Poco antes de las seis de la mañana, precedidas por un ataque aéreo de una hora, cincuenta y cuatro divisiones, seis de ellas acorazadas y otras ocho con distinto grado de motorización, penetraron en pinza en la llanura polaca divididas en dos grupos de ejército que deberían converger en Varsovia: uno al norte dirigido por el general Fedor von Bock, desde Prusia y Pomerania, y otro al sur comandado por Gerd von Rundstedt, desde Silesia y Eslovaquia. La Wehrmacht avanzó con facilidad en territorio enemigo, a tenor de la cronología de la campaña: la guarnición de la capital resistiría hasta el día 28 y los remanentes del ejército polaco hasta el 6 de octubre, aunque para cuando los soviéticos se sumaron a la ocupación del país el 17 de septiembre, de acuerdo al Pacto Ribbentrop-Mólotov de agosto de 1939, la derrota de Polonia ya era segura. La maniobra había sido trepidante. Los Panzer alemanes habían alcanzado las afueras de Varsovia el día 8, en apenas una semana, y el movimiento envolvente había logrado rodear en un Kessel (literalmente una “olla”, en relación a un cerco militar) a más de medio millón de combatientes polacos.
La velocidad era indudablemente uno de los rasgos superficiales más reconocibles de la Blitzkrieg que, sin embargo, resulta difícil de definir con precisión de forma profunda. No en vano, el debate sobre su naturaleza ha seguido abierto hasta hoy día y el propio origen del término, que de hecho no fue acuñado por los tratadistas militares alemanes, resulta confuso. Una buena aproximación general al significado de la Blitzkrieg sería el uso masivo y combinado de medios acorazados y aéreos, concentrados en unidades que operan autónomamente –es decir, no de forma dispersa en apoyo de otras unidades no motorizadas (infantería), que había sido el uso primigenio del tanque–, para derrotar, perseguir y destruir a los ejércitos enemigos de forma completa mediante rápidas y amplias maniobras que, como en el caso de Polonia, tendían terminar en el embolsamiento masivo de los contingentes adversarios.
En realidad, la necesidad de encontrar la fórmula para agilizar las maniobras y dar lugar a operaciones decisivas era una consecuencia directa del estancamiento de las operaciones en las trincheras sin solución de continuidad durante la Gran Guerra. Esa experiencia “revulsiva” y el desarrollo de dos armas determinantes, como la aviación y los carros de combate, crearon las condiciones propicias para una cierta revolución militar en el periodo de entreguerras. Además, se suele olvidar un factor en la ecuación, como es la generalización de las comunicaciones inalámbricas (la radio) en la cadena de mando, incluso las unidades más pequeñas, en la que los alemanes tomaron la delantera y sin la que resultaba imposible la necesaria coordinación “en tiempo real” que requería la Blitzkrieg a un nivel táctico.
Todas las potencias militares se aproximaron de un modo u otro a este problema. Los británicos, que habían tomado la delantera tecnológica en el desarrollo de los carros de combate al acabar la contienda en 1918, formularon la “guerra acorazada” por boca de teóricos como John F. C. Fuller o sir Basil H. Liddell Hart. Mijaíl Tujachevski, una especie de joven prodigio que llegó a mariscal del Ejército Rojo para ser incomprensiblemente purgado por Stalin en 1937, desarrolló pronto su teoría de las “operaciones en profundidad” en el campo soviético. En Francia, De Gaulle propugnaba –a contra corriente, ciertamente– el uso concentrado de las masas de tanques y aviones para enfatizar su impacto en la batalla. En Estados Unidos, jóvenes oficiales como George S. Patton o Dwight D. Eisenhower peleaban contra la tradición y los magros presupuestos de defensa para desarrollar el arma acorazada. Es más, al calor de la reflexión posterior sobre la Segunda Guerra Mundial, muchos han pretendido dar a estas aproximaciones y a sus protagonistas un cierto ascendiente sobre la labor teórica alemana que personificó como nadie Heinz Guderian y que cristalizó en su obra Achtung Panzer! (1938).
En un simple bosquejo de la Blitzkrieg como este, es arriesgado tratar de poner orden en un terreno tan movedizo y menos aún hacer ningún tipo de dictamen. Si es importante, en cambio, aclarar que en la historia militar prusiano-alemana desde tiempos de Federico el Grande, en el siglo XVIII, la obtención de una rápida victoria decisiva había resultado una necesidad estratégica “nacional” –condenada frecuentemente a combatir en dos frentes simultáneos y, por tanto, a vencer en uno de ellos con rapidez para sobrevivir– y la forma de lograrlo había sido la doctrina tradicional germánica de la Bewegungskrieg (“guerra de maniobra» o “de movimientos”). Así, lo que se popularizó como Blitzkrieg en la Segunda Guerra Mundial, se podría entender en cierto sentido como una Bewegungskrieg moderna, en la que no existe propiamente una doctrina de nuevo cuño, sino una adaptación a los condicionantes del segundo tercio del siglo XX y a los nuevos medios disponibles –estos sí revolucionarios– en aviación, motorización/mecanización y comunicaciones.
Sea como fuere, la Wehrmacht continuaría con sus éxitos vertiginosos hasta alcanzar en 1942 la pleamar operacional –en una metáfora recurrente de la fase expansiva alemana en la contienda–. Entre mayo y junio de 1940, Francia caería en seis semanas en una campaña aún más espectacular que la de Polonia por sus resultados y simbolismo. Yugoslavia lo haría en apenas doce días. Rommel –verso suelto por excelencia– la aplicó motu proprio contra los británicos en el norte de África hasta empujarlos a las puertas de El Cairo. Solo la Operación Barbarroja contra la Unión Soviética constituyó un primer fracaso del Ejército alemán, aunque achacable a factores que van más allá del puro arte operacional.
En definitiva, fueron los acontecimientos los que ayudaron a consolidar la idea de la Blitzkrieg, de la que se puede llegar a dudar de su carácter revolucionario e incluso de su mera existencia como doctrina en sentido estricto, pero no de su vigencia como noción historiográfica, pues aglutina en un solo concepto tres variables de un mismo contexto histórico: en primer lugar, un desarrollo científico-técnico que posibilitó la mecanización de la guerra; en segundo lugar, un proceso cultural de elaboración teórica y, finalmente, la plasmación fáctica en un marco espacio-cultural concreto como fue la Segunda Guerra Mundial.
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