan contra ellos. El 4.º de Álava pasa el puente de Ergovia, que no ha sido ocupado por los liberales para no ampliar aún más su despliegue, ya demasiado extendido, y, seguido por las demás fuerzas de la columna, ataca la extrema izquierda aliada, que se desploma. A su vez, Ituarriaga y Quílez progresan contra la derecha enemiga, y Villarreal, palo en mano, encabeza una carga a la bayoneta cuesta arriba contra Oriamendi, que se hará legendaria por su audacia.

infante don sebastián batalla de oriamendi

El infante don Sebastián de Borbón y Braganza, comandante carlista en la batalla de Oriamendi, grabado a partir de la obra de M. Isidore Maguès, 1837. Zumalakarregui Museoa.

Ante las determinadas embestidas, la línea de los cristinos, con un flanco hundido, se tambalea; su centro, anclado en Oriamendi, aguanta, sin embargo. Indiscutiblemente, el pánico cunde en algunas unidades, que se desbandan, acosadas por los carlistas, que se ceban en los ingleses, dejando escapar a los españoles. El soldado José Arteaga, del 6.º de Guipúzcoa, captura la bandera del 9.º de la Legión, curiosamente el mismo regimiento que, según Evans, había cogido otra a los carlistas, tras acabar con el oficial que la llevaba.

El general inglés reconoce que sus dos alas plegaron, pero precisa que el centro, en Oriamendi, resistió. Recibe entonces una nueva carta de Sarsfield, del 14, comunicándole su retirada desde Irurzun. A la vista de ello, y de que se han dado órdenes de repliegue a la infantería de marina, decide retirarse a las seis y media de la tarde, tras destruir la fortificación de Oriamendi y clavar los cañones que en ella estaban. El movimiento retrógrado, precisa, no fue más allá, lo que es cierto, de las posiciones tomadas en la derecha del Urumea, que retiene en su poder.

Somerville describe la valentía de los chapelgorris durante el retroceso. Un tambor sale de formación, y empieza a redoblar a poca distancia de los chapelzuris. Enseguida, se le une un corneta, que también comienza a tocar. Un disparo le derriba, y otro parte uno de los palillos. El tambor, entonces, recoge la corneta y la utiliza, junto con el otro palillo, para seguir con su redoble, hasta que es abatido.

La victoria carlista en la batalla de Oriamendi es indiscutible, aunque no total, ya que, efectivamente, no reconquistaron todo lo perdido, ni se apoderaron de ninguna pieza, si bien afirmaron que recuperaron la artillería que tenían en Oriamendi. Terminado el combate, “a los ingleses muertos los trajeron en carros de bueyes”, y quemaron los cadáveres, no sin antes despojarles de sus casacas rojas, que muchos soldados de don Carlos se pusieron bajo los capotes.

 

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