En paralelo y por motivos obvios, la evolución de la sociedad se tradujo siempre en una evolución del ejército romano. Incluso, en ocasiones, fueron las mutaciones en el seno del ejército las que estimularon cambios en la sociedad. Por último, son mayoría aquellos casos en los que es difícil determinar cuál es el huevo y cuál la gallina pero, sea como fuere, todo ello nos conduce a una inevitable conclusión, como es la de que el estudio de la maquinaria militar romana no puede sustraerse del estudio de Roma en su conjunto.
Por lo mismo, cuando hablamos de ejército romano nos vemos obligados de inmediato a precisar la época a la que nos referimos pues, a pesar del tradicionalismo del que hacían gala los militares romanos, poco tiene que ver una legión de la República Media con otra del Bajo Imperio. El análisis de cada periodo requiere un análisis específico y, consecuentemente, en Desperta Ferro hemos abordado los periodos por separado, con una publicación específica para cada uno.
Poco sabemos de la legión romana en tiempos de la monarquía o muy temprana república, pero intuimos que debía de reducirse a bandas armadas que debían fidelidad a un aristócrata o familia patricia concreta, antes que a las instituciones del Estado. Conocemos una anécdota que refiere cómo a principios del siglo V a. C. una familia concreta, la gens de los Fabios, entabló una guerra con los etruscos por decisión propia y a espaldas del Senado romano, lo que da buena cuenta de la debilidad de las instituciones de Roma en aquel tiempo y la existencia de ejércitos “privados” (o, más propiamente, clientelares) al servicio de familias aristocráticas. Conforme el Estado fue reforzando sus instituciones este tipo de conductas pasaron a ser cosa del pasado y es entonces cuando se desarrolla un modelo de ejército muy común en el Mediterráneo, aquel de la milicia ciudadana, característico de las ciudades-estado.
Según este modelo, la posesión de la ciudadanía romana comportaba la obligación de servicio militar, si bien este solía reducirse a periodos cortos (en particular durante el verano) o a urgencias puntuales. La idea subyacente consistía en concebir un vínculo estrecho entre la participación en la guerra y la posesión de derechos políticos, como el voto en las diversas asambleas populares (comitia). No eran por tanto soldados profesionales sino el cuerpo cívico en su conjunto (masculino y en edad hábil, eso sí) el que formaba estos ejércitos. Campesinos, comerciantes, pastores, combatían codo con codo y reforzaban así el sentimiento de unidad política. Cada uno de estos ciudadanos-soldados debía proveerse de su propio armamento y, salvo casos contados, no recibía nada a cambio salvo una participación proporcional en el reparto de botín de guerra. El éxito de las armas romanas multiplicó este botín lo que, a la larga, hizo de la guerra un negocio enormemente lucrativo, hasta el punto de que, tal y como han señalado algunos especialistas, la economía romana girase fundamentalmente en torno a la guerra y sus ganancias. Esto es, una verdadera economía depredadora. Y es precisamente esta rapacidad la que alimenta la gran expansión de Roma durante los siglos IV a II a. C.
La multiplicación de los frentes de guerra y su prolongación en el tiempo hizo imposible que los ciudadanos-soldado regresaran a sus hogares al término de la campaña militar ni pudieran, por tanto, conciliar la actividad militar con su trabajo en el ámbito civil. En consecuencia, a partir de finales del siglo II a. C. en adelante, y de forma progresiva, el soldado ciudadano comenzó a ser reemplazado por el del soldado profesional, retribuido, dedicado por entero a la guerra y, probablemente, más eficaz que aquel.
Ahora bien, como consecuencia de este cambio, estos soldados profesionales abandonaron su fidelidad a las instituciones tradicionales de Roma, magistrados ni Senado, y en su lugar la desplazaron a sus propios generales, aristócratas con nombres tan memorables como Pompeyo Magno, Julio César, Marco Antonio que, en consecuencia, se convirtieron en poco menos que “señores de la guerra” totalmente autónomos, dotados de ejércitos cuasi privados que obedecían sus órdenes y no las del Senado. Todo esto contribuye, como era de esperar, a uno de los peores momentos de la historia de Roma: las terribles, sangrientas y desastrosas guerras de finales de la República (siglo I a. C.) que a punto estuvieron de provocar la fractura total de Roma y su disgregación en múltiples estados.
La instauración de la paz bajo Augusto inaugura una nueva era para Roma y, asimismo, para su ejército que, al igual que en los postreros días de la República, conserva su fidelidad a su general y no a las instituciones de Roma. La única diferencia respecto a aquel periodo es que ahora sobrevive un único general, intitulado imperator. En paralelo, Augusto y sus sucesores estabilizan las fronteras del Imperio y orientan la maquinaria militar hacia un papel esencialmente defensivo y policial. Salvo casos puntuales como la conquista de Dacia y alguna lucha por el trono, el ejército romano de los siglos I y II d. C. se limita a operaciones defensivas. Sin embargo, en el siglo III d. C., el precario equilibrio político de Roma se quiebra por completo y los generales se lanzan a una impúdica competición por el poder, por la Corona, lo que desgarrará –en todos los sentidos– el Imperio (hasta en tres entidades separadas en época de Aureliano). El ejército se convierte entonces en parte del problema y no de la solución.
En el tránsito del siglo III al IV d. C., Diocleciano y sus sucesores instauran un nuevo modelo de Imperio que consigue someter el ejército romano, a la sazón de proporciones colosales, a la autoridad del Estado. Sin embargo, la vida militar en el ejército del Bajo Imperio perdió progresivamente prestigio, la recluta se hizo más difícil y se volvió –al igual que el resto de profesiones– hereditaria y forzosa, con lo que se tornó enormemente impopular; más adelante veremos incluso la aparición de objetores de conciencia a causa de su credo (cristiano). Como podemos suponer, la calidad y voluntad combativa de estas tropas sería escasísima. Además, Roma cuenta por entonces con nuevos y dignos adversarios: el Imperio sasánida, que desde el siglo III d. C. y a lo largo del siglo IV d. C. hostiga las fronteras orientales, y los pueblos germanos, que espoleados por los hunos desbordan las fronteras y provocan una de las mayores humillaciones militares de la historia de Roma (378 d. C.).
A partir de ese fracaso, el modelo del ejército romano fundamentado en la infantería pesada quedó desacreditado y los emperadores comenzaron a recurrir a contingentes montados y, a menudo, extranjeros (bárbaros), en quienes confían la seguridad del Imperio. Las mejores tropas del Imperio romano de Occidente serán, en una progresión creciente, germanas, y estarán organizadas y armadas a su manera, así como dirigidas por generales de su propia etnia. Y ya desde época de Teodosio el Grande (378-395 d. C.) hallamos generales de origen bárbaro, caso de Estilicón, que de facto dominan la política imperial. Finalmente, y tras una fase de emperadores “títeres” al servicio de generales germanos (caso paradigmático de Ricimero), estos últimos deciden abandonar los ambages y apariencias de legalidad para tomar las riendas del poder. Y de este modo tan sombrío termina la historia del ejército romano y del Imperio en su conjunto. Será sucedido por los reinos germánicos (visigodo, franco, ostrogodo) en occidente y por el Imperio Bizantino en oriente, pero esa ya es otra historia.
COMO TODO EL MATERIAL QUE SUBEN ES INTERESANTE Y ESCLARECEDOR.
Una excelente pàgina històrica