Pese a que se atribuye frecuentemente esta actividad como herencia de los etruscos, probablemente en sincretismo con otras tradiciones itálicas, fundamentalmente de la región osco-campano-lucana, algunos autores como A. Futrell opinan que el origen de la gladiatura pudo ser casi universal, siendo imposible definir un origen o lugar preciso.
Sin embargo, sí se está de acuerdo en que fue en el año 264 a. C. cuando los combates de gladiadores aparecieron públicamente en Roma. El combate de tres parejas de gladiadores organizado por los hermanos Marco y Décimo Bruto para honrar a su padre fallecido fue celebrado en el mercado de ganado de Roma, el Foro Boario, mucho antes de la construcción del Coliseo. Los juegos gladiatorios se celebraron, durante la mayor parte del periodo republicano, en otros lugares de la Urbs habilitados temporalmente para las representaciones, como por ejemplo el Forum Romanum, corazón cultural, político y religioso de Roma, y solo más adelante se construyeron anfiteatros permanentes en la capital. Durante esta etapa, la lucha gladiatoria dejaría de ser una práctica ligada al ámbito funerario para convertirse en un espectáculo que se ganó el corazón del pueblo y, por supuesto, la mirada de los hombres más ricos de Roma.
Estos combates servían no solamente como entretenimiento sino para educar al pueblo en valores guerreros y masculinos o como muestra de la superioridad de Roma sobre el enemigo. Los sentimientos del pueblo oscilaban entre la adoración y el desprecio hacia los gladiadores. Desprecio por ser una actividad considerada por ley infame, deshonrosa, en tanto que era propia de esclavos, y ello que quedaba marcado tanto en la propia sociedad como en la piel de algunos gladiadores, grabada a fuego o con tatuajes. Pero también existía la atracción hacia una profesión que podía rozar la gloria y que representaba la virtus, la bravura, disciplina, constantia, pantientia, amor a la gloria y desprecio a la mismísima muerte. Incluso Plinio el Joven vio en estos combatientes la virtud de Roma: “…inspiran gloria en las heridas y desprecio a la muerte, porque el amor a la fama y el deseo de victoria puede ser visto incluso en el cuerpo de esclavos y criminales” (PLIN. Pan.33.). Según Alfonso Mañas, el poder de los gladiadores residía en que aún muertos eran admirados por el pueblo, un premio que se le resistió incluso a algunos emperadores.
De este modo, su popularidad les situaba como decoración de lucernas, copas y otros objetos cotidianos, y como inspiración para los más jóvenes: “Se tiene la impresión que entre nosotros los niños se interesan en los gladiadores cuando aún están en el vientre materno. Los jóvenes en casa no hablan de otra cosa. Pero también en la escuela…” (TÁC. Dial. 29.3-4). Su valor como propaganda política llegaría a su máximo esplendor con los grandiosos juegos de Julio César en el 46 a. C. en conmemoración del fallecimiento de su hija Julia. Venationes, luchas gladiatorias, guerreros a lomos de elefantes e incluso una batalla naval improvisada en el campo de Marte causarían un número de muertes tan elevado que despertaría la crítica romana. Pero ¿cómo era realmente la vida de un gladiador? ¿Cuál era su entrenamiento?
La llegada al ludus
La mayor parte de los gladiadores procedían de prisioneros de guerra que eran llevados al campamento romano tras la victoria y obligados a su llegada a Roma a participar en el desfile triunfal como trofeos. Posteriormente, eran seleccionados y aquellos en mejores condiciones físicas eran vendidos a lanistas privados. La popularidad de los gladiadores fue tal que llegó incluso a haber ojeadores en el ejército encargados de seleccionar los mejores prisioneros para el ludus imperial, asegurándose los mejores gladiadores con respecto a los privados. Existieron grandes diferencias entre los gladiadores delincuentes, condenados al ludus que perdían su condición social y se exponían a la muerte y la mutilación; los voluntarios auctorati que se presentaban para alcanzar la gloria como el ilustre ejemplo del emperador Cómodo o la propia subsistencia o, por último, los esclavos, fruto de las derrotas enemigas.
Nada más llegar al ludus, el tiro (“novato”) realizaba el juramento auc-toramentum de los gladiadores que asumía que podría ser atado, quemado, golpeado o muerto a hierro. Tras un examen realizado por un doctor (un especialista en el entrenamiento de la gladiatura) y supervisado por el lanista, los que no reunían los requisitos apropiados eran mandados a los gregarii, los primeros en caer en la arena. Pero si el tiro demostraba aptitudes era enviado al grupo de armas pesadas o al de armas ligeras, dependiendo de sus cualidades. Desde su llegada a la escuela de gladiadores quedaban sometidos a unos castigos físicos que, sin embargo, deben tenerse en cuenta desde un contexto en el que era normal estos métodos en actividades que exigían cierta disciplina. En ocasiones, la rigidez de los superiores fue tan grande que provocaron revueltas, como la sucedida en la escuela de gladiadores de Capua liderada por Espartaco.
Pese a ello, aquellos gladiadores que se lo ganaban tenían una vida en el ludus similar a la del resto de ciudadanos, pudiendo salir de este recinto, formar una familia y, en el caso de los más afortunados, tener sus propios esclavos. El ludus sería una auténtica torre de Babel, con múltiples nacionalidades y una jerarquía social propia y paralela a la de Roma. La variedad de lenguas haría que los instructores enseñasen además la lengua latina o que se repartiesen a sus alumnos dependiendo de los dialectos que hablaban. Una vez destinados a su grupo correspondiente comenzaba un duro entrenamiento que les convertía en profesionales del combate. Este se hacía en la arena situada en el centro del ludus y para el mismo se utilizaban armas de madera, siendo únicamente los elementos defensivos de hierro o acero.
Entrenamiento: el arte de morir
Aunque la información epigráfica funeraria nos indica que la mayoría de los gladiadores no acumulaban más de veinte victorias y solían morir a temprana edad, muchos gladiadores famosos se quejaban de que apenas se celebraban juegos a lo largo del año, a lo sumo dos o tres, y que en consecuencia pasaban la mayor parte del tiempo ociosos o entrenando en el ludus.
El entrenamiento físico y gimnástico de los gladiadores en el ludus (exercitio) estaba dirigido muchas veces por instructores griegos, habituados a preparar a sus deportistas para los juegos olímpicos desde el siglo VIII a. C. Los anfiteatros y el ludus contaban con los mejores médicos del imperio, una inversión del lanista que garantizaba unos gladiadores más sanos y capaces de combatir durante más años. A esto había que añadir el asesoramiento de los magistri, gladiadores retirados recientemente que enseñaban las tácticas y técnicas propias del oficio. Una de ellas consistía en la forma más efectiva de realizar golpes de espada, con la punta y no con los filos para provocar un mayor daño en el oponente. Sin embargo, la máxima de todo combate de gladiadores era el equilibrio entre sus contrincantes para mantener la atención del público, siendo más efectivos mayormente los cortes con los filos que las estocadas directas. Para batirse en duelo, la fuerza era una cualidad indispensable que solía trabajarse mediante el levantamiento de pesas tanto de mucho como de poco peso. Las primeras solían utilizarse para levantamientos con los brazos extendidos desde el suelo a la cintura como para cargarlas sobre los hombros y, las segundas estaban moldeadas para realizar con ellas ejercicios de brazos.
En cuanto a los combates, generalmente se entrenaba con armas lastradas, que pesaban más que las armas usadas en la arena mejorando la velocidad de movimientos, reacción y resistencia. Los ejercicios de lucha podían practicarse o bien luchando entre ellos o contra un palus, palo clavado en el suelo del diámetro del tronco de un árbol contra el que se arremetían golpes de espada a fuerza completa incluso con el escudo. La forma de respuesta ante los diferentes ataques tenía cierta similitud al entrenamiento actual de esgrima, en el que cada golpe de ataque tiene un contra-ataque específico. Pese al riesgo que corrían en la arena, el peligro real de estos combates no estaba tanto en las heridas sino en cómo las heridas que se causaban al contrario cambiaban la actitud del mismo y la situación del combate. No había nada más peligroso que un rival herido de muerte. Sin embargo, el arte de la gladiatoria no solamente estaba expuesto al entrenamiento físico, y es que al ser un deporte practicado para ser exhibido a un público del cual dependía en muchas ocasiones la vida de los contrincantes, las capacidades interpretativas y dramáticas eran básicas. Roma se había caracterizado por convertir actos comunitarios en espectáculos políticos y como diría Dupont, Roma pasaría de una política espectáculo al espectáculo como lugar de la política. La creación de una catarsis con el público podía ser la diferencia entre la vida y la muerte, de ahí la importancia de adoptar apodos que les dotasen de popularidad y destacasen cualidades inusitadas, lo cual explica por ejemplo, el prestigio del que gozaron los gladiadores zurdos (scaevae).
El entrenamiento incluía también la enseñanza de cierto nivel interpretativo con el que fueran capaces de emocionar o enamorar a los espectadores y, en especial, a las seis vestales que decidían el veredicto en el anfiteatro. Elegantes movimientos que no requiriesen mucho esfuerzo eran enseñados a los gladiadores para ahorrar energía al tiempo que reproducían un combate espléndido. La sangrienta estética de estos espectáculos enganchaba al público y convertían al gladiador en una estrella, con un contrato más caro, por la que se peleaban los editores. Pero la preparación iba más allá de los movimientos, los gladiadores se hallaban desde el momento en que eran vendidos al lanista bajo una presión exacerbada ante la cual era necesario una preparación mental.
Al ser clasificados según sus aptitudes eran destinados a distintas familiaes que entrenaban juntas. En estas circunstancias no es de extrañar que se forjasen fuertes vínculos afectivos quebrados en ocasiones por enfrentamientos en la arena. R. Auguet señala que los gladiadores estaban preparados tanto para luchar como para entregarse a una muerte que podía llegar en cualquier momento. Desde que pisaban la arena, la vida de estos individuos quedaba en manos de su señor y el público, algo admirado por el pueblo romano y que dotaba de honor a su familia gladiatoria. Decía Cicerón que el pueblo odiaba a aquellos gladiadores que suplicaban por su vida. Sin embargo, no valía únicamente la resignación, un gladiador debía morir con ahínco, evitando taparse la cara con las manos o forcejear con su verdugo. De hecho, en caso de ser necesario debía incluso dirigir contra sí mismo la espada del vencedor para finalmente y, como decía Cicerón, “morir con todo el cuerpo”. Así, tras el casco de hierro, que apenas descubría la cara, moría entonces con una ovación el hombre que había detrás del gladiador.
Bibliografía y fuentes
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